Érase una vez un hombre hechizado. No sabía ni cómo, ni
dónde, ni cuándo, ni quién lo había hecho, pero sus pies estaban hechizados. A
veces sentía que se arrastraban y muy a menudo desaparecían.
Se deslizaban por la tarima de su casa, lentamente, siempre
en las misma direcciones, con iguales destinos y dejando el rastro de la
desgana que ya no se molestaba en limpiar.
Otras veces simplemente no estaban. Cuando al fin decidía
abrir la puerta de casa, temía mirar hacia el suelo porque siempre tenía el
mismo resultado: sus pies hechizados habían desaparecido. Sólo volvía a verlos
cuando les contaba que tenía que ir a trabajar.
Ese día al abrir el buzón, algo había cambiado. Entre la
publicidad de maravillosas clínicas dentales que prácticamente te hacían el
favor de existir, sofás que nunca se acababan de liquidar y entretenidas y
asombrosas cartas del banco, había un folleto que le llamó la atención. Cuando lo leyó atentamente, descubrió que no
era publicidad cualquiera, porque aquel papel incluso olía. Era un olor dulce y
familiar que no sabía identificar, pero que le hacía sentir bien. Sin embargo,
lo más increíble era lo que el papel parecía decirle. Sí, a él en particular.
"Yo sé quién te hechizó"
Sólo por la voluntad, Alma te dirá quién fue
Calle de la Ambrosía Nectarina s/n
Guardó en su cartera, intrigado, aquel papel blanco y siguió
con su penoso peso al caminar hasta su casa. Allí se arrastró a la nevera, a la
ducha, al sofá, y a la cama, donde disfrutó falsamente de su inmovilidad.
Al día siguiente no tenía que trabajar, y después de moverse
al ritmo de un caracol a deglutir el desayuno, sacó de nuevo el papel que muy
bien no le había dejado dormir. En un rato tenía que hacer la compra en un
centro comercial, uno de esos pocos paseos que sus pies le obsequiaban. Quizá,
sólo quizá, pudiera engañarlos...
Una hora después estaba ante una puerta de cristal de un
negocio. Un pequeño local donde sólo había un minúsculo rótulo donde podía
leerse: "Alma". Empujó la puerta y decenas de campanillas en múltiples
dulces tonos anunciaron su presencia. Dentro sólo había un sillón orejero de color
dorado, un escabel plateado y cientos de libros antiguos perfectamente
colocados en una estantería de estilo art déco. En las paredes, fotos de
atardeceres, de océanos infinitos y lunas adornadas de árboles, hacían el lugar
más acogedor a los ojos del visitante. Sentada en el sillón, una mujer que sólo
tenía de significativo el nombre, le hizo el gesto de que se acercara, retiró
los pies del escabel, y le invitó a sentarse en él.
Antes de que el hombre pronunciara una sola palabra, aquella
mujer le posó levemente la yema de su índice sobre los labios, le sonrió y
comenzó a hablar:
-Tú.
-¿Cómo que yo?
-Tú te has hechizado, eres tú quién hace desaparecer tus
pies, quien hace que se arrastren sólo cuando lo necesitan. ¿Sabes por qué?
Porque realmente no hay ningún sitio donde quieras ir.
-Sí sé dónde quiero ir. Quiero ir a la cueva de la Luna, a
reírme de los monos, a asombrarme entre ruinas... a mil sitios. Pero no sé cómo hacerlo sin pies.
-En eso no puedo ayudarte, yo sólo dije que sabía quién te
había hechizado. La consulta ha terminado. Debes pagarme.
Él, fastidiado y sintiéndose engañado, echó mano a su
bolsillo, y cuando no había completado el ademán de sacar la cartera, ella le
dijo:
-¿No recuerdas cuál era el pago?
-Sí, la voluntad.
-Entonces, ¿para qué sacas la cartera?
-No sé a qué te refieres -dijo él, encogiéndose de hombros,
confundido.
Entonces ella se levantó, acarició su frente y sus dedos se
pusieron muy brillantes.
-Esto es tu voluntad, la que no usas, la que movería tus
pies y te haría dueño de ellos. Pero no funciona. Puedes quedártela, no la
quiero para nada.
Y volvió a acariciar su frente.
El hombre salió de allí confundido, como cuando se sale de
un sueño que no se entiende. Se volvió para mirar de nuevo aquella tienda
increíble, y más increíble fue que detrás de él sólo había un muro de ladrillo.
Ni puertas, ni pequeños rótulos. Nada.
Sin dejar de pensar en lo que había ocurrido, se montó en su
coche y empezó a conducir, preguntándose en voz alta si estaba dormido o
despierto. Volvía una y otra vez a repasar la conversación, y entonces pensó
que si todo era un sueño, nunca habría visto ese folleto. Detuvo el coche, sacó
la cartera, y allí estaba el papel, tal y como lo guardó. Abrió la ventanilla,
aspiró profundamente el aire fresco que entraba, y entonces se dio cuenta de
dónde estaba. Un viejo cartel de madera le anunciaba que estaba frente a la
entrada de la Cueva de la Luna, y justo ante la gruta mágica, nada brillaba más
que aquella conocida sonrisa. ©