jueves, 6 de noviembre de 2014

El tiempo perdido

Érase una vez un hombre que se alimentaba de tiempo y saciaba su sed con sueño. En cuanto despertaba, calculaba cuánto podía comer hasta que tuviese sed. Organizaba el día en mil agendas para asegurarse de que no perdía ni un minuto, que ni un segundo quedase en manos de una molicie que le robase su adorado y exquisito manjar. Tanto trasegaba, que acababa sediento de sueño, y en el mismo momento en que cerraba los ojos, se convertía en una piedra inerte que no soñaba, que no daba rienda suelta a las pesadillas y las fantasías que habitan detrás de los párpados cerrados.

Él no lo sabía, pero había sido víctima de un encantamiento. Era una hechicera temible, formidable, porque infundía sus encantamientos como quien envenena con paciencia: en pequeñas dosis que el pobre hombre no podía notar. 

Los días pasaban empachados de tiempo, cada vez con menos resquicios. Algunas veces se sorprendía, durante un corto espacio de tiempo sin hambre, leyendo, aprendiendo misterios o viendo sus películas favoritas. Hasta que la hechicera se daba cuenta y, de un respingo, le hacía deglutir minutos. 
En uno de esos intervalos de tiempo que no devoraba, leyó un libro que le pareció maravilloso, como el país que describía. Cuando de entre las páginas saltó a su mente un personaje, un conejo apresurado y preocupado por llegar tarde, le pareció reconocerlo como en una maraña de ensueño, como un recuerdo perdido, como una cara que ves por la calle y te suena de algo. 

Desde ese momento, la sensación le asaltaba de vez en cuando, dejaba de comerse el segundero y se preguntaba "y yo, ¿a dónde llego tarde?". Pero el hechizo era poderoso. 

Un día se acostó casi sin sed, pero aún así el sueño vino a reparar su cansancio. A la mañana siguiente, cuando despertó, algunas imágenes le bombardearon el cerebro, como extraños fuegos artificiales. En ellas, pudo ver una especie de hada borrosa que a veces cantaba, otras susurraba y, sobre todo, reía. Intentó apresurarse en estar listo para salir a trabajar, hambriento de consumir minutos. Sin embargo, cada vez que se daba prisa, aquellas imágenes ralentizaban su ritmo.

Así ocurrió durante todo el día. Lo peor es que ese sueño le quitaba el hambre, porque le distraía. Cerraba los ojos buscando ese rostro velado, intentando escuchar qué tarareaba, qué susurraba...

Bien entrada la noche volvió a casa. Creía estar volviéndose loco, porque hasta en el cielo desestrellado de humo y luz, como si de una pantalla gigante se tratase, los retazos del sueño se proyectaban. Y quería más de aquello, fuese lo que fuese.

Dejó las llaves, el móvil y el maletín sobre la mesa del salón. En ese instante oyó una risa que se parecía a la de su sueño. Receloso, fue buscando de dónde salía. Sus pasos le llevaron hasta una habitación llena de muñecos, trenes, naves espaciales, dinosaurios y coches rojos. Sobre la cama, con una sonrisa inmensa, el hada le sonreía. Saltó de la cama, fue corriendo hacia él y le abrazó con todas sus fuerzas mientras susurraba:

- ¡Hoy puedo verte antes de dormir! ¡Te quiero, papi!

Y entonces, el Hada del Tiempo Ganado rompió el encantamiento y así, el hombre dejó de comerse el tiempo que no era suyo, sino de la gente que le quería para compartirlo con él. 
Se cuenta que incluso volvió a cantar sus viejas canciones francesas. 

miércoles, 29 de octubre de 2014

La estrella que no era fugaz


Érase una vez un niño que se enamoró de algo inalcanzable: una estrella. Era muy pequeño cuando descubrió que siempre estaba en su ventana durante la noche, ahuyentando los monstruos que salían del armario, que hurgaban bajo su cama o que, descarados, asomaban al quicio de su puerta. Esa estrella iluminaba sus noches más negras, le miraba fijamente  y en sus destellos adivinaba una sonrisa.

También estuvo presente en su primer beso, titilando al compás de los grillos de verano, guiñándole un ojo cuando él, en medio del beso, abrió uno de los suyos, vergonzoso, para ver si miraba. Las noches que prometían lluvia, la echaba de menos, y la imaginaba en las ventanas de otros niños y, celoso, se dormía a regañadientes.

Tanto soñaba con ella, que tomó una firme determinación: ir a buscarla. Haría todo lo que pudiera para lograrlo. Decidió primero saber de ella y después encontrarla. Estudió con ahínco, casi con ansia, cada día, cada noche... La estrella parecía estar contenta por la decisión, porque con su luz, le ayudaba a estudiar entre las sábanas. Cada día la quería más. Le enseñaba sus notas, contaba sus inquietudes al aire, la paloma mensajera entre él y la estrella, también sus alegrías que iban creciendo con él. Su sueño también crecía, nunca mermó, ni siquiera cuando supo que el nombre de su estrella era Z5849YAlfa y comprendió que tendría que inventarse un mote cariñoso para ella.

El niño se hizo adulto al amparo de su brillo, y llegó a convertirse primero en astrofísico y después en astronauta. Ya estaba preparado para su búsqueda. El primer viaje fue decepcionante, apenas pudo acercarse a ella, apenas vio que su luz se hiciese más grande,  a medida que se alejaba de la Tierra. No le importó, nada acabaría con su sueño.

Sus misiones cada vez eran más lejanas, cada vez pasaba más tiempo fuera del planeta. En su camino descubrió grandes maravillas, nebulosas de nácar, planetas verdes, cunas de estrellas, caminos estelares, meteoritos habitados por duendes, estrellas rellenas de  polvo de hadas, astronautas errantes, una rosa solitaria en un minúsculo planeta...

Los años pasaban y la estrella seguía aún muy lejos. Sus misiones poblaban los sueños y la admiración de niños, de adultos, de soñadores compulsivos, de magos de a pie. De repente, un día, el ordenador de a bordo con su voz que sonaba a prodigio esperado, le informó.

-Próximo destino: Z5849Y alfa.

Se volvió hacia la inmensa cristalera frontal de la nave. El asombro y la emoción transformaron su rostro, y sus pupilas, al fin, se convirtieron en brillo de estrella. Prudentemente, y casi de forma reverente, se acercó todo lo que pudo. Tuvo con ella charlas de enamorados, a base de estudios e investigaciones, haciendo que le contara poco a poco todos sus secretos, descubriendo su sagrada esencia, su alma celeste.

Cuando llegó el momento de partir, no tuvo que despedirse. No era necesario, sólo se aproximó al cristal, besó su superficie tibia y le dio las gracias. Volvió hacia la tierra y aunque cada vez se alejaba más de Z5849Y alfa, en realidad no sintió que fuese así. Siempre estaría con él, como cuando ahuyentaba sus fantasmas o iluminaba sus sueños; al fin y al cabo, sólo tenía que buscarla en el cielo para enamorarse aún más de ella...  y de su propia vida.
 
 

miércoles, 8 de octubre de 2014

Magia


Érase una vez un lugar mágico, posiblemente el único lugar mágico que quedaba sobre la tierra. Era un hermoso castillo dividido en habitaciones pulcras y sencillas que se alquilaban a todo aquel que llegase hasta el umbral.

Llegar no era nada sencillo, nadie conocía el camino, nadie sabía dónde estaba y muchos ni siquiera sabían que lo estaban buscando. Si el castillo hacía su magia en alguien, inmediatamente olvidaba el lugar, la suave montaña que coronaba, el exótico país que lo albergaba y los sinuosos senderos que lo rodeaban.

Para poder llegar, había una serie de requisitos mínimos: había que ser curioso, bondadoso, sincero, amable, entregado, honrado... Y, sobre todo, no dejar nunca de buscar. El castillo tenía su propia alma, su propio cerebro, y una vez que estabas ante el umbral, él decidía qué clase de magia haría contigo, porque era capaz de hacer muchas. Hoy os contaré uno de esos trucos.

Hasta el zaguán llegó una mujer, con una pequeña maleta blanca, donde los libros apenas habían dejado sitio para sus efectos personales. Tampoco necesitaba tantos, podía maquillarse con poemas, peinarse con el viento sideral y perfumarse con el ozono de las tormentas. Eso sí, siempre haría sitio a sus zapatos favoritos, porque aún confiaba en encontrar el camino de baldosas amarillas.

La puerta se abrió y sin que nadie le dijese nada ya sabía cuál era su habitación. Observó que nada estaba fuera de su sitio, todo era un equilibrio puro, sólo lo necesario sin florituras ni excesos, excepto la ventana. Cada mañana, cada hora, cada rato o de un minuto a otro, las vistas desde su gran ventanal cambiaban. Un día era el mar el que acunaba su sueño, otro eran las acacias acicalando sus hojas con el viento, otro era el frío de las cumbres nevadas quien la despabilaba... y las noches estaban amparadas por la cruz del sur o la cruz del norte, o era la vía láctea la que llegaba hasta el espejo del tocador perdiéndose en su reflejo.

Desde esa ventana vio que llegaba otro viajero que parecía haber sido sorprendido, en mitad de su camino a alguna parte, por aquel monumental castillo. Solo portaba un pequeño maletín.  De alguna manera, ella acabó abriéndole la puerta antes de que él pudiese tocar el llamador. La magia es así.

Él también supo cuál era su habitación, y como no había tenido tiempo de hacer el equipaje, en medio de una pared apareció una estantería con sus libros favoritos. Ya estaba instalado.

Los días pasaron para ellos a una velocidad que aún no ha sido definida por físico alguno, porque allí dentro la física no puede intervenir, no se necesita. Cada mañana, de algún modo que no necesitaban saber, se encontraban compartiendo el desayuno, las conversaciones, el café, las ilusiones, los sueños, los croissants de mantequilla, el té, las risas y los paseos por el trozo de mundo que tocase en el jardín. Y así pasaron los días, o los meses, o los pársecs, o los eones, quién sabe.

Una noche el mayordomo principal les pasó por debajo de la puerta una invitación formal a la fiesta que se celebraría en el jardín:

"El castillo mágico tiene el placer de invitarles a la velada que se celebra esta misma noche en el jardín oeste. Les prometemos una grata contemplación de fuegos y estrellas con truco de magia para finalizar el programa. No es necesario ir de etiqueta, pero sería un detalle de elegancia por su parte el que la señorita llevase puestos sus zapatos especiales."

Se encontraron en el hall principal, se sonrieron aunque no sabían si era martes o jueves y salieron juntos por la puerta del jardín oeste. En cuanto ella puso los pies en el suave césped, un ligero resplandor amarillo empezó a surgir entre la hierba con cada paso que  daba. Divertidos, siguieron el camino hasta llegar a un claro entre árboles mágicos que aplaudían la llegada de cada asistente. En el suelo, suaves y acogedoras mantas hechas con crin de unicornio daban la bienvenida a quien quisiera ocuparlas. En una de ellas se tumbaron, y esperaron el espectáculo.

El cielo se inundó de colores de nebulosa, de cúmulo globular, de aurora boreal; las constelaciones se pusieron la cara de sus mitos, incluso Casiopea sonrió a los invitados, Saturno danzó con su anillo como un derviche, Andrómeda giró sobre sí misma varias veces y se expandió como fuegos artificiales para volver a su espiral después... Cuando todo terminó, hogueras con fuegos de todos los colores del arco iris se encendieron a la vez.

Ellos creían que todo había terminado con aquellas hogueras, apoteósis de magia magistral, y se miraron encantados de haber podido asistir a algo así. Entonces, descubrieron los increíbles brillos del arco iris en las pupilas del otro y pensaron que aún seguía el castillo haciendo de las suyas. Sus rostros se acercaron hipnotizados por la belleza de sus miradas hasta que al final sus labios se tocaron.  Cerraron los ojos, dejaron de ver el fuego, los planetas, el jardín oeste y se besaron.

Cuando el beso terminó, sorprendidos, volvieron a mirarse. Entonces ella notó algo entre los labios,  que él retiró con los dedos. Era una pequeña estrella de mar de plata. Se rieron incrédulos y volvieron a besarse. Esta vez fue él quien deslizó entre los labios un nenúfar de plata.

Y así, cuando llegaron al castillo para recoger sus pertenencias y marcharse, llevaban los bolsillos cargados de magia: un delfín, un pez japonés, un corazón, una llave antigua, una muñequita...

Olvidaron cómo habían llegado, olvidaron para qué habían ido, pero siempre recordaron que entre ellos alguien había puesto magia.

sábado, 6 de septiembre de 2014

Una mirada entre caras


Estaba entusiasmada desde el momento en que supe que haría ese viaje. No todo el mundo tiene la posibilidad de acercarse tanto a una leyenda como para convertirla en realidad, y yo lo iba a hacer. Fue mi primer misterio, mi primera mueca de asombro, incredulidad y miedo; esperaba cada noche a mi padre con su diario bajo el brazo para que me contara el siguiente capítulo que cada vez hacía más enrevesada esa temible historia. Ahora tenía la posibilidad de escribir mi propio capítulo final, porque no era necesario que nadie me contase nada; tenía mis ojos, mis manos y mis oídos para vivir una leyenda.

La impaciencia dejó paso a los nervios cuando al fin me encontré en el umbral de la puerta. Era una casa con una pequeña fachada, pintada de cal, de dos alturas, con una puerta que no tenía nada de singular, con una ventana a la izquierda que no tenía nada de particular. La puerta estaba abierta, pero la buena educación llevó a mis nudillos a golpear la madera de la puerta y pedir permiso para entrar. Una voz cascada desde el interior grito un ¡Pase! ahogado, y pasé.

Cuando mis ojos se hicieron a la oscuridad de la entrada, no paraban de revolotear de una esquina a otra, buscando la realidad de unas fotos de periódico antiguas. Allí estaba, ante mí, la leyenda tomaba cuerpo, se hacía real, existía a pesar del silencio que algunas veces maldice los misterios sin resolver.

Giré la cabeza a la izquierda, donde se veía una pequeña puerta pintada en ocre oscuro, o quizá fuese gris. Tanto daba, eran los colores que mi propia abuela elegía para sus puertas, sus sillas, sus ventanas. Estaba acristalada en cuarterones translúcidos, y sobre ellos había una hoja de papel escrita a mano, que era una especie de escritura de propiedad de una sociedad de investigación. Se resumía a algo así como “está usted pisando mis fueros”. La puerta estaba abierta y tras ella, a la derecha, se podía ver la mitad de una mujer mayor, sentada en un sillón orejero, de cabello gris, ojos de color inquisitivo, mirada gris de pesadumbre. Me estaba mirando con cien preguntas, mil dudas y un millón de desconfianzas. Su mirada cambió cuando reconoció a mis acompañantes y sonrió, llamándoles por su nombre. Pero yo no podía ya despegarme de esa mirada. En ese mismo instante descubrí que el misterio no estaba en la casa, sino en ella. Incluso olvidé los enigmas de la entrada y pasé a aquella pequeña habitación sin dejar de mirarla.

“¿Has visto eso?” me preguntó uno de mis acompañantes. Sólo entonces desperté del laberinto de almas antiguas al que me habían arrastrado esos ojos. Los míos se abrieron lo impensable, tantas veces había visto lo que me rodeaba en fotos y videos que resultaba imposible que pudieran tocarse, que fueran reales. Y aquella anciana no paraba de mirarme…

“Mira aquí”, “mira esto”, “¿lo reconoces?”, “¿no te parece increíble?”… Expresiones, preguntas que me sacaron del estupor y me llevaron a recorrer la habitación con la mirada, a sentarme en cuclillas para estar a sólo pocos centímetros de una irrealidad que era completamente real. Inspeccioné cada centímetro sin olvidarme de la vieja señora que reía todo lo que sus bronquios ahogados le permitían, que contaba historias antiguas, dignas de periódico, pero que los periódicos dejaron de considerar dignas. Fue una larguísima conversación de varias horas, inolvidable, porque recuerdo cada expresión de su rostro, cada pensamiento cantado con aquellos ojos, cada palabra que pronunció. Pero esa conversación queda para mí, sólo  contaré lo que me contestó cuando le pregunté por qué dejaba que todo el mundo entrase en su casa:

-Porque tengo aún la esperanza de que algún día alguien entre por la puerta y me diga “Señora, yo sé que es esto y se lo voy a explicar”

Hubo más visitas, más conversaciones y más enigmática devino su mirada. Franca, aviesa, inteligente, inquieta, inquisitiva y sobre todo apasionada y sincera. Llegó a confiar en mí y me permitió fotografiarme a la derecha del misterio, que tenía nombre, como todos aquellos que la rodeaban en silencio, acostumbrados a su mirada y su sillón orejero.  Ni mil teóricos de salón me convencerán de conclusiones contrarias a las que saqué de allí, a las que saqué de ella. Han pasado muchos años desde que falleció, y lamento no haberla conocido antes de sus andares torpes, de su respirar jadeante, de sus canas. Se fue y el misterio se quedó pero espero que alguien al verla llegar le dijese:

-Señora, yo sé que es esto y se lo voy a explicar.

domingo, 17 de agosto de 2014

La vida breve


Érase una vez una breve mujercilla que cada vez regalaba más trozos de su vida, lo que la iba convirtiendo en más y más breve. Se anegó de responsabilidades que iba aceptando de buen grado hasta descubrir que ya no era responsable de sí misma.
 

El nombre de la mujercilla era Zoe, y siempre sospechó que había alguna contradicción entre ella y su nombre, pero ni siquiera tuvo tiempo de buscar en un diccionario. Allí habría encontrado que su nombre significaba vida, y la suya era tan breve…
 

Adoraba las palabras que de forma inconsciente se gestaban en alguna parte de ella, y que algunas veces se rebelaban contra su vida agitada. Sentía un fuerte impulso de escribir, y si no tenía tiempo, desfilaban las palabras una y otra vez por su cabeza hasta llegar a memorizarlas. Ella lo llamaba “romper versos”. En cuanto abría los ojos cada mañana, ahí estaban las palabras vigilando el día que había amanecido. No les bastaba con decir que hacía sol o que estaba nublado, le susurraban dulcemente frases como “hoy se ha escondido la luz de las cosas” si es que iba a llover u “hoy el sol volvió a hacer explotar los colores” si había amanecido un día espléndido.
 

Madrugaba muchísimo para tener un rato de vida que sólo compartía con un café que no hablaba, que no requería más atención que su preparación y que con el vapor que envolvía su rostro cuando le daba pequeños sorbos, parecía decirle: cuéntame más de ti.
 

Después se iba a trabajar a un lugar donde le compraban las palabras que ellos querían que dijese. En realidad le compraban la voz, mientras sus propios pensamientos se agolpaban  y peleaban al borde de su cerebro luchando por encontrar alguna salida de emergencia por la que salir. Más tarde, Zoe se volvía a casa a vivir en expresiones como “¿has hecho los deberes?”, “¿has recogido tu habitación” o “deme un kilo de pechugas de pollo”.
 

También podía vivir a trozos en palabras ajenas, cuando leía algún libro o cuando podía asistir a clases. Aprender le era tan vital como su propio nombre; la curiosidad mató al gato, y ella siempre buscaba matar su curiosidad. Otra cosa que le gustaba mucho era la música. Si no tenía letra, ella podía imaginarla o incluso verbalizar los sentimientos del compositor que él describía a base de notas.
 

Cada noche se iba a vivir un rato a su cama, justo antes de quedarse dormida, cuando se ponía de parto de palabras. A veces eran breves poesías, como su vida; otras eran pequeñas historias. Siempre se quedaba a medias porque el envidioso Morfeo iba a buscarla para terminar él el cuento.
 

A menudo deseaba viajar, porque en cada viaje no sólo aprendía, sino que encontraba nuevas formas de combinar frases, palabras… Sus sentidos eran su propio diccionario y le bastaba tocar, acariciar, escuchar, ver o paladear y oler para abrirlo por lugares mágicos aún sin descubrir.
 

Un día visitó un castillo muy bien conservado y vivió una conjura de principio a fin. Otro día descubrió una hermosa laguna y encontró a su ninfa enamorada de una nevada a deshora. En otra ocasión se sentó sobre un edificio en ruinas y la rodearon hermosos romanos que se desenvolvían entre los pliegues de sus túnicas ajenos al futuro donde ella estaba.
 

Una mañana en que estaba pariendo palabras cometió la locura de encontrarse con un eclipse. No fue fortuito, no fue casual, sino que quiso ir a buscarlo. El universo explotó ante sus ojos. Fue como si alguien le hubiese soplado por la nariz para hacer llegar a su cerebro aire fresco. Despegó lugares de su mente resecos a base de rutina, desperezó palabras en desuso, despertó sensaciones que ella no había puesto ahí. Estalló en algo distinto que no lo era tanto, porque en realidad era ella misma viviendo del todo. Poco a poco sintió que cerraba los  ojos, contenía la respiración y abría los brazos dejándose embadurnar de plenitud, de vida que quería vivir, de la sensación de no querer perder ni un segundo más.
 

Ahora la mujercilla breve se ha vuelto infinita, porque está presente en cada momento de su vida.

Y el eclipse que el universo puso a su disposición, siempre la acompaña.

 

jueves, 14 de agosto de 2014

Lunes


Es lunes… Cinco minutos más, cinco minutos más… Pero no puedo, tengo demasiadas cosas por hacer. Quizá sólo unos segundos para desperezarme de esta breve cabezada. Recuerdo que alguna vez descansé el domingo entero, pero ahora es imposible, tengo tanto por hacer que sólo puedo dormir unos minutos cada eternidad. Tan perfecto como me creo y resulta que necesito desconectar de vez en cuando. Es lo que tiene haberse hecho a sí mismo, sin madre ni padre, ni perro que me ladre. Siempre me hizo gracia esa frase.

 

No sé si organizarme el día o ir improvisando; en realidad me da igual. Cada vez que intento programar el día estos inútiles la lían donde menos lo espero. Delegar de forma responsable es la solución, lo sé, pero ¿dónde están los responsables en los que delegar?

 

Sí, aquel domingo fue el final de una agotadora semana, donde no hubo tiempo ni para una cabezada, pero todo era tan fácil, tan equilibrado, el trabajo iba saliendo de una forma tan perfecta que no podía parar. Pasé aquel domingo contemplando, refocilándome en un trabajo bien hecho, orgulloso del resultado. Era la plenitud, sacar algo maravilloso de la nada. Menuda idea tuve, estaba sembrado.

 

Pero ahora… Voy a arriesgarme a echar un vistazo, apenas unos segundos para ver cómo está todo, aunque me asusta, porque no consigo que nada mejore cada día. Cada jornada es peor que la siguiente y cada vez queda menos de aquella empresa inicial que ya está casi arruinada. Confié en ellos dándoles el mejor sitio para estar, incluso podría haberlo llenado todo de carteles del tipo que ponen las empresas yanquis: “The best place to be”. Ni siquiera tienen espíritu de equipo, es imposible, a pesar de que les envié buenos formadores, lo mejorcito.

 

Nadie me veía aquel domingo, tumbado en el lugar más mullido y cómodo que se me antojó, con sonrisa bobalicona, mirando a un lado y a otro, disfrutando de todo lo que había hecho y de que todo estuviera funcionando como un reloj suizo. Recuerdo que me entretuve mucho con mi nuevo personal. No tenían experiencia, pero vi en ellos tanta pasión, tanta voluntad, tanta entrega, que los hice apoderados de mi gran empresa. Creí que la llevarían a buen término y de forma responsable, que la cuidarían con el mismo mimo con el que yo la construí. Qué iluso fui…

 

Sólo ha sido una ojeada y la tristeza me vuelve a embargar. Si pudiera llorar, lo haría. Más fuegos que apagar; así no hay quien se organice. ¿Cuánto he dormido? ¿Cinco minutos? Quizá menos, pero ya sé lo que me ha despertado. Fueron súplicas, pero de las verdaderas, no de las que me entran por un oído y me salen por otro, si es que tengo oídos… Miles, quizá millones de voces suplicando que les ayude, que solucione las cosas, que acabe con los problemas. Son tantas que no puedo atender a todas; a veces selecciono, a veces improviso y a la postre únicamente consigo gente insatisfecha. Eso a pesar de que en sus escrituras de apoderamiento lo pone bien claro: “libre albedrío”.

Y mientras el maravilloso planeta que creé es destruido por mis criaturas más amadas, aún tengo un lugar para la ironía. Creo que nombraré a San Pedro director del nuevo Servicio de Atención al Cliente. Se va a cagar…

viernes, 13 de junio de 2014

El lobo feroz

Érase una vez un lobo feroz que lucía todo lo necesario para serlo: mirada de fuego, pelaje de noche, voz de aullido, boca de infierno y sigilo de serpiente. Se mantenía distante con el resto de la manada, en su roca aislada, desde donde podía vigilar los movimientos de lobos, ovejas y luna. Los demás aprendieron a vivir con él, intentando no enojarle, sin prestarle más atención de la debida pero orgullosos de estar protegidos por el lobo feroz.

Una noche, la luz de la luna llena se quebró en un ondular de piel sinuosa, un hocico se alzó hacia ella y le dedicó una bella canción de soledad y esperanza. Era una loba solitaria presentando sus respetos a la diosa blanca y a la manada.

Transcurrieron días de paz y rutina en el monte; algún día de caza, serenatas cantadas entre colmillos y el lobo feroz vigilando a la loba solitaria que había sido tácitamente aceptada por los demás.
Ella no cazaba, sólo ayudaba a los demás cuando tenían que salir a buscar su comida, y apenas devoraba lo necesario para vivir. Pasaba los días contemplando el monte, las noches siguiendo estrellas y los entretanto, vigilando al lobo feroz. Su porte, su aullido seco y profundo la hipnotizaban, le infundían respeto, pero había algo que la intrigaba: aquellos paseos nocturnos y solitarios. Una noche decidió seguirlo y, no sin cierto horror, descubrió cuál era su sangrienta afición.

El jefe de la manada rodeaba con paso firme pero juguetón a una pequeña oveja. Cuando ésta intentaba huir, el lobo sacaba la lengua y jadeaba en medio de una suerte de irónica sonrisa, lo que desconcertaba al animal, que incluso creía ver en su mirada un ánimo de confianza y juego. El lobo a veces la miraba, curioso y seductor, torciendo la cabeza hacia un lado y emitiendo dulces lloriqueos que desarmaban el instinto de huída de la pobre oveja.

La loba solitaria contemplaba atónita esta mezcla de caza y seducción, pero lo peor fue ver cómo al final todo ese juego se convertía en la maldad absoluta. El lobo aprovechaba la confianza de la oveja para, en un segundo, mostrarse como el monstruo que realmente era y lanzar entre su suave lana una dentellada por el sólo placer de verla herida, de verla sangrar, y poco le importaba si era mortal. El egoísmo del placer...

Ella volvió a la guarida cabizbaja, pensando en el mal que eso hacía a todos los lobos, porque el Hombre sólo perdonaba la matanza indiscriminada hablando con sus escopetas. Ahora entendía por qué siempre vagaban, por qué siempre parecían estar en una eterna huida.  Decidió que debía hacer algo por la manada y por ella.

La impaciencia le mataba. Al fin día de luna llena, pero esas nubes le habían procurado una noche oscura, negra como su boca, ciega. Pero él necesitaba salir, buscar su próxima víctima, demostrar su astucia, su capacidad de castigar sin pecado, de herir sin motivo, de sentirse poderoso. Bajó de su piedra blanca de luna, se deslizó jabonoso por las sombras del monte, sin un ruido, embriagándose  con su propia agilidad, la agudeza de sus sentidos, el fulgor de su mirada sin luz. Pronto vio su próxima presa, redonda y blanca; sería como morder a la diosa inalcanzable que hoy, vergonzosa de sus atrocidades,  se tapaba con velos de nube negra.

El inofensivo animal parecía danzar con la indecisión de huir o esperar, . El lobo se acercó poniendo su mejor cara, posando para ella, jugando con su innata cobardía. La oveja se quedó parada entre el instinto y la sorpresa, puesto que no esperaba ni la mirada divertida de su atacante, ni esa actitud de juego. Al fin, el lobo se abalanzó sobre ella, todo boca, todo dientes, y en sus rojas pupilas temblaban la ira y el ansia del placer inmediato. Pero algo inesperado ocurrió en su cuello, donde incrédulo notó una dentellada. Antes de caer al suelo, pudo ver que el vellón que había pretendido herir, se escurría dejando a la vista  un pelaje negro de noche, una mirada de fuego, una boca de infierno.

La loba solitaria, con el hocico manchado de rojo venganza, miraba con lástima al lobo feroz que ahora yacía en el suelo con una herida que poco importaba si era mortal.




sábado, 26 de abril de 2014

Tippy-Tippy-Tay

Érase un extraño don. Raro, rarísimo, porque la dueña del don no sabía que lo tenía, los afectados nunca pensaron que lo eran, y no se conocen más casos en la historia de la humanidad. Sin embargo, quizá haya muchos, pero a ver quién es el estadístico guapo que computa algo que no se sabe ni que se tiene ni que se padece. La dueña que paseaba su palmito y su ignoto don se llamaba Tippy-Tippy-Tay, capricho de su madre, aficionada al cine y a la música como era. Cuando supo que estaba embarazada, justamente escuchaba esto:

Dudaba entre ese nombre y Ting-a-Ling-a-Ling. La niña, resignada, agradeció que en medio del desastre maternal, acabase con un abreviado Tippy. Vivían muy felices en una pequeña casa que lucía un inmenso cartel, que le daba empaque al proyecto de intento de mansión "Polvo de estrellas". Y es que el papá escuchaba justo esto cuando descubrió que los ojos de esa chica, que luego sería su mujer, eran más brillantes que Sirio en una noche sin luna:

La muchacha siempre pensó que si al menos su padre hubiese puesto el cartel en inglés, se hubiera tenido que ahorrar muchas explicaciones en el colegio, y no habría tenido que aclarar tantas veces a los guías de viajes que aquella no era una casa de alterne para actores y cantantes. 

La mamá de Tippy siempre iba vestida de azul, tenía toda la casa pintada de azul; las cortinas, las camas, los manteles, los cuadros... todo adornado de tantos tonos de azul, que ni mil pintores podrían reconocer tanta variedad. No podía evitar llenarlo todo de ese color desde que su marido le regaló las primeras rosas rojas, aquella mañana de primavera, mientras se podía escuchar por todas partes la canción que alguien, en algún lugar lejano, había puesto en su tocadiscos:


Tippy era una jovencita hermosa, y lo que más resaltaba en su rostro eran esos enormes, almendrados y azules ojos; sombreados por unas negras pestañas,  tan grandes, que su padre, en las tardes calurosas,  le pedía que parpadease varias veces seguidas para refrescar el ambiente. Esos ojos no le venían por parte de madre ni de padre, sino por parte de la canción que sus padres tenían de fondo en aquella habitación, azul, en la que fue concebida:



Con todos estos antecedentes, y muchos más, el don de Tippy era inevitable. Desde que nació, su vida era como una gran banda sonora, donde cada acto, cada gesto, llevaba siempre detrás una canción. A veces la tarareaba, otras la cantaba, sin saber de dónde salía, aunque no la hubiese oído antes nunca jamás de los jamases. Incluso cuando hablaba, si te fijabas bien, podías escuchar detrás de sus palabras algún violín, quizá una flauta, o incluso la filarmónica de Viena entera si lo que decía era importante. Te podías dar por perdido, porque estaba terriblemente enfadada si lo que oías se parecía a esto:



Hasta ahí, digamos que sólo sería una rareza más, de las muchas que brotan en cada uno de nosotros cada vez que el alma decide que ya es primavera. Pero es que había más, porque Tippy era capaz de inducir canciones en las mentes ajenas. No hace falta que te toque, ni que te mire, ni siquiera que te piense; de alguna manera, mete canciones en tu mente que se repiten en tu cabeza sin que puedas sacártelas. Estás pensando en qué hacer de comida, y ahí está la musiquita, estás en la cola del banco con el infame recibo de la luz en la mano, y venga cancioncilla... horas y horas.

Ahora mismo Tippy debe andar enamoriscada, porque no hay forma de sacar esto de mi cabeza:



Si alguna vez os pasa, es que Tippy anda cerca.



viernes, 21 de febrero de 2014

La cobra

Érase una vez un niño que quería ser herpetólogo. Adoraba las serpientes, le parecían los seres más fascinantes del mundo: fríos, escurridizos, misteriosos, atrayentes y siempre dispuestos al más feroz ataque.

Un día el pequeño Adán se separó más de lo debido de sus compañeros de excursión. Algo, tras unas zarzas, le llamaba poderosamente la atención. Con cuidado de no herirse, acabó descubriendo, entre hojas macilentas y restos de moras desaprovechadas, un pequeño bebé de cobra. No lo pensó dos veces, y recogió en la palma de su mano aquel cuerpecillo desanimado y frío. Lo guardó en uno de los bolsillos de su cazadora y terminó la excursión preocupado e ilusionado.

Adán tuvo que echar mano de todos sus libros de herpetología para poder reanimar a la pobre cobra, pero le puso tal cariño y dedicación, que a los pocos días aquel animal ya hasta hacía silbar su lengua al ritmo de los silbidos del niño. Por supuesto en su familia nadie sabía nada de aquel hallazgo. Estaba seguro de que su madre le organizaría una buena bronca y él no quería alterar la paz de aquel hogar en el que tan calentito y seguro estaba.  La pequeña serpiente no sólo era su secreto, era su compañera, su amiga, la que se enroscaba a él durante la noche para compartir calor, y además le hacía sentirse seguro. Siempre iba con él, en su pequeño bolsillo secreto, del que Cobra podía salir rápidamente si veía que algo o alguien amenazaba a Adán.

Un día su padre lo llevó a una vieja librería, de las que parecen haber sido traspasadas desde un cuento, donde el olor a libro lo inunda todo, donde la sabiduría, la fantasía, la diversión y las aventuras están  incrustadas hasta en la madera de las estanterías. Bajo el cristal de una vieja vitrina había un ejemplar antiquísimo de paleontología sobre el descubrimiento del iguanodonte. Era una joya inalcanzable. Se apoyó sobre el vidrio y suspiró. En el reflejo del cristal descubrió que otra niña de su edad estaba haciendo exactamente lo mismo que él.

-¡Lo que daría por tenerlo! -exclamaron los dos a la vez.

También a la vez se echaron a reír, y durante unos segundos contemplaron su reflejo, el uno al otro.

-Ven, voy a enseñarte algo -dijo ella.

Eva le cogió de la mano y lo condujo hasta otro lugar mágico lleno de páginas que hablaban de princesas, espadachines y piratas malvadísimos que acababan perdiendo los combates porque por alguna razón, todos los malvadísimos son unos ególatras y pierden el tiempo hablando de sí mismos. Y claro, los buenos buenísimos, mucho más humildes,  aprovechan la distracción para atizar los mejores mandobles... pero me estoy desviando...

La cuestión es que Adán y Eva se hicieron los mejores amigos del mundo unas veinte páginas después de haberse visto por primera vez. Pasaban muchos ratos juntos, y en ellos Adán fue descubriendo juegos que ella conocía y que para él habían sido ignorados de tanto tiempo en casa envuelto en ideas de serpientes. Cuando estaban juntos, Cobra se quedaba en casa, en una caja de zapatos bajo la cama y eso no le gustaba mucho a esta sibilina amiga. Así que, con aquella lengua bífida e hipnotizante, durante las noches frías, comenzó a susurrar a Adán.

La culebra se quejaba de su soledad, de su ostracismo en aquella caja, advertía al niño de todos los peligros que le acechaban y del que ella no podría salvarlo. Todos los seres humanos eran grandes amenazas para aquel microuniverso que se habían creado, y que Cobra no estaba dispuesta a perder.

Una tarde, Adán se atrevió a llevar a su amiga a jugar. Con gran suspense, abrió la solapa del bolsillo secreto para realizar las presentaciones pertinentes entre Eva y la bicha. No es necesario decir que el respingo de Eva fue antológico, el susto morrocotudo y la impresión de esas que no se borran. Por más que él insistió en la maravillosa personalidad de la serpiente, Eva le hizo prometer que no volvería a arrimarse a ella con el bolsillo lleno de "eso".

Aunque él prometió no hacerlo, cada vez llevaba más a menudo a su herpética amiga a jugar. Eva lo sabía, y poco a poco empezaron a dejar de jugar al parchís, las cartas, las palmas, y todo aquello que necesitara de cercanía. Cada vez había más distancia entre ellos cuando jugaban, hasta que la niña, apenada, le pidió que no volviese a traerla nunca más.

Adán se encontró en una disyuntiva: o Eva o la Cobra. Nada le gustaba más en el mundo que reírse con su amiga, pero no podía abandonar a aquel bicho a su suerte, porque sería abandonarse él mismo también a aquellas terribles amenazas de las que la cobra le hacía partícipe durante las conversaciones nocturnas. O al menos eso era lo que él creía.

Pensó ser el más inteligente del mundo al idear un plan: abrochar los botones del bolsillo, así podría jugar con Eva. Pero Eva tenía de tonta lo justo para pasar el día, y aunque no veía asomar aquella repulsiva cabeza triangular, sí notaba aquel cuerpo repugnante serpentear bajo la tela. Ella comprendió cuál había sido la decisión de su amigo, y con una pena increíble, acabó por cambiar de parque.

¿Cómo termina el cuento? Adán seguirá recibiendo cada noche el frío de ese cuerpo misterioso y atrayente, y Eva conocerá a otros y otras amantes de iguanodontes con los que disfrutar de juegos y amistad. Pero nadie sabe si fue la elección correcta. ¿Cuál hubiese sido la tuya?




 

miércoles, 29 de enero de 2014

El hado padrino

Érase una vez una niña que tenía un bicho bola en el corazón. No nació así, debió metérsele dentro ese día en que pasó algo tan terrible que su madre no pudo salir a por leche. Pocos días después perdió un trozo de su mundo, uno muy importante, y el suelo, hasta entonces tan firme y recto, se convirtió en un lugar inseguro y trastabillante. El bicho bola pensaba por su cuenta y decidió que no la permitiría despedirse de sus trozos de mundo que se fueran a marchar. La niña no sabía si la protegía o la hacía cobarde, pero no podía quitarse al bicho de encima.

Las cosas ocurrían en su casa como por detrás de una ventana muy alta a la que no podía asomarse. Era un zarandeo, un vaivén extraño que no le señalaba el camino. Pero un día, apareció su hado padrino, aunque más que hado era mago, porque hacía cosas con las imágenes. Unas las congelaba en diapositivas y otras las iba sacando poco a poco de dentro de los lienzos. A ella le encantaba esa magia. Pasaron muchas tardes en silencio, él haciendo sus trucos favoritos y ella leyendo algún libro elegido al azar en su librería. Cuánto lloró con Marcelino pan y vino...

Un día se fue con su padrino a un lugar encantado al que no le pegaba el nombre: el Rastro. Su padrino la sorprendió como nunca pudo haber imaginado. Le compró allí su primera caja de magia. Era de madera, con apliques metálicos, y dentro de ella estaban los colores de nombres imposibles, capaces de hechizar cualquier tela. Pinceles, trementina, dos lienzos y una ilusión que no podía contener.

Llenó aquellos cuadros de sus bienes más preciados: un oso de amarillo chillón sobre una pradera verde chirriante de verde y una india de fieltro marrón en pie (no de guerra) sobre una hierba algo más discreta que la pradera. Pero era muy niña para tener controladas las manchas de óleo, la trementina, el trapo, los pinceles, la paleta y demás accesorios, así que tuvo que resignarse a no seguir intentando trucos para no dar más que hacer.

El bicho bola apareció muchos años después, cuando supo que su mago padrino se iría pronto. El bicho se encogió y le prohibió, como siempre, despedirse de su trozo de mundo. No podía ni acercarse, así que hizo lo que sólo podía permitirse, aprender a ser maga como él, guardar su oso, su india, y seguir firmando igual que su mago padrino, tal y como llevaba haciendo toda la vida.