jueves, 24 de octubre de 2013

El hechizo de Alma ©


Érase una vez un hombre hechizado. No sabía ni cómo, ni dónde, ni cuándo, ni quién lo había hecho, pero sus pies estaban hechizados. A veces sentía que se arrastraban y muy a menudo desaparecían.

Se deslizaban por la tarima de su casa, lentamente, siempre en las misma direcciones, con iguales destinos y dejando el rastro de la desgana que ya no se molestaba en limpiar.

Otras veces simplemente no estaban. Cuando al fin decidía abrir la puerta de casa, temía mirar hacia el suelo porque siempre tenía el mismo resultado: sus pies hechizados habían desaparecido. Sólo volvía a verlos cuando les contaba que tenía que ir a trabajar.

Ese día al abrir el buzón, algo había cambiado. Entre la publicidad de maravillosas clínicas dentales que prácticamente te hacían el favor de existir, sofás que nunca se acababan de liquidar y entretenidas y asombrosas cartas del banco, había un folleto que le llamó la atención.  Cuando lo leyó atentamente, descubrió que no era publicidad cualquiera, porque aquel papel incluso olía. Era un olor dulce y familiar que no sabía identificar, pero que le hacía sentir bien. Sin embargo, lo más increíble era lo que el papel parecía decirle. Sí, a él en particular.

"Yo sé quién te hechizó"

Sólo por la voluntad, Alma te dirá quién fue

Calle de la Ambrosía Nectarina s/n

Guardó en su cartera, intrigado, aquel papel blanco y siguió con su penoso peso al caminar hasta su casa. Allí se arrastró a la nevera, a la ducha, al sofá, y a la cama, donde disfrutó falsamente de su inmovilidad.

Al día siguiente no tenía que trabajar, y después de moverse al ritmo de un caracol a deglutir el desayuno, sacó de nuevo el papel que muy bien no le había dejado dormir. En un rato tenía que hacer la compra en un centro comercial, uno de esos pocos paseos que sus pies le obsequiaban. Quizá, sólo quizá, pudiera engañarlos...

Una hora después estaba ante una puerta de cristal de un negocio. Un pequeño local donde sólo había un minúsculo rótulo donde podía leerse: "Alma". Empujó la puerta y decenas de campanillas en múltiples dulces tonos anunciaron su presencia.  Dentro sólo había un sillón orejero de color dorado, un escabel plateado y cientos de libros antiguos perfectamente colocados en una estantería de estilo art déco. En las paredes, fotos de atardeceres, de océanos infinitos y lunas adornadas de árboles, hacían el lugar más acogedor a los ojos del visitante. Sentada en el sillón, una mujer que sólo tenía de significativo el nombre, le hizo el gesto de que se acercara, retiró los pies del escabel, y le invitó a sentarse en él.

Antes de que el hombre pronunciara una sola palabra, aquella mujer le posó levemente la yema de su índice sobre los labios, le sonrió y comenzó a hablar:

-Tú.

-¿Cómo que yo?

-Tú te has hechizado, eres tú quién hace desaparecer tus pies, quien hace que se arrastren sólo cuando lo necesitan. ¿Sabes por qué? Porque realmente no hay ningún sitio donde quieras ir.

-Sí sé dónde quiero ir. Quiero ir a la cueva de la Luna, a reírme de los monos, a asombrarme entre ruinas... a mil sitios.  Pero no sé cómo hacerlo sin pies.

-En eso no puedo ayudarte, yo sólo dije que sabía quién te había hechizado. La consulta ha terminado. Debes pagarme.

Él, fastidiado y sintiéndose engañado, echó mano a su bolsillo, y cuando no había completado el ademán de sacar la cartera, ella le dijo:

-¿No recuerdas cuál era el pago?

-Sí, la voluntad.

-Entonces, ¿para qué sacas la cartera?

-No sé a qué te refieres -dijo él, encogiéndose de hombros, confundido.

Entonces ella se levantó, acarició su frente y sus dedos se pusieron muy brillantes.

-Esto es tu voluntad, la que no usas, la que movería tus pies y te haría dueño de ellos. Pero no funciona. Puedes quedártela, no la quiero para nada.

Y volvió a acariciar su frente.

El hombre salió de allí confundido, como cuando se sale de un sueño que no se entiende. Se volvió para mirar de nuevo aquella tienda increíble, y más increíble fue que detrás de él sólo había un muro de ladrillo. Ni puertas, ni pequeños rótulos. Nada.

Sin dejar de pensar en lo que había ocurrido, se montó en su coche y empezó a conducir, preguntándose en voz alta si estaba dormido o despierto. Volvía una y otra vez a repasar la conversación, y entonces pensó que si todo era un sueño, nunca habría visto ese folleto. Detuvo el coche, sacó la cartera, y allí estaba el papel, tal y como lo guardó. Abrió la ventanilla, aspiró profundamente el aire fresco que entraba, y entonces se dio cuenta de dónde estaba. Un viejo cartel de madera le anunciaba que estaba frente a la entrada de la Cueva de la Luna, y justo ante la gruta mágica, nada brillaba más que aquella conocida sonrisa. ©

domingo, 20 de octubre de 2013

Un cuento azombrozo ©


Érase una vez un hombre que no era ni viejo ni joven, ni feliz ni desgraciado, que ni sonreía ni lloraba, que ni  cantaba ni bailaba, pero que no paraba.

Conocía las mejores melodías, leído los mejores libros, visitado los más bellos países, amado las más hermosas mujeres y disfrutado de las mejores viandas. Pero estaba angustiado porque algo le faltaba, tenía una necesidad infinita y ansiosa de algo que desconocía, como si fuera un  apetito a deshora.

Un buen día abandonó sus cómodos hábitos diarios, cogió su mochila y se marchó andando a quién sabe dónde buscando quién sabe qué. Esta vez no deparó en los lugares que recorría, ni siquiera eternizaba en su cámara los maravillosos paisajes. Era ajeno a todo lo que le rodeaba, sólo estaba seguro de que algún día encontraría dónde hallar la solución a su desazón.

Cuando ya estaba a punto de perder la esperanza, un simple trozo de madera clavado en una zanja, al lado del camino y entre zarzas le llamó la atención. En la madera sólo podía leerse Z, y apenas visible, una flecha que apuntaba a un sendero. Decidió seguirlo.

Tras caminar un buen rato, traspasó un túnel pequeño y húmedo, preocupado y nervioso, pensando que quizá su corazonada acabaría haciéndole daño. Pero cuando salió de aquél túnel, encontró un espectáculo asombroso. Justo en la salida, una niña presidía y organizaba orgullosa un pequeño puesto , donde podía verse un grandísimo bol, unos pequeños vasos y un cazo. La niña al verlo, presurosa llenó un vasito y se lo ofreció.

-Gracias, ¿qué es?

-Zarzaparrilla, señor.

-¿Cuánto te debo?

-Nada, señor. Es la recompensa por llegar hasta aquí. Sólo vienen los que buscan algo.

El hombre, asombrado, bebió despacio aquel delicioso zumo, mirando interrogante a aquella niña de hermosas trenzas, que se limitó a sonreírle y señalar con su dedo en una dirección.

Continuó entre casas, y pequeños negocios donde podían leerse carteles como "Zarcillos", "Zapatería", "Zuecos"... Hasta que un hombre le sacó de su sorpresa:

-Por favor, ¡así noooo!

-¿Disculpe?

-Señor, aquí sólo se anda en zig zag, no sea usted zote...

-Oh, perdone. ¿Podría hacerme un favor?

-Por supuesto.

-Necesito ver a la persona más sabia de esta ciudad.

-Ya sé, usted busca algo. Le angustia la zozobra, lo noto. Y no es usted tan zafio, ha llegado hasta aquí. Déjeme que coja mi zurrón, y zumbando le acompaño. ¿Quiere zampar algo por el camino? Llevo unos riquísimos zarajos. Ah, y zanahorias.

Del asombro, pasó a la sonrisa. Era imposible lo que estaba pasándole. Pero siguió divertido a aquel hombrecillo que sin z no sería nadie.

-Tenemos que atravesar el zoo.

-¡Por supuesto, cómo no!

Una mujer que por supuesto llevaba trenzas, a su paso gritó:

-¡Zarrapastroso!

-¡Zalamera!- Fue la contestación del hombrecillo.

Entraron al zoo, donde los zorros jugaban a darse zarpazos y zancudas, zopilotes y zarigüeyas, no paraban de zambullirse divertidos en sus charcas. A grandes zancadas atravesaron los paseos que llevaban hasta una glorieta donde una orquesta de zampoñas y zambombas amenizaba a zagales y zangolotinos, que corrían zancadilleándose los unos a los otros.

Un grupo de guapas muchachas zurcía un enorme mantel. Abrió mucho los ojos, no lo podía creer. ¡Todas eran zurdas! "Si veo un zulú, me desmayo, seguro" -pensó divertido-.

Llegaron hasta un bello edificio, traspasaron el zaguán (a estas alturas cualquiera traspasaba un umbral) y subieron unas hermosas escaleras... de zinc.

-¿Aquí vive el rey?

-No sea usted zopenco. ¿Cómo vamos a tener rey? Aquí tenemos Zar, zoquete.

Ante ellos apareció de repente un hombre zambo, vestido con una preciosa zamarra. El hombrecillo fue a abrir su boca llena aún de zarajos, pero aquel hombre se adelantó:

- Pero mira que eres zampabollos, Zenón. Deja que me presente yo solo. Bienvenido, soy el Zar Zaratustra, orgulloso soldado zapador en mis tiempos mozos. Y no me quedaba a la zaga, me apuntaba a lo que fuera, hasta al zafarrancho de limpieza. ¿Qué le trae hasta nuestro humilde lugar?

-Tengo todo lo que puedo desear, he disfrutado de todos los lujos a mi alcance, pero algo me falta, y eso he salido a buscar. ¿Puede usted ayudarme a encontrarlo?

-No querido amigo, me es imposible ayudarle ya.

-¿Por qué? -preguntó desolado.

-Porque ya lo ha encontrado, querido. Está en su rostro, en su gesto, en sus ojos. Ya es suyo de nuevo. Llegó aquí zaherido, zaíno, y mírese ahora... Ha recuperado aquello que tuvo de niño y que hace tantos años perdió. De nuevo es capaz de asombrarse.

Nuestro hombre se sonrió, asombrado de nuevo al descubrir que ese rato en aquella ciudad había sido lo más gratificante que recordaba en mucho tiempo. Miró al Zar, le agradeció hasta la saciedad su ayuda, y se volvió hacia las escaleras de Zinc.

-¡Eh, que se va sin pagar!

Avergonzado, de nuevo se puso frente a Zaratustra, agachó la cabeza pesaroso  y advirtió que sacaba de su zamarra un pequeño bastón de mando de zafiro. Lo posó sobre su cabello y dijo:

-Por Zeus, a partir de ahora te llamarás Zacarías, y con ese nombre  honrarás a nuestro país donde quiera que vayas.

Zacarías volvió al túnel, al sendero, a la carretera. Miró a su alrededor y vio que todo era distinto, tenía otra luz, otro brillo, otros colores. Se dio cuenta de que hasta ahora sólo había visto, pero nunca había mirado.
Y seguía sin saber si estaba cerca de Zamora o de Zaragoza. ©
 

Camino a ninguna parte ©

Érase una vez un camino que no llegaba a ninguna parte. Eso le ponía muy triste, porque corrió tanto el rumor que las malas hierbas se iban apoderando de su recorrido. Pero el camino era terco, y formaba remolinos de viento que arrancaban las plantas no deseadas para mantenerse despejado por si alguien, algún día, decidía recorrerlo. Hasta las mujeres de la Liga Anticolesterol y Por Un Cotilleo Deportivo, le menospreciaban, y eso sí que dolía.

Manuel no le encontraba sentido a la vida. Sus sueños se habían transformado en responsabilidades, y su día era sólo un pasar el tiempo con lo que fuese cayendo. Aquel día, frío telonero del invierno, salió de su casa sólo para disfrutar de la sensación de respirar. Llegó hasta una encrucijada y reconoció el camino que no llevaba a ninguna parte. Pensó que, al fin y al cabo, su vida tampoco, y decidió seguirlo.

El camino se aguantó las ganas de aplaudir, sobre todo porque no sabía con qué hacerlo, y siguió curioso el paseo del caminante. Manuel advirtió que era un camino como todos, lindado de cardos, amapoles secos y malas hierbas que le saludaban a su paso en la dirección que el viento les dictaba. De repente se paró en seco. El paseo había terminado porque ante él se abría un barranco profundo que cortaba abruptamente el camino. Detrás de él oyó un suave tap tap. Descubrió que un pato llegaba hasta él, se colocaba a su altura, miraba hacia abajo, y luego volvía la cabeza hacia él, con una especie de interrogación en la mirada. Andaba preguntándose cómo un pato podía tener una mirada inquisitiva, cuando para agrandar su asombro, el pato le habló:

-¿Por qué no sigues?
-¿Es que no has visto que no se puede cruzar?
-¿Cruzar el qué?
-El barranco
-¿Qué barranco?
-El que tienes ante tus patas, pato. -Dijo Manuel un tanto fastidiado porque para un pato hablador que se encontraba, parecía bastante cretino.
-Ainsss, humanos... Tenéis lo mismo de altos que de tontos -Contestó el pato mientras aleteaba para ponerse a la altura de la cabeza del caminante- Venga, agáchate un poco.

Y como esto es un cuento, Manuel se agachó obedeciendo al pato parlante. Arqueó las cejas y abrió mucho los ojos cuando descubrió que, según bajaba la mirada, lo que había considerado un abismo infranqueable, se iba convirtiendo en un charco astuto, que con los reflejos de plantas y piedras, se había disfrazado hábilmente de barranco. Miró al pato, le sonrió, para acabar con una sonora carcajada, mientras sus pies atravesaban el charco  que apenas mojaba sus suelas. El pato le guiñó un ojo y se quedó saltando en el agua.

Continuó un rato riendo y caminando, sin darse cuenta de que ya no tenía que hacer esfuerzos para respirar hondo. Se estaba empezando a encontrar bien, cuando le pareció oír dos voces agudas y nasales que discutían en algún lugar entre los hierbajos. No tenía prisa, al fin y al cabo no iba a ninguna parte, así que acercó a escuchar.

-Tú ya eras tonto cinco camadas antes de nacer. -Oyó decir a un conejo, que parecía apuntar con una de sus orejas al hombro del conejo que tenía enfrente.
-No me no me... que te que te... La madriguera es mía porque soy el mayor y punto.
-La madriguera era de padre y no dijo nada de mayor porque entre otras cosas, no tenía ni idea de quién era el mayor de los 10.
-Padre no, pero madre sí, así que le dijo a padre quién era el mayor, que soy yo, y la madriguera es mía.
-Mira que madre nos tenía dicho que nunca mordisqueáramos las setas... pues tú te has puesto morado... Que la madriguera es mía porque fui el último en irse y no hay más que hablar.
-Claro, porque como eras el pequeño, para qué te ibas a emancipar como todos, so parásito.
-¿Parásito yo? Te voy a pegar un orejazo que vas a pillar más velocidad que la liebre Jacinta.

Cuando la pelea ya parecía inminente, Manuel decidió intervenir.

-¡Eh, chicos, chicos! Que sois hermanos, no os peleéis. Seguro que hay una solución.
-Mira el rey Salomón... ¿Qué solución? ¿Partirla por la mitad? -Dijo el conejo mayor con voz de burla.
-Pues es buena idea. ¿Cuántos erais de familia?
-58 sin contar con la tía Indalecia, que era muy independiente y tenía un loft al final de la madriguera.
-Pues repartid las habitaciones y dejáis el loft como sala de estar común. Debe ser un sitio maravilloso para que dos hermanos discutan en la intimidad.
-Pues es verdad así seguiríamos juntos.
-Pero yo me pido la habitación de padre, que para eso soy el mayor.
-¿Ya estamos otra vez con la tontería?

Manuel, divertido, y sabiendo que al final no habría orejazos por medio, se alejó de aquellas voces que seguirían otro rato discutiendo por cualquier cosa, y continuó su camino hacia ninguna parte. Ya no se contentaba con mirar sus pies levantando polvo, ahora disfrutaba de las vistas a uno y otro lado de la senda, observando todo lo que el campo le regalaba: los colores del cielo, las formas de los árboles, los aromas de las plantas, las caricias del suave viento... Y el camino a veces hacía bailar algún remolino de polvo, de puro contento. Siguió caminando hasta que se detuvo porque a sus oídos había llegado lo que le pareció un lloro, o un lamento. Incrédulo, vio entre las hierbas a un armadillo que torpemente se sonaba la nariz con una hoja seca. ¿Habrá algo más conmovedor que un armadillo llorando? No tuvo más remedio que preguntarle qué le pasaba.

-Un fallo genético, que me tiene fastidiado de nacimiento.

Esto ya era el colmo, un armadillo hablando de errores del ADN. Como para quedarse con la duda.

-¿Cuál es ese fallo?

El armadillo se puso de pie sobre sus pequeñas patas traseras y su cola, y trastabillando le señaló un punto en su pecho donde no había piel rugosa, ni pelo, ni siquiera algo que pareciera una piel resistente. Era un pedazo de piel prácticamente transparente, a través de la cual podía verse el corazón palpitante del animalito.

-¿Lo ves? No está cubierto ni protegido como debería, y  por eso todo me toca el corazón. Todo me duele, todo me alcanza... -gimió el pobre armadillo.
-Eso sí que es un problema, y le veo difícil solución.

Entonces los gemidos se transformaron en un gran e inconsolable sollozo. Manuel consideró varias formas de ayudarle, y no se le ocurrió otra cosa que acariciarle el corazón mientras pensaba y pensaba. Eso pareció acallar el profundo lamento del animal, y entonces tuvo una idea. A su derecha, tras una hilera de rocas,  se extendía una enorme pradera de hierba de apariencia suave y mullida. Sin pedirle permiso, lo alzó en brazos, recorrió la distancia que les separaba de la pradera, y allí lo depositó.

-Armadillo, cuando algo no tiene solución, la solución es buscar el menor daño posible. Aquí no hay piedras como en el camino, ni polvo, ni cardos, ni espigas hirientes. No podrás ir por todas partes, ni explorar nuevos lugares, pero aquí tu corazón no sufrirá daño alguno, y la pradera es mil millones de veces más grande que tú, así que tardarás tres vidas en recorrerla entera.

En la sonrisa del armadillo estaban las gracias más sinceras que jamás oiría a nadie pronunciar. Le dedicó otra sonrisa de despedida y volvió al camino a ninguna parte. No sabía el tiempo que llevaba andando, y además, tampoco le importaba. Después de un rato, llegó a una encrucijada que le resultaba familiar. Era el principio del camino. En el polvo aún podían verse las huellas que dejaron sus zapatillas cuando lo empezó en dirección contraria. Parado en aquel cruce de caminos, Manuel pensó que en realidad, como en la vida, no importaba el destino, sino todo lo hermoso o sorprendente que ocurre mientras paseas por ella. Volvió cada día, y cada vez lo hacía acompañado por alguien distinto. Incluso de vez en cuando, se cruzaba con otras personas.

El camino era feliz, aunque nunca llevó a ninguna parte. ©












jueves, 17 de octubre de 2013

El más bello color ©

Erase una vez un pintor, o mejor dicho, el pintor. A su taller llegaban desde todas partes para pedirle que pintara desde reyes a  mendigos, desde magníficos corceles hasta bucólicas ovejas. Era el mejor, su paleta estaba llena de los más increíbles colores: un morado imposible, un bermellón absoluto, o un ocre de suavidad de melocotón. Eos era su musa, la diosa del amanecer, porque desde el primer rayo de sol sus pinceles cobraban vida propia gracias a su luz, y comenzaban una danza pagana de brillos, sombras, claroscuros y formas. Eos sólo se colocaba a su lado a observar el baile de aquellos pelos pigmentados sobre los lienzos y se limitaba a sonreír por el resultado, sin poner un pero, sin encontrar un mal trazo, una línea equivocada.

Pero el pintor nunca se había atrevido a dibujar una mujer. Y es que nunca se había enamorado, jamás una figura o un rostro femenino le habían inspirado y tenía miedo de fracasar. Hasta que un día, esperando a Eos despierto desde hacía horas, decidió que era el momento.

De su mente fueron naciendo todos los detalles que había ido viendo en caras femeninas, la nariz perfecta, unos labios carnosos y suaves, el mentón redondeado y delicioso, el cabello digno de una ninfa y los más bellos colores de su paleta en cada pincelada. Dejó para el final los ojos, que deberían ser capaces de arrancar suspiros y prometer paraísos. Tenían que ser perfectos, el perfecto resumen del alma de una mujer.

Después de muchas horas, Eos bostezó, y cuando ya había caído en un sueño pertinaz, el pintor aún no había acabado el retrato de la desconocida. Una y otra vez probaba colores en las pupilas de su modelo imaginario, y ninguno le convencía. Ámbar, violeta, gris, azul, avellana, castaño, verde, cada uno con todas su variedades y tonalidades, todos los borraba una y otra vez.

Cuando Eos llegó al taller como todos los amaneceres, lo encontró desolado y con la mirada perdida.
-Eos, eres la diosa que pone colores a las cosas en toda la tierra, muéstrame el color más bello del mundo, te lo suplico.
-Eso que me pides es imposible para un mortal, sólo está reservado a la mirada de los dioses porque tú no podrías soportarlo.

El pintor tanto imploró que la musa se conmovió de su pena, y en pago a toda la belleza que había ido dejando por la tierra, intercedió por él ante los demás dioses, que, impresionados por sus obras, consintieron en mostrarle el más bello color del mundo.

Eos le acompañó en su viaje, en silencio, meditando si el final del trayecto no acabaría marchitando las dotes de su pintor. Al fin llegaron a un lugar agreste, un paraje donde la palabra muerte era lo primero que acudía a la vista y a la imaginación. En medio de aquella nada, se elevaba un pequeño montículo con una entrada oscura y tenebrosa. Entre rocas angostas, se abrieron paso a través de una cueva fría y escurridiza como piel de reptil, hasta llegar a una cámara alta y abovedada, en cuyo centro se hallaba una urna negra sin ningún tipo de ornamento. A su lado, sedente, una estatua que amenazaba una ferocidad infinita,  observaba con gesto adusto a los dos viajeros. Cruzó su mirada con la de Eos, ella asintió, y la estatua volvió a parecer tan inerte como antes.

Se acercó temeroso y solemne a la urna, tan despacio como sus nervios lo permitían, levantó la tapa y asomó su curiosidad al interior. Aquello no tenía forma, era sólo una especie de masa cambiante de un color tan bello, que los ojos y la boca del pintor parecieron duplicarse de tamaño ante tal asombro para sus pupilas. Era tan hermoso que tuvo envidia de no ser la estatua y así poder contemplarlo durante el resto de la eternidad.

No recordaba el viaje de vuelta porque su cabeza sólo pensaba en mezclar y mezclar pigmentos y tintes para lograr el color más semejante. Durante días no comió, no durmió, sólo trabajaba en su paleta, maldiciendo porque en aquella urna, ni siquiera fue capaz de reconocer los colores primarios. Vivía en una vorágine de óleos, linazas y trementina, maldiciendo, llorando y a veces hasta gritando por no ser capaz de hacer mortal aquel color reservado a los dioses. Su musa, mientras tanto, le veía agotarse sumido en la impaciencia, y lamentaba el momento en que consintió permitirle el viaje. Hubiera preferido no volver a visitarlo más que verlo consumido y enfermo. Al décimo día de esa locura cromática, Eos y la mujer ciega del lienzo lo vieron desplomarse en el suelo, enajenado y moribundo.

Y entonces, ella entró. Era una dama de alta nobleza y espíritu noble, sensible a la belleza como ninguna otra, capaz de emocionarse sin remedio ante cualquier manifestación de arte. Lo encontró tirado en el suelo del taller, balbuceando palabras sin sentido, enloquecido por la sed de agua y de conocimiento. Inmediatamente buscó una jarra, se inclinó sobre él y poco a poco fue vertiendo líquido entre sus labios. Ese frescor le confortó tanto que acabó entreabriendo los ojos, para encontrarse con los de ella, con su sonrisa. Y entonces ocurrió. En las pupilas de aquella hermosa mujer reconoció el color prohibido, que no era otro que el del enamoramiento. Puso sus dedos manchados de pintura sobre la mejilla de ella e incrédulo sonrió.

Ahora Eos cada mañana, primero se deleita observando el retrato de aquella dama, y después, con la suavidad y el sigilo de un rayo de sol, se acerca a la alcoba para despertar al pintor y su modelo. ©