jueves, 17 de octubre de 2013

El más bello color ©

Erase una vez un pintor, o mejor dicho, el pintor. A su taller llegaban desde todas partes para pedirle que pintara desde reyes a  mendigos, desde magníficos corceles hasta bucólicas ovejas. Era el mejor, su paleta estaba llena de los más increíbles colores: un morado imposible, un bermellón absoluto, o un ocre de suavidad de melocotón. Eos era su musa, la diosa del amanecer, porque desde el primer rayo de sol sus pinceles cobraban vida propia gracias a su luz, y comenzaban una danza pagana de brillos, sombras, claroscuros y formas. Eos sólo se colocaba a su lado a observar el baile de aquellos pelos pigmentados sobre los lienzos y se limitaba a sonreír por el resultado, sin poner un pero, sin encontrar un mal trazo, una línea equivocada.

Pero el pintor nunca se había atrevido a dibujar una mujer. Y es que nunca se había enamorado, jamás una figura o un rostro femenino le habían inspirado y tenía miedo de fracasar. Hasta que un día, esperando a Eos despierto desde hacía horas, decidió que era el momento.

De su mente fueron naciendo todos los detalles que había ido viendo en caras femeninas, la nariz perfecta, unos labios carnosos y suaves, el mentón redondeado y delicioso, el cabello digno de una ninfa y los más bellos colores de su paleta en cada pincelada. Dejó para el final los ojos, que deberían ser capaces de arrancar suspiros y prometer paraísos. Tenían que ser perfectos, el perfecto resumen del alma de una mujer.

Después de muchas horas, Eos bostezó, y cuando ya había caído en un sueño pertinaz, el pintor aún no había acabado el retrato de la desconocida. Una y otra vez probaba colores en las pupilas de su modelo imaginario, y ninguno le convencía. Ámbar, violeta, gris, azul, avellana, castaño, verde, cada uno con todas su variedades y tonalidades, todos los borraba una y otra vez.

Cuando Eos llegó al taller como todos los amaneceres, lo encontró desolado y con la mirada perdida.
-Eos, eres la diosa que pone colores a las cosas en toda la tierra, muéstrame el color más bello del mundo, te lo suplico.
-Eso que me pides es imposible para un mortal, sólo está reservado a la mirada de los dioses porque tú no podrías soportarlo.

El pintor tanto imploró que la musa se conmovió de su pena, y en pago a toda la belleza que había ido dejando por la tierra, intercedió por él ante los demás dioses, que, impresionados por sus obras, consintieron en mostrarle el más bello color del mundo.

Eos le acompañó en su viaje, en silencio, meditando si el final del trayecto no acabaría marchitando las dotes de su pintor. Al fin llegaron a un lugar agreste, un paraje donde la palabra muerte era lo primero que acudía a la vista y a la imaginación. En medio de aquella nada, se elevaba un pequeño montículo con una entrada oscura y tenebrosa. Entre rocas angostas, se abrieron paso a través de una cueva fría y escurridiza como piel de reptil, hasta llegar a una cámara alta y abovedada, en cuyo centro se hallaba una urna negra sin ningún tipo de ornamento. A su lado, sedente, una estatua que amenazaba una ferocidad infinita,  observaba con gesto adusto a los dos viajeros. Cruzó su mirada con la de Eos, ella asintió, y la estatua volvió a parecer tan inerte como antes.

Se acercó temeroso y solemne a la urna, tan despacio como sus nervios lo permitían, levantó la tapa y asomó su curiosidad al interior. Aquello no tenía forma, era sólo una especie de masa cambiante de un color tan bello, que los ojos y la boca del pintor parecieron duplicarse de tamaño ante tal asombro para sus pupilas. Era tan hermoso que tuvo envidia de no ser la estatua y así poder contemplarlo durante el resto de la eternidad.

No recordaba el viaje de vuelta porque su cabeza sólo pensaba en mezclar y mezclar pigmentos y tintes para lograr el color más semejante. Durante días no comió, no durmió, sólo trabajaba en su paleta, maldiciendo porque en aquella urna, ni siquiera fue capaz de reconocer los colores primarios. Vivía en una vorágine de óleos, linazas y trementina, maldiciendo, llorando y a veces hasta gritando por no ser capaz de hacer mortal aquel color reservado a los dioses. Su musa, mientras tanto, le veía agotarse sumido en la impaciencia, y lamentaba el momento en que consintió permitirle el viaje. Hubiera preferido no volver a visitarlo más que verlo consumido y enfermo. Al décimo día de esa locura cromática, Eos y la mujer ciega del lienzo lo vieron desplomarse en el suelo, enajenado y moribundo.

Y entonces, ella entró. Era una dama de alta nobleza y espíritu noble, sensible a la belleza como ninguna otra, capaz de emocionarse sin remedio ante cualquier manifestación de arte. Lo encontró tirado en el suelo del taller, balbuceando palabras sin sentido, enloquecido por la sed de agua y de conocimiento. Inmediatamente buscó una jarra, se inclinó sobre él y poco a poco fue vertiendo líquido entre sus labios. Ese frescor le confortó tanto que acabó entreabriendo los ojos, para encontrarse con los de ella, con su sonrisa. Y entonces ocurrió. En las pupilas de aquella hermosa mujer reconoció el color prohibido, que no era otro que el del enamoramiento. Puso sus dedos manchados de pintura sobre la mejilla de ella e incrédulo sonrió.

Ahora Eos cada mañana, primero se deleita observando el retrato de aquella dama, y después, con la suavidad y el sigilo de un rayo de sol, se acerca a la alcoba para despertar al pintor y su modelo. ©




No hay comentarios:

Publicar un comentario