miércoles, 29 de enero de 2014

El hado padrino

Érase una vez una niña que tenía un bicho bola en el corazón. No nació así, debió metérsele dentro ese día en que pasó algo tan terrible que su madre no pudo salir a por leche. Pocos días después perdió un trozo de su mundo, uno muy importante, y el suelo, hasta entonces tan firme y recto, se convirtió en un lugar inseguro y trastabillante. El bicho bola pensaba por su cuenta y decidió que no la permitiría despedirse de sus trozos de mundo que se fueran a marchar. La niña no sabía si la protegía o la hacía cobarde, pero no podía quitarse al bicho de encima.

Las cosas ocurrían en su casa como por detrás de una ventana muy alta a la que no podía asomarse. Era un zarandeo, un vaivén extraño que no le señalaba el camino. Pero un día, apareció su hado padrino, aunque más que hado era mago, porque hacía cosas con las imágenes. Unas las congelaba en diapositivas y otras las iba sacando poco a poco de dentro de los lienzos. A ella le encantaba esa magia. Pasaron muchas tardes en silencio, él haciendo sus trucos favoritos y ella leyendo algún libro elegido al azar en su librería. Cuánto lloró con Marcelino pan y vino...

Un día se fue con su padrino a un lugar encantado al que no le pegaba el nombre: el Rastro. Su padrino la sorprendió como nunca pudo haber imaginado. Le compró allí su primera caja de magia. Era de madera, con apliques metálicos, y dentro de ella estaban los colores de nombres imposibles, capaces de hechizar cualquier tela. Pinceles, trementina, dos lienzos y una ilusión que no podía contener.

Llenó aquellos cuadros de sus bienes más preciados: un oso de amarillo chillón sobre una pradera verde chirriante de verde y una india de fieltro marrón en pie (no de guerra) sobre una hierba algo más discreta que la pradera. Pero era muy niña para tener controladas las manchas de óleo, la trementina, el trapo, los pinceles, la paleta y demás accesorios, así que tuvo que resignarse a no seguir intentando trucos para no dar más que hacer.

El bicho bola apareció muchos años después, cuando supo que su mago padrino se iría pronto. El bicho se encogió y le prohibió, como siempre, despedirse de su trozo de mundo. No podía ni acercarse, así que hizo lo que sólo podía permitirse, aprender a ser maga como él, guardar su oso, su india, y seguir firmando igual que su mago padrino, tal y como llevaba haciendo toda la vida.