viernes, 20 de diciembre de 2013

El soldado cobarde

Érase una vez un soldado que no tenía valor. Era soldado por pura convicción... de su padre. Y como además de no tener valor, tampoco quería discutir, pues ahí le tienes con su uniforme y su fusil. Era el hazmerreír de sus compañeros que, en lugar de soldado raso, le llamaban el soldado liso. El período de instrucción no había ido del todo mal, porque era pulcro, aseado, minucioso y detallista. Tenía el arma como la patena, los zapatos brillaban más que las condecoraciones del general, y hacía unas camas dignas de auxiliar de hospital. ¿La normativa? Chupada. ¿Que el entrenamiento físico era duro? Duro era quitar los bajeros de las vides, ordeñar veinte vacas al amanecer o correr todos los días 15 km para ir al colegio más cercano a su aldea.

El desfile y la formación... Ahí flaqueaba un poco. Porque en verdad era muy flaco, pero eso le venía muy bien a su talla, algunos centímetros por debajo de la media. Así que teníamos un soldado cobarde, y poca cosa, la antítesis del soldado. Algunas veces sus compañeros de barracón le invitaron a salir con ellos de farra y aceptó porque quería integrarse, y vaya que si lo hacía. Se integró muy bien como objetivo de burlas y chanzas, pero todo lo tomaba con buen humor, pensando "no, soy un mal pensado, en realidad no se ríen de mí". Sabía en su interior que sí lo hacían, pero ¿Quién era el valiente capaz de enfrentarse a ellos? Él, desde luego, no.

Había en su camareta un soldado bastante callado y juicioso que destacaba en todo lo que él mermaba. Se quedaba por las noches leyendo en su camastro, y nunca salía a emborracharse o a buscar chicas. Sin embargo, aunque pedía a gritos que lo hicieran, nadie le llamó nunca "el raro" o algo similar. Sólo con la mirada quitaba las ganas de cualquier mención, porque su gesto era brusco y huraño. Se veía más amenaza sólo en el gesto de una de sus cejas que en los mil disparates del sargento instructor.

Una noche, nuestro soldado cobarde llegó con el tiempo justo antes el toque de silencio y la borrachera justa tras mil burlas crueles. El soldado huraño lo miró de arriba a abajo y sólo murmuró: "qué pena". Antonio despabiló de repente su borrachera y quedó inmóvil, reflexionando lo suficiente como para darle la razón. Su facha era desastrosa, y estaba aliñada con algo que debía ser vómito, y de la última hora sólo recordaba risas que sufrió sin compartir. Daba pena.

Le despertaron tambores de guerra y sin salir de un extraño sueño que ahora era real, fue transportado, trasladado, y casi abandonado en medio de un fuego cruzado. Podía ver a sus enemigos en medio de aquel campo mutado a batalla, escondiéndose tras lo que hasta entonces habían sido apacibles rocas o mudos árboles. Su miedo congénito tomó las riendas y lo escondió donde buenamente pudo, y lo hizo sordo a los gritos de su sargento que ordenaba ¡ATACAR, ATACAR, ATACAR! Lloró temor sobre su fusil, buscó valentía en su corazón, pero los vapores de la cobardía no le dejaban ver bien...

Desde su guarida, mientras planeaba la huída que le salvase de tanto horror, podía ver a sus compañeros de borrachera ingrata con gesto de querer herir incluso a mordiscos, lanzándose sobre otras personas... vaya, sí, eran personas. Soldados de color rojo y verde caían frente a él, algunos de ellos mostrando lo más íntimo de su existencia, sus entrañas. Otros caían cercenados, mutilados, desfigurados, escenificando un infierno de sufrimiento que no parecía real, que no es capaz ni de vivir en las pesadillas. Entonces, sus ojos se tomaron un pequeño descanso para reconocer entre los árboles a su izquierda al soldado huraño. Estaba con una rodilla en tierra, apenas escondido entre unas ramas desnudas de otoño y metralla. Algo que volaba llamó su atención, era una granada pirueteando en una perfecta parábola para aterrizar justo al lado del soldado al que una vez dio pena y que tan ocupado estaba intentando cargar su arma, que ni se dio cuenta del letal obsequio enemigo.
Pensó que para ser pequeño y delgado, algo debía pesar demasiado dentro de él, porque el recorrido desde su escondite hasta la fruta metálica duraba demasiado, a pesar de que hubiese jurado que sus piernas corrían. Cuando su cuerpo reposó sobre el suelo, se descubrió asombrándose de que se había relajado como para dormir, tanto que ni siquiera oyó la explosión entre su lecho improvisado y su cuerpo.

A pesar de los diagnósticos, abrió los ojos y fue consciente de cómo su cuerpo gritaba, quejándose de laceraciones, heridas, roturas, desgarros, pérdidas. Echó en falta que no le doliesen las piernas, echó en sobra tubos e inmovilidad, y buscó respuestas. Se las dieron entre un médico y una enfermera. La granada se había quedado con sus piernas, parte de sus intestinos y su antiguo rostro. La vida lo había reciclado sin mucho cuidado, dejándolo desfigurado, paralítico y esclavo higiénico de una bolsa perpetua. Lloró mares silenciosos, sin el oleaje de los quejidos, ni las tormentas de las maldiciones, hasta que los calmantes decidieron que ya era suficiente.

Su siguiente despertar estaba siendo minuciosamente vigilado. Su único ojo guardaba la memoria del que se quedó en el campo de batalla, porque pudo distinguir al soldado huraño y al sargento, y algo debió tener el primer parpadeo para abrirles a los dos una sonrisa al unísono, aunque él no entendiese nada.

Antonio fue condecorado con una medalla por su valentía, con el reconocimiento de sus compañeros, y con la eterna e incondicional amistad de Hugo, aquel al que salvó. El error fue no darle la popularidad de un futbolista o un político, porque así mucha gente hubiera comprendido lo que en realidad significa ser valiente.



Relato inspirado en una historia real.









miércoles, 11 de diciembre de 2013

El alienígena

Érase una vez un alienígena de los del tipo "están entre nosotros". Pasaba perfectamente desapercibido entre el resto de la humanidad, nadie reparaba en él por su físico o su comportamiento. No siempre fue así, en algunas etapas de su estancia en este planeta, había sido llamado "el raro". Llevaba siendo alienígena tanto tiempo, que no recordaba cuándo lo habían depositado en la Tierra, ni siquiera cuál era su misión.

Le habían implantado la máxima de que nada de lo humano le era ajeno, la curiosidad por lo que le rodeaba y la inquietud por saberlo todo. Saboreaba las cervezas como néctar de dioses, sus dobles nudos Windsor de corbata habían alcanzado la perfección, el paladar se le había vuelto exquisito y era ávido leyendo.

Para no despertar sospechas en la población y no volver a ser etiquetado como "el raro", había asimilado muchos comportamientos de los humanos: era educado, afable, trabajaba en equipo y pagaba sus facturas protestando por lo caro que estaba todo. Se cuenta que incluso acudió a alguna manifestación gritando consignas. Pero durante la noche, su naturaleza de otro mundo se revelaba. Se quitaba la máscara de humano normal, daba rienda a sus gustos extraños al resto, ý entablaba infinitas conversaciones sobre raras materias consigo mismo,(cuentan que incluso en varios idiomas) porque estaba solo, se sentía único. Prácticamente no veía televisión, pero leía sobre astronomía, hacía visitas a sus películas de culto y se rendía a curiosos protocolos como los desayunos pantagruélicos de año nuevo disfrutando de una polka televisada.
Llegó a pensar que su civilización le había olvidado en este planeta, e imaginaba historias del porqué. Quizá habían sufrido un cataclismo y no hallaban cómo hacerlo volver, o las máquinas de su planeta se habían rebelado y tomado el control, o que aún no había llegado el momento de conocer su misión. La cuestión es que los años pasaban y cada día estaba más solo entre la multitud. Se decía a sí mismo que estaba acostumbrado y así conseguía ignorar su soledad.

Un aburrido domingo, de esos en los que el sol te invita formalmente a pasear, salió sin rumbo por las calles, y se topó con un mercadillo de libros de segunda mano. Aquello era un paraíso para él, le gustaba rescatar páginas de conocimientos olvidados, o de saberes ignorados. Hojeaba un libro del alquimia cuando un movimiento a su lado le llamó la atención. Unas manos enguantadas cogían un libro de una antigua colección. Era una vieja traducción de los libros védicos. Lentamente, desenfundó su mano para acariciar las desgastadas pastas. Después lo abrió por cualquier sitio y sus dedos aletearon por las páginas. Ése era el movimiento que tantas veces él había repetido, que le pareció tan familiar como extraño. No levantó la vista, pero sabía que era una mujer por sus manos y su aroma. Continuó la búsqueda en otro puesto sin que nada pasara. Dos puestos más necesitó para descubrir un ejemplar muy desgastado de uno de sus libros favoritos; ya era suyo. Pero su mano tropezó con otra que también quería apoderarse de él con el mismo guante de piel que tres puestos antes le turbó. Entonces sí miró directamente a los ojos de la propietaria de esa mano que aún mantenía agarrada, que a su vez aún asía el libro.

-Por favor, es todo suyo -dijo el alienígena-.
-Como desees -contestaron aquellos labios, sonriendo con la mirada-.

Perplejo y asombrado porque lo último que esperaba era exactamente esa respuesta, contempló cómo aquella mujer se dirigía al vendedor, pagaba su pieza, abría el libro y escribía algo en él. Después, aún sonriendo, se le acercó y le entregó el ejemplar. Igual de sonriente, se alejó dándole la espalda.

Volvió a su casa sin conciencia del regreso. Algo había cambiado aquella mañana, rebuscó en su cerebro qué podría haber sido. Pues sí, él, el alienígena, había tenido lo que los ufólogos llaman un "encuentro en la tercera fase". Abrió el libro y comprobó que ella había escrito un número de teléfono y una frase: "Te reto. Te reto dos veces". Como una contraseña.

Sus primeros contactos fueron tímidos, formales, en los límites de la normalidad pautada por los humanos. Sin embargo, poco a poco se dieron cuenta que habían sido programados para reaccionar, estudiar, adorar, paladear, disfrutar,reír y pensar de la misma manera. Igual de raros, igual de extraños, igual de alienígenas, hijos de un remoto lugar en las estrellas. Así, primero se hicieron amigos, después confidentes, más tarde cómplices y al fin amantes. Nunca llegaron a saber cuál había sido la misión que sus ignotos superiores les habían confiado. Y tampoco les importó.

Al fin y al cabo, siempre fueron humanos.

© Luz Marama


























jueves, 28 de noviembre de 2013

Más allá de Orión

Érase una vez un sueño que estaba guardado en una caja. Era imposible, porque de no serlo, habría sido guardado en la caja de proyectos, no en la de sueños. No era un sueño ni grande ni pequeño, porque los sueños no tienen tamaño, ni olor, ni sabor, ni color. Aunque en esto último los expertos en sueñología no están de acuerdo. Algunos creen que son grises, con toda la gama de grises, como los dibujos a carboncillo que parecen fotografías de sueños. Otros creen que tienen todos los colores del arco iris, porque es el sueño que tiene el sol cuando llueve.


Este sueño nació como todos, un día de infancia, después del asombro que llegó tras la sorpresa, justo un momento después de lo inesperado. Era un día lluvioso, tan oscuro que ni siquiera el sol podía soñar con arco iris. También era frío y ventoso, pero en esa casa cálida no lo parecía. Entre gritos de hermanos aburridos a quienes la meteorología había castigado sin el desahogo de la calle, un niño miraba una tele que no paraba de ofrecer sueños (según los primeros expertos en sueñología, porque era una tele en blanco y negro). Había sido muy aburrido lo que habían puesto hasta ahora, pero de repente apareció algo nebuloso en la pantalla. Y tan nebuloso. Era la nebulosa de Orión. El niño olvidó el tiempo, los gritos, los hermanos, el aburrimiento... y descubrió el fantástico mundo de las estrellas. Alguien en televisión explicó que aquello era la cuna donde nacían, donde fuerzas incomprensibles del universo juntaban los cachitos del polvo donde nacen las lucecitas del cielo. Continuó aprendiendo esos secretos hasta que el programa terminó. Entonces se dirigió a la ventana con la misma expresión que tenía mientras lo veía: todo muy abierto, los ojos, la boca, la mente. Los expertos dicen que es para que el conocimiento entre mejor, pero, en mi opinión, es para que el asombro no explote dentro. En ese momento gritó "¡Está ahí, está ahí! ¡Puedo verla!". Toda la familia acudió corriendo a la ventana, pensando o lo peor, o lo morboso o lo increíble, dependiendo de quién fuera el miembro del clan. Cuando aclaró que lo que estaba ahí era Orión tuvo la suerte de ser el centro de atención de su numerosa familia, porque todo fueron chopitos, collejas y "tú estás tonto" en una variante de estilos. Menos su padre, que se alejó discretamente y al momento apareció con unos potentes prismáticos. Era uno de esos accesorios misteriosos del prohibidísimo Reino de los Padres, así que el niño se sintió más que afortunado.


En ese mismo instante nació el sueño: pilotar una nave más allá de Orión. El niño guardó el sueño en la caja de los sueños. Fabricar un sueño no lleva un momento, mientras se hace, el sueño se saca de la caja una y mil veces, se retoca, se puntualiza, se reforma, se diseña; eran las dos de la madrugada y aún no había acabado.


Los años pasaron para el sueño y para el niño. De vez en cuando lo sacaba de la caja, lo miraba, lo disfrutaba, y después seguía con sus quehaceres. Pero cada vez "quehacía" más y lo sacaba menos. Era culpa del tiempo, que no sabe avanzar sin faltar. También avanzaba para su familia, y en el caso de su padre, el tiempo llegó a puerto. Tuvo unos momentos para despedirse de su familia antes de desembarcar en la eternidad, y cuando llegó el turno del niño, que ya era un hombre, el padre le acarició, y le susurró un "te quiero, hijo" esperado y un "mis prismáticos son tuyos" sorprendente.


Y así el hombre recuperó el sueño, que aún estaba en la caja, medio muerto de aburrimiento, a la sombra de lo imposible. Desde ese instante, a menudo abandonaba cualquier cosa, papeles, familia, preocupaciones, cañas con los amigos, decisiones importantes, hábitos de limpieza, responsabilidades, cenas de fiambre... para abrir la caja de los sueños un rato y rediseñar aquel viaje, pilotando una nave más allá de Orión.


Lo consiguió, porque cada vez que abría la caja, allí estaba el niño, traspasando las fronteras de lo nebuloso, viviendo mil aventuras y descubriendo planetas. Una vez descubrió uno cuadrado, y le dieron un Nobel. En otra ocasión visitó otro que había sido colonizado por muñecos tentetieso. También ganó una asombrosa batalla contra una nave rebelde que disparaba cabello de ángel salado.
Volver a ser un niño a voluntad, eso sí parece un sueño imposible.

miércoles, 13 de noviembre de 2013

El viejo árbol

Érase una vez un hortelano que decidió buscar la fruta perfecta. Recorrió tierras y parajes hasta encontrar el sitio adecuado para sus frutales, que serían los más cuidados y mimados de toda la comarca.

 Al fin encontró el lugar, en un altiplano sobre los Campos del Espejo. Tenían ese nombre porque cuando llovía se producía la magia. Desde cualquier lugar alto podía verse el cielo reflejado en la tierra, como un gran espejo. Desde allí, podría contemplarlo siempre que quisiera. 

 En medio de aquella tierra se levantaba un árbol viejo, retorcido, pero con una gran copa. Algunas de sus ramas arrastraban hasta el suelo, señal de que nunca había sido podado ni cuidado. Decidió no arrancarlo, al fin y al cabo, ya estaba cuando él llegó. 

 Después de mucho pensar, compró los brotes más exóticos. Plantaría frutas tropicales, las más vistosas, las más hermosas, las más delicadas. Si la fruta debía ser perfecta, también debía ser sorprendente. Los surcos se inundaron de troncos de pasifloras, pomarrosas, acajús, carambolos, mangostanes, tamarindos, rambutanes, banianos, durianes... 

 Cuando el sol aún no había hecho más que asustar a la noche, ya estaba él bajo su árbol viejo, contemplando y acariciando con sus ojos cada pequeño arbolito, ansioso de verlos crecer, casi empujándolos con el mimo que ponía en su mirada. Bajo aquel árbol se refugió de las lluvias que le sorprendieron, se apoyó en su tronco compartiéndole la desidia de las calimas, durmió al arrullo de las caricias al viento de sus hojas. Incluso utilizó sus huecos para guardar los tesoros que con él transportaba: el zurrón, el almuerzo, los pensamientos de la hora de la siesta, los sueños de la recolección y los deseos que sólo se cuentan a la soledad. 

 Nunca cuidó de aquel árbol, no encontró motivo. Al fin y al cabo parecía que siempre había estado ahí, y que su única obligación era procurarle todo lo que necesitaba. Así que repartió los mimos entre sus árboles frutales y su propio deseo de la fruta perfecta. 

 El árbol, al principio receloso, primero se acostumbró a su presencia, para después deleitarse con ella. Sacudía sus hojas mucho antes del amanecer, para ir despabilando su sombra por si el hortelano la necesitaba. Cuando el hortelano prescindía de sus servicios, el tronco parecía arrugarse un poco más, pero al día siguiente sus hojas volvían a dibujar ilusiones en el suelo a la hora del amanecer.

 Los meses pasaron, las lluvias pasaron, los soles pasaron, los espejos aparecieron, las nubes emigraron y volvieron, y al fin llegó el momento de buscar entre los árboles el fruto de los mimos y cuidados del hortelano, tan perfectos como la fruta que esperaba. Recorrió cada uno de los árboles, inspeccionando cada fruto. Cuando ya llevaba la mitad de la cosecha revisada, la sombra que le negaba al ánimo ya se vislumbraba en sus ojos. Durante la última semana sólo había vigilado la plantación desde lejos, tan lejos como para no haber visto que pequeños insectos, tentados por aquel dulzor extraño y tropical, habían colonizado cada pasiflora, cada pomarrosa... todos.

 El viejo árbol sí sabía de aquella invasión natural, porque también a él le observaron inquisitivos, para acabar pasando de largo. No había fruta que saborear. Sus ramas se frotaron pensativas, advirtiendo lo que ocurriría, y usando el poco vigor que le quedaba, quiso ayudar al hortelano. 

El hombre volvió de su surcos abatido y desilusionado, se apoyó en el tronco del viejo árbol y se dejó caer sobre el lecho que para él había construido con sus hojas. Resopló, suspiró, frotó su frente en un gesto de lamento mudo, mientras el árbol, en un último esfuerzo, arrojó a sus pies el único regalo que podía hacerle. Era la manzana más roja, más brillante, más perfecta, que nunca se había visto. No había ninguna tacha en ella, ningún bulto en su carne, ni siquiera un ligero desvío en su tallo. Tenía la redondez de un planeta, el brillo de mil estrellas en el dibujo de su piel, el aroma de un néctar imposible. El hortelano recogió con mucho cuidado aquella fruta preciosa, la contempló durante unos segundos y volvió su mirada hacia el árbol, en el que descubrió algo parecido a un rostro cansado. Entonces recordó sus desidias, su egoísmo, su error al suponer que siempre estaría ahí para él. Creyó oír una exhalación saliendo de aquel hueco donde había guardado sus tesoros y comprendió que el árbol le estaba abandonando.


 Y colorín colorado... el final tienes que ponerlo tú.

lunes, 4 de noviembre de 2013

El Oscuro ©


Ya estaba de nuevo ahí, a los pies de la cama, esperando a que mis ojos estuvieran completamente abiertos y mi cuerpo absolutamente inmóvil, para deslizar una de sus manos animales sobre la colcha. Palpó mi pierna, dejando en mi piel el rastro repugnante de su tacto. Estaba envuelto en negro, una especie de gran jirón de oscuridad con forma de túnica, que aún sombreaba mucho más el rostro que nunca había podido ver.

"Sigue con lo tuyo". Fue lo que me dijo justo en mi oído. Él tenía la capacidad de estar lejos y hablarme cerca. Y lo mío era permanecer quieta en la cama, con el cuerpo de piedra, y los ojos muy abiertos observando mi habitación, sus sombras conocidas, los rojos reflejos del despertador de la mesilla, los números parpadeantes que señalaban que eran las 03:33.

De esa manera inmediata que sólo él conocía y que yo cada noche esperaba, se colocó sobre mi rostro, tan cerca que podía oler su aliento a nada, a la nada más absoluta. Era un rostro de vacío y oscuridad que me aterrorizaba hasta temer que mi corazón no pudiese soportarlo; para entonces era ya un tambor martilleando en la garganta. Lo natural sería gritar, pero a mi cuerpo sólo le estaba permitido, en medio de esa inmensa parálisis, emitir una especie de gruñidos que no podían despertar a mi compañero de lecho.

Sin embargo, escuchaba su respiración pausada, notaba el peso de su mano en mi brazo, e intentando ignorar a mi visitante, concentré toda mi energía en moverme para despertarlo y que él me sacase de aquella montaña rusa de terror. "Sabes que no puedes", fue lo que el oscuro me susurró al oído, con una voz femenina y chirriante esta vez, como una bruja de cuento, pero real.

Su garra se posó sobre mi pecho y comenzó a presionarlo. Nada era más repugnante que sentir que me tocaba, nada más pavoroso que saber que estaba a merced de sus antojos, sin poder hacer nada. "Cuando sufras ese trastorno del sueño, concéntrate en controlar la respiración, y volverás a quedarte dormida". Lo conseguí. Mis ojos se cerraron a la voluntad del sueño, haciendo desaparecer al imaginario oscuro.

03:42 era el nuevo parpadeo del reloj cuando me desperté. Estaba exhausta por el miedo y decidí levantarme a beber agua, a bañarme con la luz blanca y purificadora de la cocina. A oscuras atravesé la habitación y salí al pasillo. Al fondo, frente a mí, el negro hueco de la puerta del salón me esperaba, pero había algo extraño. El hueco estaba lleno de una figura que pareció volverse hacia mí. Apenas podía ver nada, pero cada poro de mi piel presintió que a gran velocidad aquello venía en mi dirección, sin que pudiera evitarlo. Justo antes de atravesarme o golpearme, un reflejo de la calle me mostró aquel rostro, el del oscuro, y supe entonces que siempre habitó fuera de mis sueños. ©

jueves, 24 de octubre de 2013

El hechizo de Alma ©


Érase una vez un hombre hechizado. No sabía ni cómo, ni dónde, ni cuándo, ni quién lo había hecho, pero sus pies estaban hechizados. A veces sentía que se arrastraban y muy a menudo desaparecían.

Se deslizaban por la tarima de su casa, lentamente, siempre en las misma direcciones, con iguales destinos y dejando el rastro de la desgana que ya no se molestaba en limpiar.

Otras veces simplemente no estaban. Cuando al fin decidía abrir la puerta de casa, temía mirar hacia el suelo porque siempre tenía el mismo resultado: sus pies hechizados habían desaparecido. Sólo volvía a verlos cuando les contaba que tenía que ir a trabajar.

Ese día al abrir el buzón, algo había cambiado. Entre la publicidad de maravillosas clínicas dentales que prácticamente te hacían el favor de existir, sofás que nunca se acababan de liquidar y entretenidas y asombrosas cartas del banco, había un folleto que le llamó la atención.  Cuando lo leyó atentamente, descubrió que no era publicidad cualquiera, porque aquel papel incluso olía. Era un olor dulce y familiar que no sabía identificar, pero que le hacía sentir bien. Sin embargo, lo más increíble era lo que el papel parecía decirle. Sí, a él en particular.

"Yo sé quién te hechizó"

Sólo por la voluntad, Alma te dirá quién fue

Calle de la Ambrosía Nectarina s/n

Guardó en su cartera, intrigado, aquel papel blanco y siguió con su penoso peso al caminar hasta su casa. Allí se arrastró a la nevera, a la ducha, al sofá, y a la cama, donde disfrutó falsamente de su inmovilidad.

Al día siguiente no tenía que trabajar, y después de moverse al ritmo de un caracol a deglutir el desayuno, sacó de nuevo el papel que muy bien no le había dejado dormir. En un rato tenía que hacer la compra en un centro comercial, uno de esos pocos paseos que sus pies le obsequiaban. Quizá, sólo quizá, pudiera engañarlos...

Una hora después estaba ante una puerta de cristal de un negocio. Un pequeño local donde sólo había un minúsculo rótulo donde podía leerse: "Alma". Empujó la puerta y decenas de campanillas en múltiples dulces tonos anunciaron su presencia.  Dentro sólo había un sillón orejero de color dorado, un escabel plateado y cientos de libros antiguos perfectamente colocados en una estantería de estilo art déco. En las paredes, fotos de atardeceres, de océanos infinitos y lunas adornadas de árboles, hacían el lugar más acogedor a los ojos del visitante. Sentada en el sillón, una mujer que sólo tenía de significativo el nombre, le hizo el gesto de que se acercara, retiró los pies del escabel, y le invitó a sentarse en él.

Antes de que el hombre pronunciara una sola palabra, aquella mujer le posó levemente la yema de su índice sobre los labios, le sonrió y comenzó a hablar:

-Tú.

-¿Cómo que yo?

-Tú te has hechizado, eres tú quién hace desaparecer tus pies, quien hace que se arrastren sólo cuando lo necesitan. ¿Sabes por qué? Porque realmente no hay ningún sitio donde quieras ir.

-Sí sé dónde quiero ir. Quiero ir a la cueva de la Luna, a reírme de los monos, a asombrarme entre ruinas... a mil sitios.  Pero no sé cómo hacerlo sin pies.

-En eso no puedo ayudarte, yo sólo dije que sabía quién te había hechizado. La consulta ha terminado. Debes pagarme.

Él, fastidiado y sintiéndose engañado, echó mano a su bolsillo, y cuando no había completado el ademán de sacar la cartera, ella le dijo:

-¿No recuerdas cuál era el pago?

-Sí, la voluntad.

-Entonces, ¿para qué sacas la cartera?

-No sé a qué te refieres -dijo él, encogiéndose de hombros, confundido.

Entonces ella se levantó, acarició su frente y sus dedos se pusieron muy brillantes.

-Esto es tu voluntad, la que no usas, la que movería tus pies y te haría dueño de ellos. Pero no funciona. Puedes quedártela, no la quiero para nada.

Y volvió a acariciar su frente.

El hombre salió de allí confundido, como cuando se sale de un sueño que no se entiende. Se volvió para mirar de nuevo aquella tienda increíble, y más increíble fue que detrás de él sólo había un muro de ladrillo. Ni puertas, ni pequeños rótulos. Nada.

Sin dejar de pensar en lo que había ocurrido, se montó en su coche y empezó a conducir, preguntándose en voz alta si estaba dormido o despierto. Volvía una y otra vez a repasar la conversación, y entonces pensó que si todo era un sueño, nunca habría visto ese folleto. Detuvo el coche, sacó la cartera, y allí estaba el papel, tal y como lo guardó. Abrió la ventanilla, aspiró profundamente el aire fresco que entraba, y entonces se dio cuenta de dónde estaba. Un viejo cartel de madera le anunciaba que estaba frente a la entrada de la Cueva de la Luna, y justo ante la gruta mágica, nada brillaba más que aquella conocida sonrisa. ©

domingo, 20 de octubre de 2013

Un cuento azombrozo ©


Érase una vez un hombre que no era ni viejo ni joven, ni feliz ni desgraciado, que ni sonreía ni lloraba, que ni  cantaba ni bailaba, pero que no paraba.

Conocía las mejores melodías, leído los mejores libros, visitado los más bellos países, amado las más hermosas mujeres y disfrutado de las mejores viandas. Pero estaba angustiado porque algo le faltaba, tenía una necesidad infinita y ansiosa de algo que desconocía, como si fuera un  apetito a deshora.

Un buen día abandonó sus cómodos hábitos diarios, cogió su mochila y se marchó andando a quién sabe dónde buscando quién sabe qué. Esta vez no deparó en los lugares que recorría, ni siquiera eternizaba en su cámara los maravillosos paisajes. Era ajeno a todo lo que le rodeaba, sólo estaba seguro de que algún día encontraría dónde hallar la solución a su desazón.

Cuando ya estaba a punto de perder la esperanza, un simple trozo de madera clavado en una zanja, al lado del camino y entre zarzas le llamó la atención. En la madera sólo podía leerse Z, y apenas visible, una flecha que apuntaba a un sendero. Decidió seguirlo.

Tras caminar un buen rato, traspasó un túnel pequeño y húmedo, preocupado y nervioso, pensando que quizá su corazonada acabaría haciéndole daño. Pero cuando salió de aquél túnel, encontró un espectáculo asombroso. Justo en la salida, una niña presidía y organizaba orgullosa un pequeño puesto , donde podía verse un grandísimo bol, unos pequeños vasos y un cazo. La niña al verlo, presurosa llenó un vasito y se lo ofreció.

-Gracias, ¿qué es?

-Zarzaparrilla, señor.

-¿Cuánto te debo?

-Nada, señor. Es la recompensa por llegar hasta aquí. Sólo vienen los que buscan algo.

El hombre, asombrado, bebió despacio aquel delicioso zumo, mirando interrogante a aquella niña de hermosas trenzas, que se limitó a sonreírle y señalar con su dedo en una dirección.

Continuó entre casas, y pequeños negocios donde podían leerse carteles como "Zarcillos", "Zapatería", "Zuecos"... Hasta que un hombre le sacó de su sorpresa:

-Por favor, ¡así noooo!

-¿Disculpe?

-Señor, aquí sólo se anda en zig zag, no sea usted zote...

-Oh, perdone. ¿Podría hacerme un favor?

-Por supuesto.

-Necesito ver a la persona más sabia de esta ciudad.

-Ya sé, usted busca algo. Le angustia la zozobra, lo noto. Y no es usted tan zafio, ha llegado hasta aquí. Déjeme que coja mi zurrón, y zumbando le acompaño. ¿Quiere zampar algo por el camino? Llevo unos riquísimos zarajos. Ah, y zanahorias.

Del asombro, pasó a la sonrisa. Era imposible lo que estaba pasándole. Pero siguió divertido a aquel hombrecillo que sin z no sería nadie.

-Tenemos que atravesar el zoo.

-¡Por supuesto, cómo no!

Una mujer que por supuesto llevaba trenzas, a su paso gritó:

-¡Zarrapastroso!

-¡Zalamera!- Fue la contestación del hombrecillo.

Entraron al zoo, donde los zorros jugaban a darse zarpazos y zancudas, zopilotes y zarigüeyas, no paraban de zambullirse divertidos en sus charcas. A grandes zancadas atravesaron los paseos que llevaban hasta una glorieta donde una orquesta de zampoñas y zambombas amenizaba a zagales y zangolotinos, que corrían zancadilleándose los unos a los otros.

Un grupo de guapas muchachas zurcía un enorme mantel. Abrió mucho los ojos, no lo podía creer. ¡Todas eran zurdas! "Si veo un zulú, me desmayo, seguro" -pensó divertido-.

Llegaron hasta un bello edificio, traspasaron el zaguán (a estas alturas cualquiera traspasaba un umbral) y subieron unas hermosas escaleras... de zinc.

-¿Aquí vive el rey?

-No sea usted zopenco. ¿Cómo vamos a tener rey? Aquí tenemos Zar, zoquete.

Ante ellos apareció de repente un hombre zambo, vestido con una preciosa zamarra. El hombrecillo fue a abrir su boca llena aún de zarajos, pero aquel hombre se adelantó:

- Pero mira que eres zampabollos, Zenón. Deja que me presente yo solo. Bienvenido, soy el Zar Zaratustra, orgulloso soldado zapador en mis tiempos mozos. Y no me quedaba a la zaga, me apuntaba a lo que fuera, hasta al zafarrancho de limpieza. ¿Qué le trae hasta nuestro humilde lugar?

-Tengo todo lo que puedo desear, he disfrutado de todos los lujos a mi alcance, pero algo me falta, y eso he salido a buscar. ¿Puede usted ayudarme a encontrarlo?

-No querido amigo, me es imposible ayudarle ya.

-¿Por qué? -preguntó desolado.

-Porque ya lo ha encontrado, querido. Está en su rostro, en su gesto, en sus ojos. Ya es suyo de nuevo. Llegó aquí zaherido, zaíno, y mírese ahora... Ha recuperado aquello que tuvo de niño y que hace tantos años perdió. De nuevo es capaz de asombrarse.

Nuestro hombre se sonrió, asombrado de nuevo al descubrir que ese rato en aquella ciudad había sido lo más gratificante que recordaba en mucho tiempo. Miró al Zar, le agradeció hasta la saciedad su ayuda, y se volvió hacia las escaleras de Zinc.

-¡Eh, que se va sin pagar!

Avergonzado, de nuevo se puso frente a Zaratustra, agachó la cabeza pesaroso  y advirtió que sacaba de su zamarra un pequeño bastón de mando de zafiro. Lo posó sobre su cabello y dijo:

-Por Zeus, a partir de ahora te llamarás Zacarías, y con ese nombre  honrarás a nuestro país donde quiera que vayas.

Zacarías volvió al túnel, al sendero, a la carretera. Miró a su alrededor y vio que todo era distinto, tenía otra luz, otro brillo, otros colores. Se dio cuenta de que hasta ahora sólo había visto, pero nunca había mirado.
Y seguía sin saber si estaba cerca de Zamora o de Zaragoza. ©
 

Camino a ninguna parte ©

Érase una vez un camino que no llegaba a ninguna parte. Eso le ponía muy triste, porque corrió tanto el rumor que las malas hierbas se iban apoderando de su recorrido. Pero el camino era terco, y formaba remolinos de viento que arrancaban las plantas no deseadas para mantenerse despejado por si alguien, algún día, decidía recorrerlo. Hasta las mujeres de la Liga Anticolesterol y Por Un Cotilleo Deportivo, le menospreciaban, y eso sí que dolía.

Manuel no le encontraba sentido a la vida. Sus sueños se habían transformado en responsabilidades, y su día era sólo un pasar el tiempo con lo que fuese cayendo. Aquel día, frío telonero del invierno, salió de su casa sólo para disfrutar de la sensación de respirar. Llegó hasta una encrucijada y reconoció el camino que no llevaba a ninguna parte. Pensó que, al fin y al cabo, su vida tampoco, y decidió seguirlo.

El camino se aguantó las ganas de aplaudir, sobre todo porque no sabía con qué hacerlo, y siguió curioso el paseo del caminante. Manuel advirtió que era un camino como todos, lindado de cardos, amapoles secos y malas hierbas que le saludaban a su paso en la dirección que el viento les dictaba. De repente se paró en seco. El paseo había terminado porque ante él se abría un barranco profundo que cortaba abruptamente el camino. Detrás de él oyó un suave tap tap. Descubrió que un pato llegaba hasta él, se colocaba a su altura, miraba hacia abajo, y luego volvía la cabeza hacia él, con una especie de interrogación en la mirada. Andaba preguntándose cómo un pato podía tener una mirada inquisitiva, cuando para agrandar su asombro, el pato le habló:

-¿Por qué no sigues?
-¿Es que no has visto que no se puede cruzar?
-¿Cruzar el qué?
-El barranco
-¿Qué barranco?
-El que tienes ante tus patas, pato. -Dijo Manuel un tanto fastidiado porque para un pato hablador que se encontraba, parecía bastante cretino.
-Ainsss, humanos... Tenéis lo mismo de altos que de tontos -Contestó el pato mientras aleteaba para ponerse a la altura de la cabeza del caminante- Venga, agáchate un poco.

Y como esto es un cuento, Manuel se agachó obedeciendo al pato parlante. Arqueó las cejas y abrió mucho los ojos cuando descubrió que, según bajaba la mirada, lo que había considerado un abismo infranqueable, se iba convirtiendo en un charco astuto, que con los reflejos de plantas y piedras, se había disfrazado hábilmente de barranco. Miró al pato, le sonrió, para acabar con una sonora carcajada, mientras sus pies atravesaban el charco  que apenas mojaba sus suelas. El pato le guiñó un ojo y se quedó saltando en el agua.

Continuó un rato riendo y caminando, sin darse cuenta de que ya no tenía que hacer esfuerzos para respirar hondo. Se estaba empezando a encontrar bien, cuando le pareció oír dos voces agudas y nasales que discutían en algún lugar entre los hierbajos. No tenía prisa, al fin y al cabo no iba a ninguna parte, así que acercó a escuchar.

-Tú ya eras tonto cinco camadas antes de nacer. -Oyó decir a un conejo, que parecía apuntar con una de sus orejas al hombro del conejo que tenía enfrente.
-No me no me... que te que te... La madriguera es mía porque soy el mayor y punto.
-La madriguera era de padre y no dijo nada de mayor porque entre otras cosas, no tenía ni idea de quién era el mayor de los 10.
-Padre no, pero madre sí, así que le dijo a padre quién era el mayor, que soy yo, y la madriguera es mía.
-Mira que madre nos tenía dicho que nunca mordisqueáramos las setas... pues tú te has puesto morado... Que la madriguera es mía porque fui el último en irse y no hay más que hablar.
-Claro, porque como eras el pequeño, para qué te ibas a emancipar como todos, so parásito.
-¿Parásito yo? Te voy a pegar un orejazo que vas a pillar más velocidad que la liebre Jacinta.

Cuando la pelea ya parecía inminente, Manuel decidió intervenir.

-¡Eh, chicos, chicos! Que sois hermanos, no os peleéis. Seguro que hay una solución.
-Mira el rey Salomón... ¿Qué solución? ¿Partirla por la mitad? -Dijo el conejo mayor con voz de burla.
-Pues es buena idea. ¿Cuántos erais de familia?
-58 sin contar con la tía Indalecia, que era muy independiente y tenía un loft al final de la madriguera.
-Pues repartid las habitaciones y dejáis el loft como sala de estar común. Debe ser un sitio maravilloso para que dos hermanos discutan en la intimidad.
-Pues es verdad así seguiríamos juntos.
-Pero yo me pido la habitación de padre, que para eso soy el mayor.
-¿Ya estamos otra vez con la tontería?

Manuel, divertido, y sabiendo que al final no habría orejazos por medio, se alejó de aquellas voces que seguirían otro rato discutiendo por cualquier cosa, y continuó su camino hacia ninguna parte. Ya no se contentaba con mirar sus pies levantando polvo, ahora disfrutaba de las vistas a uno y otro lado de la senda, observando todo lo que el campo le regalaba: los colores del cielo, las formas de los árboles, los aromas de las plantas, las caricias del suave viento... Y el camino a veces hacía bailar algún remolino de polvo, de puro contento. Siguió caminando hasta que se detuvo porque a sus oídos había llegado lo que le pareció un lloro, o un lamento. Incrédulo, vio entre las hierbas a un armadillo que torpemente se sonaba la nariz con una hoja seca. ¿Habrá algo más conmovedor que un armadillo llorando? No tuvo más remedio que preguntarle qué le pasaba.

-Un fallo genético, que me tiene fastidiado de nacimiento.

Esto ya era el colmo, un armadillo hablando de errores del ADN. Como para quedarse con la duda.

-¿Cuál es ese fallo?

El armadillo se puso de pie sobre sus pequeñas patas traseras y su cola, y trastabillando le señaló un punto en su pecho donde no había piel rugosa, ni pelo, ni siquiera algo que pareciera una piel resistente. Era un pedazo de piel prácticamente transparente, a través de la cual podía verse el corazón palpitante del animalito.

-¿Lo ves? No está cubierto ni protegido como debería, y  por eso todo me toca el corazón. Todo me duele, todo me alcanza... -gimió el pobre armadillo.
-Eso sí que es un problema, y le veo difícil solución.

Entonces los gemidos se transformaron en un gran e inconsolable sollozo. Manuel consideró varias formas de ayudarle, y no se le ocurrió otra cosa que acariciarle el corazón mientras pensaba y pensaba. Eso pareció acallar el profundo lamento del animal, y entonces tuvo una idea. A su derecha, tras una hilera de rocas,  se extendía una enorme pradera de hierba de apariencia suave y mullida. Sin pedirle permiso, lo alzó en brazos, recorrió la distancia que les separaba de la pradera, y allí lo depositó.

-Armadillo, cuando algo no tiene solución, la solución es buscar el menor daño posible. Aquí no hay piedras como en el camino, ni polvo, ni cardos, ni espigas hirientes. No podrás ir por todas partes, ni explorar nuevos lugares, pero aquí tu corazón no sufrirá daño alguno, y la pradera es mil millones de veces más grande que tú, así que tardarás tres vidas en recorrerla entera.

En la sonrisa del armadillo estaban las gracias más sinceras que jamás oiría a nadie pronunciar. Le dedicó otra sonrisa de despedida y volvió al camino a ninguna parte. No sabía el tiempo que llevaba andando, y además, tampoco le importaba. Después de un rato, llegó a una encrucijada que le resultaba familiar. Era el principio del camino. En el polvo aún podían verse las huellas que dejaron sus zapatillas cuando lo empezó en dirección contraria. Parado en aquel cruce de caminos, Manuel pensó que en realidad, como en la vida, no importaba el destino, sino todo lo hermoso o sorprendente que ocurre mientras paseas por ella. Volvió cada día, y cada vez lo hacía acompañado por alguien distinto. Incluso de vez en cuando, se cruzaba con otras personas.

El camino era feliz, aunque nunca llevó a ninguna parte. ©












jueves, 17 de octubre de 2013

El más bello color ©

Erase una vez un pintor, o mejor dicho, el pintor. A su taller llegaban desde todas partes para pedirle que pintara desde reyes a  mendigos, desde magníficos corceles hasta bucólicas ovejas. Era el mejor, su paleta estaba llena de los más increíbles colores: un morado imposible, un bermellón absoluto, o un ocre de suavidad de melocotón. Eos era su musa, la diosa del amanecer, porque desde el primer rayo de sol sus pinceles cobraban vida propia gracias a su luz, y comenzaban una danza pagana de brillos, sombras, claroscuros y formas. Eos sólo se colocaba a su lado a observar el baile de aquellos pelos pigmentados sobre los lienzos y se limitaba a sonreír por el resultado, sin poner un pero, sin encontrar un mal trazo, una línea equivocada.

Pero el pintor nunca se había atrevido a dibujar una mujer. Y es que nunca se había enamorado, jamás una figura o un rostro femenino le habían inspirado y tenía miedo de fracasar. Hasta que un día, esperando a Eos despierto desde hacía horas, decidió que era el momento.

De su mente fueron naciendo todos los detalles que había ido viendo en caras femeninas, la nariz perfecta, unos labios carnosos y suaves, el mentón redondeado y delicioso, el cabello digno de una ninfa y los más bellos colores de su paleta en cada pincelada. Dejó para el final los ojos, que deberían ser capaces de arrancar suspiros y prometer paraísos. Tenían que ser perfectos, el perfecto resumen del alma de una mujer.

Después de muchas horas, Eos bostezó, y cuando ya había caído en un sueño pertinaz, el pintor aún no había acabado el retrato de la desconocida. Una y otra vez probaba colores en las pupilas de su modelo imaginario, y ninguno le convencía. Ámbar, violeta, gris, azul, avellana, castaño, verde, cada uno con todas su variedades y tonalidades, todos los borraba una y otra vez.

Cuando Eos llegó al taller como todos los amaneceres, lo encontró desolado y con la mirada perdida.
-Eos, eres la diosa que pone colores a las cosas en toda la tierra, muéstrame el color más bello del mundo, te lo suplico.
-Eso que me pides es imposible para un mortal, sólo está reservado a la mirada de los dioses porque tú no podrías soportarlo.

El pintor tanto imploró que la musa se conmovió de su pena, y en pago a toda la belleza que había ido dejando por la tierra, intercedió por él ante los demás dioses, que, impresionados por sus obras, consintieron en mostrarle el más bello color del mundo.

Eos le acompañó en su viaje, en silencio, meditando si el final del trayecto no acabaría marchitando las dotes de su pintor. Al fin llegaron a un lugar agreste, un paraje donde la palabra muerte era lo primero que acudía a la vista y a la imaginación. En medio de aquella nada, se elevaba un pequeño montículo con una entrada oscura y tenebrosa. Entre rocas angostas, se abrieron paso a través de una cueva fría y escurridiza como piel de reptil, hasta llegar a una cámara alta y abovedada, en cuyo centro se hallaba una urna negra sin ningún tipo de ornamento. A su lado, sedente, una estatua que amenazaba una ferocidad infinita,  observaba con gesto adusto a los dos viajeros. Cruzó su mirada con la de Eos, ella asintió, y la estatua volvió a parecer tan inerte como antes.

Se acercó temeroso y solemne a la urna, tan despacio como sus nervios lo permitían, levantó la tapa y asomó su curiosidad al interior. Aquello no tenía forma, era sólo una especie de masa cambiante de un color tan bello, que los ojos y la boca del pintor parecieron duplicarse de tamaño ante tal asombro para sus pupilas. Era tan hermoso que tuvo envidia de no ser la estatua y así poder contemplarlo durante el resto de la eternidad.

No recordaba el viaje de vuelta porque su cabeza sólo pensaba en mezclar y mezclar pigmentos y tintes para lograr el color más semejante. Durante días no comió, no durmió, sólo trabajaba en su paleta, maldiciendo porque en aquella urna, ni siquiera fue capaz de reconocer los colores primarios. Vivía en una vorágine de óleos, linazas y trementina, maldiciendo, llorando y a veces hasta gritando por no ser capaz de hacer mortal aquel color reservado a los dioses. Su musa, mientras tanto, le veía agotarse sumido en la impaciencia, y lamentaba el momento en que consintió permitirle el viaje. Hubiera preferido no volver a visitarlo más que verlo consumido y enfermo. Al décimo día de esa locura cromática, Eos y la mujer ciega del lienzo lo vieron desplomarse en el suelo, enajenado y moribundo.

Y entonces, ella entró. Era una dama de alta nobleza y espíritu noble, sensible a la belleza como ninguna otra, capaz de emocionarse sin remedio ante cualquier manifestación de arte. Lo encontró tirado en el suelo del taller, balbuceando palabras sin sentido, enloquecido por la sed de agua y de conocimiento. Inmediatamente buscó una jarra, se inclinó sobre él y poco a poco fue vertiendo líquido entre sus labios. Ese frescor le confortó tanto que acabó entreabriendo los ojos, para encontrarse con los de ella, con su sonrisa. Y entonces ocurrió. En las pupilas de aquella hermosa mujer reconoció el color prohibido, que no era otro que el del enamoramiento. Puso sus dedos manchados de pintura sobre la mejilla de ella e incrédulo sonrió.

Ahora Eos cada mañana, primero se deleita observando el retrato de aquella dama, y después, con la suavidad y el sigilo de un rayo de sol, se acerca a la alcoba para despertar al pintor y su modelo. ©




lunes, 30 de septiembre de 2013

Los pistachos ©

Tac tac tac tac. El cuchillo taconeaba preciso y contento sobre la tabla de madera. A ella le encantaba dividir su cuerpo de su cabeza y hacer que los dos funcionasen sin que uno molestase a otro. Las verduras eran guillotinadas rítmicamente metamorfoseándose en aromáticos pedazos y los recuerdos volaban en formación sobre su cabeza. Las manos inundadas de jugos y la cara de sonrisas. Uno de los recuerdos se convirtió en el ave guía, que le trajo a la memoria algo que nunca antes le había ocurrido hasta la noche anterior: le despertó su propia risa. El motivo tenía el mismo nombre que aparecía vistoso sobre las alas de sus recuerdos.
Se lavó las manos y las secó con las flores rojas que se permitió en el delantal, dada como era a lo sobrio. El cuerpo le giró la muñeca derecha, la mente leyó "las diez menos cuarto" y ambos volvieron a sus quehaceres.
Comprobó que el albariño estuviera a la temperatura perfecta y recordó el extraño calor en sus estómago la primera vez que se vieron, hacía ya casi un mes. Su mejor amiga y también vecina tenía el coche averiado en el parking del trabajo y fue a buscarla. El trabajaba en el mismo edificio que su amiga, se conocían de vista, y cuando llegó al parking lo encontró arreglando caballerosa e inútilmente la avería. 
Desde entonces se habían visto en varias ocasiones, su amiga se había preocupado de que así fuera. Siempre le decía que tenía que olvidar y volver a confiar, que no todos los hombres eran como aquel desgraciado. Este no lo era, sus caricias tímidas, sus besos tiernos y las confesiones en restaurantes y cafeterías así se lo aseguraban.
Sacó los ingredientes para el postre y no pudo evitar poner un poco de nata en la yema del dedo. Cuando llegó a su boca el tacto le recordó sus labios, tan suaves... 
Aun le faltaban cosas por hacer y las diez llegarían pronto. Un zumbido le avisó de un mensaje en su móvil: "Llegaré un poco más tarde, cosas del trabajo. Estoy deseando cenar y cenarte y no en ese orden".
Fingiéndose a sí misma escandalizada, se deleitó en la confección del postre. Las fresas eran dulces, rojas, perfectas. El baño de chocolate que había preparado era una delicia. Las serviría en tartaletas de chocolate blanco... "¿Y si además las rebozo con pistacho picado?"
En alguna parte había leído que eran afrodisíacos y le pareció una idea estupenda, así que se puso a buscarlos. Nada, todos los armarios abiertos de par en par y los pistachos sin aparecer. Las diez y veinte.
Al fin recordó que sí, que los había comprado cuando acompañó a Laura a la tienda, y que se habían quedado en las bolsas de su amiga. Ella no estaba en casa, le había contado que saldría a cenar con sus compañeras. Pensó en ponerle otro aderezo al plato, rebuscó por todas partes pero seguía pensando que la mejor idea era la de los pistachos y no todo estaba perdido.
A menudo pasaban una a casa de la otra a través de la terraza común. Nunca cerraban los ventanales, no era necesario, eran íntimas como hermanas. Así que salió a la terraza, y empujó suavemente el ventanal. Todo estaba oscuro y en silencio. Sus pies descalzos se guiaban en la oscuridad del apartamento, tan acostumbrados estaban al recorrido. Entró en la cocina y cuando ya había localizado una bolsa con el emblema del supermercado, donde seguro dentro estaban sus pistachos le pareció oír una voz masculina. Se quedó muy quieta. Su mente pensaba que alguien había entrado en la casa y su cuerpo deslizaba una mano en el cajón de los cuchillos.
Sí, era una voz de hombre, hablaba en susurros cada vez más cercanos. Todo el vello de su cuerpo se erizó de miedo, los dedos se contrajeron en una garra segura sobre el mango del cuchillo y despacio se desplazó hasta un hueco en la entrada de la cocina, donde podía ver el salón en sombras. Allí se agazapó a la espera, temblando y maldiciendo los pistachos. No quería ni respirar. Pudo ver cómo una sombra oscura sin forma definida entraba en el salón. Llevaba algo en la mano que no pudo identificar porque aquella sombra le daba la espalda. Evitaba los gemidos de miedo mordiéndose los labios, y entonces...
Del bolsillo de su delantal de flores salieron unos zumbidos que llegaron a los oídos de la sombra. El hombre se volvió rápido y echó a correr en dirección a ella. Ella gritó y su cuerpo, obediente y disciplinad,o se lanzó a defenderla apuñalando de forma torpe pero tenaz aquella sólida sombra amenazante.
Las luces se encendieron antes de bajar el telón. Sobre el suelo él, el de las caricias tímidas y los besos tiernos, estaba en el suelo, completamente desnudo, inmóvil, ensangrentado y aferrado al móvil. Su amiga, también desnuda, estaba en medio del salón, con las manos abiertas aferrando su rostro, como mirando sin querer ver, ahogando el grito del horror y la traición. ©

 

El guardián ©


 

La noche había sido perfecta. No, no es cierto, las vacaciones eran perfectas. Tampoco: su juventud era perfecta. Eran las 5 de la mañana, y cinco chicos la habían acompañado a casa envuelta en el aire de agosto, en el olor de verbena, en las maravillosas vistas de las Perseidas, y en el  sonido de su propia risa, provocadas por las bromas de sus amigos, que competían;:quién sería el más simpático, quién le haría reír más, a quién dirigiría su última sonrisa…

 

Cerró el portón no sabiendo quién ponía más resistencia, si ella porque acababa el día, si ellos porque se iban con la incertidumbre del puesto ganado en la competición, si el portón cansado de tantos días acabados durante tantísimos años.

 

 Atravesó el patio donde seguía arropada por los olores de los membrillos, los higos maduros, las rosas tardías, la hierbabuena y otras plantas indefinibles que su abuela había adoptado por el simple placer de su olor y su belleza. Cuando llegó a la puerta de la casa la sonrisa seguía inquebrantable, lo más apropiado a los 17 años.

 

 A oscuras y con la firmeza de la experiencia, pasó por el comedor, las habitaciones y el pasillo, sin tropezar, sin ser consciente de su sigilo, de su agilidad de gata. Rápidamente se aseó, porque, aunque  la sonrisa seguía, ahora la  amenazaba el cansancio. Entró en su dormitorio, sorteó la cama donde dormía su tía y se acostó. En esa gran cama de hierro forjado, sobre el colchón de lana tan mullido que parecía querer tragársela y las limpísimas y blanquísimas sábanas de algodón, orgullo de su abuela, poco a poco fue desgranando el día, saboreando, deleitando, paladeando y repasando, los pequeños e inmensos placeres de un día de vacaciones a los 17 años. Entretanto notaba cómo sus músculos se relajaban, sus miembros se acomodaban y su sonrisa se iba perdiendo en un gesto que era lo más parecido a la felicidad. En medio de un barullo de imágenes que anuncian que el sueño estaba cerca,... pudo oírlo perfectamente.

 

Hacía siete años que no lo oía, quizá durante siete años no recordó haberlo oído alguna vez, y sin embargo lo reconoció. No lo supo hasta esa noche, pero era capaz de reconocer ese silbido entre mil silbidos más, probablemente entre todos los silbidos del mundo. La mezcla de emociones fue atroz, jamás hubiera pensado que un terror como aquél, tan profundo, tan inmenso, pudiera estar rodeado de esa añoranza que casi rozaba el regocijo por haber vuelto a oírlo. Ni siquiera sabía si primero había aparecido la alegría, o el pavor, o ambos a la vez. Tampoco podía discernir si debía estar contenta o aterrorizada por haber vuelto a escuchar a su padre fallecido siete años antes. Es posible que lo peor fuese el significado del silbido, escuchado durante tantos años cinco días a la semana, once meses al año. Papá silbaba para decir: HE VUELTO A CASA.

 

Los  golpes fueron casi inmediatos, algo que sólo puede describirse como rabioso, airado, furioso, descargó varios golpes sobre su espalda. Las sensaciones se agolpaban, la sorpresa, el entumecimiento de sus omóplatos, el miedo, el miedo, el miedo... No reaccionó, en realidad su cerebro, sus músculos, sus nervios sólo dejaron paso al instinto, replegó sus piernas cubriendo el vientre, el estómago y parte de su pecho, el resto quedaba a salvo por los brazos cruzados por las muñecas, brazos que acababan en unos puños apretados, cerrados. Los golpes cesaron como empezaron, de repente, pero ella se mantuvo en postura fetal, inmóvil, casi sin respirar, sin siquiera abrir los ojos. Podía notar cómo la luz del amanecer la invitaba a mirar, le susurraba sobre su párpados que ya podía observar a su alrededor a plena luz para buscar al intruso, fuese lo que fuese, pero no se sintió capaz de hacerlo hasta que a las ocho en punto el despertador de su tía sonó y escuchó cómo se desperezaba en la cama. Tal había sido la tensión, que al relajarse su cuerpo se relajó su mente y durmió.

 

No lo contó, ni siquiera estuvo tentada de hacerlo porque antes tenía que encontrar sentido a todo. Si su padre realmente había vuelto , cosa imposible, ¿lo había hecho para aterrorizarla, para golpearla?. No era razonable, por tanto no era verdad. Sin embargo no paraba de buscar, de querer comprobar que había otra realidad que no tenía razón para existir, invisible a sus ojos, pero perfectamente sensible a otros sentidos. A partir de aquella noche, algunas veces sus sueños se mezclaban con  realidades porque sus ojos estaban abiertos y ella lo sabía. Desde su cama, y en la más absoluta inmovilidad, veía objetos flotando por delante de ella, objetos absurdos llenos de los colores, los relieves y las texturas de la realidad. Otras veces abría los ojos, para comprobar fascinada que sus dedos le decían que tocaba las sábanas pero su vista le ofrecía paisajes de terciopelo de mullidos sillones. Todas las vértebras de su columna vertebral le indicaban que estaba tumbada, pero en sus pupilas, a la luz de la suave bombilla que siempre estaba encendida durante la noche, se reflejaban sus piernas sentadas sobre aquellos sillones verdes. Y todo precedido por un sonoro; YA ESTOY EN CASA.

 
Pasaron los años, fue a la universidad, conoció al hombre de su vida, se casó... Todo muy normal, si no fuese porque acudió a reuniones de ouija, leyó montones de libros sobre parapsicología, practicó la escritura automática… Nada resolvió sus dudas, su afán de saber, sus miedos. Sólo en una ocasión, algo se atrevió a darle una pista.
 

Fue en una sesión de ouija. El espíritu invitado para la ocasión realizaba las piruetas paranormales que el momento exigía. Las carreras del vaso sobre la mesa, los afanes del transcriptor por no confundir las letras, los intentos de encontrar coherencia entre las contestaciones y las absurdas preguntas que entonces parecían propicias, y una larga lista de despropósitos por los que no tenía el menor interés. De repente, en su cerebro, sin la más mínima premeditación, surgió una pregunta para este impredecible ente anacrónico e inubicable: ¿es mi padre? Pero no habló. La pregunta que en realidad se escuchó físicamente en el tablero la pronunció una rubia tan superficial como la capa de su tinte: ¿Seré feliz con mi nuevo novio?  El transcriptor cazó una a una las letras de la respuesta y las anotó cuidadosamente. Ella tuvo que leerlo, a pesar de que su vista ya las había asimilado, unido en sílabas, reunido en palabras y ensamblado en frases; Sí, es tu padre, y quiere protegerte. Nada más. Pasaron años de nada más.

 

El bebé era precioso. Era una niña de grandes ojos, labios carnosos y rosados y una nariz que parecía haber sido puesta por si acaso tenía que respirar. Llevaba en casa poco más de una semana y había provocado el más absoluto y alegre de los caos. 52 Centímetros, cuatro kilos y ella sola había trastocado horarios, comidas, sueño, costumbres, ocios.

 

Como cada noche fue depositada en su cuco con la esperanza de que el hábito la domesticaría. No mucho, sólo un poquito, ¿quizá dormir tres horas seguidas? Su cansancio de bebé, o tal vez sus ganas de seguir creciendo y viviendo la condujeron a un sueño plácido como su rostro y ella vio la oportunidad para… ¿quizá dormir tres horas seguidas?

 

Habían pasado unos cuarenta minutos desde que se quedó dormida. Podía verlo en el reloj de su despertador, desde la inmovilidad de una nueva visión. Las visiones nocturnas, sus visiones nocturnas, habían desaparecido desde que se quedó embarazada, pero ella sabía que ya estaban ahí otra vez. La costumbre le había quitado parte de las sensaciones de miedo, angustia, sorpresa, pero esta vez volvían multiplicadas por un infinito número de veces, la enésima potencia del terror. A través de sus ojos que parecían muertos porque el resto de su rostro estaba inerme y petrificado, la monstruosidad que la había perseguido durante años empezó a vislumbrarse en medio de la semioscuridad. Ya la tenía cara a cara, y vio que era negra como la noche, enmarcada por los objetos familiares de la alcoba. Su rostro eran jirones de negro, jirones en su boca y en sus ojos, jirones entre sus dedos como garras, desgarros de abismo enmarcaban su mueca. Estaba sobre el cuco. No, realmente envolvía la camita de su hija, estaba por encima, alrededor, dentro. Parecía que se la estaba tragando,  rodeándola y haciéndola tan negra como su esencia. Notó como aquella oscuridad diabólica parecía elevarse llevándose consigo al bebé, a su bebé. Desde el grito que no se formaba en su garganta, lloraba de rabia, de dolor y de impotencia. Se la estaba llevando.

 

Cuando sintió que sólo quería morir, cuando su cerebro pensó que era la única salida para ponerse al mismo nivel de realidad que aquella cosa, lo oyó. Era aquel silbido largo, alegre y esperado, y entonces de alguna manera, la oscuridad, la negrura, empezó a disiparse, a difuminarse; le pareció que aquellas manchas infinitas, aquellos cuencos vacíos de negro que eran sus ojos mostraban un gesto de dolor. Y poco a poco desapareció. A través de la suave luz de la pequeña bombilla encendida, se aclaraba de nuevo la rosada y sedosa piel de su bebé. Por encima de su cuco, flotando en la nada, también creyó ver aquel rostro amable, feliz, el mismo que había visto durante años, cinco veces a la semana, once meses al año, cuando abría la puerta de la calle porque su papá… YA ESTABA EN CASA. ©

El trueque ©

Cantaba tan mal y su voz era tan aguda que decidió vivir en el mundo del susurro y la escucha. Aprendió a asimilar las palabras y los gestos de sus interlocutores como en una danza acompasada de intenciones ocultas y sentimientos secretos. Así conoció las almas de los hombres, las ansias y las necesidades de cada uno, y se complació en complacerlos. Algunos sólo querían ser escuchados, otros sólo comprendidos y otros alentados o descargados de preocupaciones. Todos los que la conocían buscaban sus susurros o sus silencios y solicitaban el regalo de su sonrisa.

Adoraba pasear por el campo, llenar su silencio de cada murmullo cercano. Pasaba largas horas en el brocal de un viejo pozo, donde el sol hacía brillar su pelo y las emociones  su sonrisa.
A ese brocal llegó la Envidia, la bruja aburrida de su vida y sus mezquindades, la que quería para sí la felicidad que otros no escondían.

Isabella no la vió llegar. Por supuesto sólo la oyó, y cuando sus ojos volaron hacia ella, ya estaba perdida. La bruja Envidia es el perfecto disfraz de las mil formas, la bruja que no ves bajo la capa que desees que te enseñe, aunque tú... no lo sabes.

La bruja Envidia la saludó y distraídamente comenzó a cantar con una voz tan dulce que hasta la naturaleza detuvo su rutina para escucharla. Los pájaros, el viento, el trajín de los animales todo quedó en silencio,  asombrados por tanta belleza.

La emoción de Isabella al oír aquella voz se asomó al borde de sus ojos y, mientras una lágrima defenestraba traidora, preguntó a la bruja Envidia cómo había hecho para conseguir que de su garganta brotasen sonidos tan dulces y melodiosos. La bruja le dijo que era muy fácil, sólo había que comprarla, y ella era una complaciente vendedora ambulante.
- Dígame el precio.
- Barato, querida, sólo tendrás que cambiarla por un poco de tu oído.
"¿Un poco de mi oído? ¿Quedarme un poco sorda? No es tanto, mi oído está muy desarrollado, y a cambio ya no tendré que seguir susurrando" Pensaba la pobre Isabella...
- Decídete, querida niña...
- Hecho, señora, venga la voz y tenga un poco de mi oído.

La bruja se alejó después del trueque, saboreando la efímera y placentera sensación de haber robado lo que ella nunca tendrá.

Isabella comenzó inmediatamente a cantar emocionada, fascinada,  y así llegó hasta el pueblo, donde todos se acercaban asombrados a escuchar aquella voz, aquel timbre que modulaba notas con una belleza que nunca nadie había escuchado. Isabella cantaba y volaba entre sonrisas, pero cuando terminó su canción, algo no funcionaba...

Sus vecinos, sus amigos, su familia, todo el mundo aplaudía y se afanaba en preguntarle donde había tenido escondida aquella maravillosa voz. Sin embargo, ella oía los aplausos, los pasos por la tierra, los roces de los vestidos... pero no sus voces. Ese era el "poco de oído" que había perdido.
A partir de ese día, poco a poco,  todos aquellos que tanto la querían dejaron de dirigirse a ella para contarle sus duelos, sus cuitas, sus trasiegos y amoríos. El amor y el consuelo que antes se le desbordaban a Isabella, ahora se le enquistaban en el corazón, porque no podía escuchar, porque no sabía a quién le hacía falta. Ya no tenía ganas de cantar y enmudeció anegada en tristeza...


En el brocal escribió entre lágrimas:
"Disfruta con lo que eres, olvida lo que no está en ti y serás feliz" ©

domingo, 29 de septiembre de 2013

Cuento en almíbar ©


Érase una vez el reino más dulce, donde se encontraba el pueblo más dulce en el que se hallaba la pastelería más dulce, donde trabajaba el pastelero más dulce. Hasta aquella pastelería de fachada con cristales de azúcar y madera de merengue tostado, acudían, embozados, hasta los reyes enemigos a darse un atracón de los mejores dulces del mundo.

El pastelero, era el último de una antigua estirpe de maestros del azúcar, que generación tras generación, seguían cumpliendo el secreto rito de bautizar a los varones primogénitos con sirope y ungirlos con miel para que heredasen los secretos milenarios de sus antepasados. Pero Miguel, que era el nombre de nuestro pastelero, había sido bendecido con una sola hija, y aunque era la alegría de sus suspiros, con ella el rito no había funcionado.

Un día, Miguel se encontraba en el obrador contemplando a su hija que iba y venía azorada intentando montar unas claras a punto de nieve y maldiciendo entre dientes no poder ayudar a su padre como ella quisiera, porque sus dulces siempre salían amargos. Miguel, invadido por la ternura, empezó a moldear en la masa que tenía entre manos una bella muñeca de galleta. La manga pastelera bordaba en su vestido orlas de  crema, cosía botones de nacarado caramelo y trenzaba cabellos de flan.  Cuando hubo acabado con la galleta, María, su hija, no pudo reprimir un gritito de asombro al comprobar cuánto se parecían ella y la galleta.

Miguel no decía nada, seguía afanado en su trabajo. Ahora quería regalarle compañía a la galleta, y decidió usar pan de ángel para el molde del conejito de chocolate que haría. Fue el más perfecto conejito de Pascua que había hecho nunca, y entre aplausos de su hija, sacó a los dos al expositor de su tienda, orgulloso de su trabajo.

María se había encaprichado de aquellas dulces maravillas, y como no quería que nadie las comprase, las puso en el más oscuro y apartado lugar de la tienda. A su paso, casi podía escuchar el asombro del resto de los bollos allí presentes, tal era el resultado.

Miguel descubrió la artimaña, pero no dijo nada. Al fin y al cabo había sido su hija quien inspirase aquellas delicias, y mirarlas le hacía sonreír. Y eso mismo descubrió. Que sus figuras sonreían cada día un poco más. Apartados de la vista de las gentes, la galleta y el conejito se miraban largas horas, su sonrisa cada vez era más amplia, hasta que un buen día, el conejito debió mirarla sólo de vez en cuando, porque si lo hacía mucho tiempo, notaba que el chocolate se comenzaba a derretir, y a ella parecían haberle pintado las mejillas con sirope de fresa.

María era testigo del dulce milagro, de cómo  se iban enamorando poco a poco, sin necesidad de tacto ni palabras, sólo estando juntos y contemplándose. Ella hablaba con ellos, les contaba cosas y chismorreos de otros dulces, y hasta le parecía adivinar que su sonrisa se volvía divertida.

Miguel, que también se dió cuenta, cada vez temió más que alguien se encaprichase de ellos, y los llevó al obrador, apartados de todos, para que allí disfrutasen de su amor. Pero la galleta palideció, y el chocolate del conejito dejó de lucir brillante, porque necesitaban del bullicio del pequeño mundo del expositor, así que allí volvieron.

Era el día de San Valentín, y nuestro pastelero había trabajado toda la noche, elaborando brazos de gitano con forma de corazón, tartas de fresa asaeteadas con flechas de chocolate, bizcochos con forma de Cupido atacante, y otras delicias para los enamorados del pueblo. Todas se vendieron, excepto el conejito y la galleta, que parecían quedarse allí para testimoniar el amor aunque no fuera San Valentín.

Los días pasaron, sin mayores acontecimientos entre los dulces y la familia pastelera, hasta que un fatídico día la campanilla de la puerta sonó anunciando la llegada de una madre y su hijo. Era un 29 de febrero.  Mientras la madre contaba al pastelero que su hijo no le comía bien, y que necesitaba el mejor de sus manjares para abrirle el apetito de la merienda, el díscolo niño repasaba a fondo las estanterías del expositor, escrutando sin hambre qué capricho inútil le pagaría su mamá.

Y se fijó en el conejito. Hizo todo lo que sabía para decir que quería esa figura de chocolate: gritó, lloró, aulló y pataleó al tiempo con tanta algarabía, que el pastelero, sin pensarlo, voló a envolver el conejo de Pascua para minimizar daños y acortar la estancia del desagradable visitante.

Cuando se giró desde la puerta después de despedir a su clientela, encontró un panorama desolador... las magdalenas lloraban, las ensaimadas se tiraban de sus cabellos de ángel, los borrachos cantaban "cuando un amigo se va" y los suizos, que hacían  guardia ante un colosal pastel de boda, chapurreaban expresiones que nadie entendía.

María corrió al oír semejante murmullo alborotado, su mirada curiosa, y su corazón sabedor de que algo había separado a los dulces amantes. Y en efecto, descubrió que la muñeca de galleta había cambiado su sonrisa por un gesto de pena inmensa, y que de sus ojos comenzaba a brotar algo oscuro...

Ella recogió sus lágrimas, que no eran otra cosa más que minúsculas gotas de delicioso chocolate, que parecían pequeñas trufas. Y así las bautizó, convirtiéndose en ese mismo momento en maestra pastelera como su padre.  Cada día las depositaba en una bandeja para la gente que, ansiosa por deleitarse con su sabor, hacía cola frente a la pastelería. Todos los días, excepto el 29 de febrero, que acabó casi desapareciendo del calendario, y sólo acude a él cada cuatro años. Ese día, no hay pasteles. Miguel cuelga un cartel en el vidrio de azúcar de la puerta donde puede leerse "Cerrado por tristeza". ©