viernes, 13 de junio de 2014

El lobo feroz

Érase una vez un lobo feroz que lucía todo lo necesario para serlo: mirada de fuego, pelaje de noche, voz de aullido, boca de infierno y sigilo de serpiente. Se mantenía distante con el resto de la manada, en su roca aislada, desde donde podía vigilar los movimientos de lobos, ovejas y luna. Los demás aprendieron a vivir con él, intentando no enojarle, sin prestarle más atención de la debida pero orgullosos de estar protegidos por el lobo feroz.

Una noche, la luz de la luna llena se quebró en un ondular de piel sinuosa, un hocico se alzó hacia ella y le dedicó una bella canción de soledad y esperanza. Era una loba solitaria presentando sus respetos a la diosa blanca y a la manada.

Transcurrieron días de paz y rutina en el monte; algún día de caza, serenatas cantadas entre colmillos y el lobo feroz vigilando a la loba solitaria que había sido tácitamente aceptada por los demás.
Ella no cazaba, sólo ayudaba a los demás cuando tenían que salir a buscar su comida, y apenas devoraba lo necesario para vivir. Pasaba los días contemplando el monte, las noches siguiendo estrellas y los entretanto, vigilando al lobo feroz. Su porte, su aullido seco y profundo la hipnotizaban, le infundían respeto, pero había algo que la intrigaba: aquellos paseos nocturnos y solitarios. Una noche decidió seguirlo y, no sin cierto horror, descubrió cuál era su sangrienta afición.

El jefe de la manada rodeaba con paso firme pero juguetón a una pequeña oveja. Cuando ésta intentaba huir, el lobo sacaba la lengua y jadeaba en medio de una suerte de irónica sonrisa, lo que desconcertaba al animal, que incluso creía ver en su mirada un ánimo de confianza y juego. El lobo a veces la miraba, curioso y seductor, torciendo la cabeza hacia un lado y emitiendo dulces lloriqueos que desarmaban el instinto de huída de la pobre oveja.

La loba solitaria contemplaba atónita esta mezcla de caza y seducción, pero lo peor fue ver cómo al final todo ese juego se convertía en la maldad absoluta. El lobo aprovechaba la confianza de la oveja para, en un segundo, mostrarse como el monstruo que realmente era y lanzar entre su suave lana una dentellada por el sólo placer de verla herida, de verla sangrar, y poco le importaba si era mortal. El egoísmo del placer...

Ella volvió a la guarida cabizbaja, pensando en el mal que eso hacía a todos los lobos, porque el Hombre sólo perdonaba la matanza indiscriminada hablando con sus escopetas. Ahora entendía por qué siempre vagaban, por qué siempre parecían estar en una eterna huida.  Decidió que debía hacer algo por la manada y por ella.

La impaciencia le mataba. Al fin día de luna llena, pero esas nubes le habían procurado una noche oscura, negra como su boca, ciega. Pero él necesitaba salir, buscar su próxima víctima, demostrar su astucia, su capacidad de castigar sin pecado, de herir sin motivo, de sentirse poderoso. Bajó de su piedra blanca de luna, se deslizó jabonoso por las sombras del monte, sin un ruido, embriagándose  con su propia agilidad, la agudeza de sus sentidos, el fulgor de su mirada sin luz. Pronto vio su próxima presa, redonda y blanca; sería como morder a la diosa inalcanzable que hoy, vergonzosa de sus atrocidades,  se tapaba con velos de nube negra.

El inofensivo animal parecía danzar con la indecisión de huir o esperar, . El lobo se acercó poniendo su mejor cara, posando para ella, jugando con su innata cobardía. La oveja se quedó parada entre el instinto y la sorpresa, puesto que no esperaba ni la mirada divertida de su atacante, ni esa actitud de juego. Al fin, el lobo se abalanzó sobre ella, todo boca, todo dientes, y en sus rojas pupilas temblaban la ira y el ansia del placer inmediato. Pero algo inesperado ocurrió en su cuello, donde incrédulo notó una dentellada. Antes de caer al suelo, pudo ver que el vellón que había pretendido herir, se escurría dejando a la vista  un pelaje negro de noche, una mirada de fuego, una boca de infierno.

La loba solitaria, con el hocico manchado de rojo venganza, miraba con lástima al lobo feroz que ahora yacía en el suelo con una herida que poco importaba si era mortal.