Érase una vez un lugar mágico, posiblemente el único lugar
mágico que quedaba sobre la tierra. Era un hermoso castillo dividido en
habitaciones pulcras y sencillas que se alquilaban a todo aquel que llegase
hasta el umbral.
Llegar no era nada sencillo, nadie conocía el camino, nadie
sabía dónde estaba y muchos ni siquiera sabían que lo estaban buscando. Si el
castillo hacía su magia en alguien, inmediatamente olvidaba el lugar, la suave
montaña que coronaba, el exótico país que lo albergaba y los sinuosos senderos
que lo rodeaban.
Para poder llegar, había una serie de requisitos mínimos:
había que ser curioso, bondadoso, sincero, amable, entregado, honrado... Y,
sobre todo, no dejar nunca de buscar. El castillo tenía su propia alma, su
propio cerebro, y una vez que estabas ante el umbral, él decidía qué clase de
magia haría contigo, porque era capaz de hacer muchas. Hoy os contaré uno de esos trucos.
Hasta el zaguán llegó una mujer, con una pequeña maleta
blanca, donde los libros apenas habían dejado sitio para sus efectos
personales. Tampoco necesitaba tantos, podía maquillarse con poemas, peinarse
con el viento sideral y perfumarse con el ozono de las tormentas. Eso sí,
siempre haría sitio a sus zapatos favoritos, porque aún confiaba en encontrar
el camino de baldosas amarillas.
La puerta se abrió y sin que nadie le dijese nada ya sabía
cuál era su habitación. Observó que nada estaba fuera de su sitio, todo era un
equilibrio puro, sólo lo necesario sin florituras ni excesos, excepto la
ventana. Cada mañana, cada hora, cada rato o de un minuto a otro, las vistas
desde su gran ventanal cambiaban. Un día era el mar el que acunaba su sueño,
otro eran las acacias acicalando sus hojas con el viento, otro era el frío de las
cumbres nevadas quien la despabilaba... y las noches estaban amparadas por la
cruz del sur o la cruz del norte, o era la vía láctea la que llegaba hasta el
espejo del tocador perdiéndose en su reflejo.
Desde esa ventana vio que llegaba otro viajero que parecía
haber sido sorprendido, en mitad de su camino a alguna parte, por aquel
monumental castillo. Solo portaba un pequeño maletín. De alguna manera,
ella acabó abriéndole la puerta antes de que él pudiese tocar el llamador. La magia
es así.
Él también supo cuál era su habitación, y como no había
tenido tiempo de hacer el equipaje, en medio de una pared apareció una
estantería con sus libros favoritos. Ya estaba instalado.
Los días pasaron para ellos a una velocidad que aún no ha
sido definida por físico alguno, porque allí dentro la física no puede
intervenir, no se necesita. Cada mañana, de algún modo que no necesitaban
saber, se encontraban compartiendo el desayuno, las conversaciones, el café, las ilusiones, los
sueños, los croissants de mantequilla, el té, las risas y los paseos por el trozo de mundo que
tocase en el jardín. Y así pasaron los días, o los meses, o los pársecs, o los
eones, quién sabe.
Una noche el mayordomo principal les pasó por debajo de la
puerta una invitación formal a la fiesta que se celebraría en el jardín:
"El castillo mágico tiene el placer de invitarles a la
velada que se celebra esta misma noche en el jardín oeste. Les prometemos una
grata contemplación de fuegos y estrellas con truco de magia para finalizar el
programa. No es necesario ir de etiqueta, pero sería un detalle de elegancia
por su parte el que la señorita llevase puestos sus zapatos especiales."
Se encontraron en el hall principal, se sonrieron aunque no
sabían si era martes o jueves y salieron juntos por la puerta del jardín oeste.
En cuanto ella puso los pies en el suave césped, un ligero resplandor amarillo
empezó a surgir entre la hierba con cada paso que daba. Divertidos,
siguieron el camino hasta llegar a un claro entre árboles mágicos que aplaudían
la llegada de cada asistente. En el suelo, suaves y acogedoras mantas hechas
con crin de unicornio daban la bienvenida a quien quisiera ocuparlas. En una de
ellas se tumbaron, y esperaron el espectáculo.
El cielo se inundó de colores de nebulosa, de cúmulo
globular, de aurora boreal; las constelaciones se pusieron la cara de sus
mitos, incluso Casiopea sonrió a los invitados, Saturno danzó con su anillo
como un derviche, Andrómeda giró sobre sí misma varias veces y se expandió como
fuegos artificiales para volver a su espiral después... Cuando todo terminó,
hogueras con fuegos de todos los colores del arco iris se encendieron a la vez.
Ellos creían que todo había terminado con aquellas hogueras,
apoteósis de magia magistral, y se miraron encantados de haber podido
asistir a algo así. Entonces, descubrieron los increíbles brillos del arco iris
en las pupilas del otro y pensaron que aún seguía el castillo haciendo de las
suyas. Sus rostros se acercaron hipnotizados por la belleza de sus miradas
hasta que al final sus labios se tocaron.
Cerraron los ojos, dejaron de ver el fuego, los planetas, el jardín
oeste y se besaron.
Cuando el beso terminó, sorprendidos, volvieron a mirarse.
Entonces ella notó algo entre los labios,
que él retiró con los dedos. Era una pequeña estrella de mar de plata.
Se rieron incrédulos y volvieron a besarse. Esta vez fue él quien deslizó entre
los labios un nenúfar de plata.
Y así, cuando llegaron al castillo para recoger sus
pertenencias y marcharse, llevaban los bolsillos cargados de magia: un delfín,
un pez japonés, un corazón, una llave antigua, una muñequita...
Olvidaron cómo habían llegado, olvidaron para qué habían
ido, pero siempre recordaron que entre ellos alguien había puesto magia.