miércoles, 29 de octubre de 2014

La estrella que no era fugaz


Érase una vez un niño que se enamoró de algo inalcanzable: una estrella. Era muy pequeño cuando descubrió que siempre estaba en su ventana durante la noche, ahuyentando los monstruos que salían del armario, que hurgaban bajo su cama o que, descarados, asomaban al quicio de su puerta. Esa estrella iluminaba sus noches más negras, le miraba fijamente  y en sus destellos adivinaba una sonrisa.

También estuvo presente en su primer beso, titilando al compás de los grillos de verano, guiñándole un ojo cuando él, en medio del beso, abrió uno de los suyos, vergonzoso, para ver si miraba. Las noches que prometían lluvia, la echaba de menos, y la imaginaba en las ventanas de otros niños y, celoso, se dormía a regañadientes.

Tanto soñaba con ella, que tomó una firme determinación: ir a buscarla. Haría todo lo que pudiera para lograrlo. Decidió primero saber de ella y después encontrarla. Estudió con ahínco, casi con ansia, cada día, cada noche... La estrella parecía estar contenta por la decisión, porque con su luz, le ayudaba a estudiar entre las sábanas. Cada día la quería más. Le enseñaba sus notas, contaba sus inquietudes al aire, la paloma mensajera entre él y la estrella, también sus alegrías que iban creciendo con él. Su sueño también crecía, nunca mermó, ni siquiera cuando supo que el nombre de su estrella era Z5849YAlfa y comprendió que tendría que inventarse un mote cariñoso para ella.

El niño se hizo adulto al amparo de su brillo, y llegó a convertirse primero en astrofísico y después en astronauta. Ya estaba preparado para su búsqueda. El primer viaje fue decepcionante, apenas pudo acercarse a ella, apenas vio que su luz se hiciese más grande,  a medida que se alejaba de la Tierra. No le importó, nada acabaría con su sueño.

Sus misiones cada vez eran más lejanas, cada vez pasaba más tiempo fuera del planeta. En su camino descubrió grandes maravillas, nebulosas de nácar, planetas verdes, cunas de estrellas, caminos estelares, meteoritos habitados por duendes, estrellas rellenas de  polvo de hadas, astronautas errantes, una rosa solitaria en un minúsculo planeta...

Los años pasaban y la estrella seguía aún muy lejos. Sus misiones poblaban los sueños y la admiración de niños, de adultos, de soñadores compulsivos, de magos de a pie. De repente, un día, el ordenador de a bordo con su voz que sonaba a prodigio esperado, le informó.

-Próximo destino: Z5849Y alfa.

Se volvió hacia la inmensa cristalera frontal de la nave. El asombro y la emoción transformaron su rostro, y sus pupilas, al fin, se convirtieron en brillo de estrella. Prudentemente, y casi de forma reverente, se acercó todo lo que pudo. Tuvo con ella charlas de enamorados, a base de estudios e investigaciones, haciendo que le contara poco a poco todos sus secretos, descubriendo su sagrada esencia, su alma celeste.

Cuando llegó el momento de partir, no tuvo que despedirse. No era necesario, sólo se aproximó al cristal, besó su superficie tibia y le dio las gracias. Volvió hacia la tierra y aunque cada vez se alejaba más de Z5849Y alfa, en realidad no sintió que fuese así. Siempre estaría con él, como cuando ahuyentaba sus fantasmas o iluminaba sus sueños; al fin y al cabo, sólo tenía que buscarla en el cielo para enamorarse aún más de ella...  y de su propia vida.
 
 

miércoles, 8 de octubre de 2014

Magia


Érase una vez un lugar mágico, posiblemente el único lugar mágico que quedaba sobre la tierra. Era un hermoso castillo dividido en habitaciones pulcras y sencillas que se alquilaban a todo aquel que llegase hasta el umbral.

Llegar no era nada sencillo, nadie conocía el camino, nadie sabía dónde estaba y muchos ni siquiera sabían que lo estaban buscando. Si el castillo hacía su magia en alguien, inmediatamente olvidaba el lugar, la suave montaña que coronaba, el exótico país que lo albergaba y los sinuosos senderos que lo rodeaban.

Para poder llegar, había una serie de requisitos mínimos: había que ser curioso, bondadoso, sincero, amable, entregado, honrado... Y, sobre todo, no dejar nunca de buscar. El castillo tenía su propia alma, su propio cerebro, y una vez que estabas ante el umbral, él decidía qué clase de magia haría contigo, porque era capaz de hacer muchas. Hoy os contaré uno de esos trucos.

Hasta el zaguán llegó una mujer, con una pequeña maleta blanca, donde los libros apenas habían dejado sitio para sus efectos personales. Tampoco necesitaba tantos, podía maquillarse con poemas, peinarse con el viento sideral y perfumarse con el ozono de las tormentas. Eso sí, siempre haría sitio a sus zapatos favoritos, porque aún confiaba en encontrar el camino de baldosas amarillas.

La puerta se abrió y sin que nadie le dijese nada ya sabía cuál era su habitación. Observó que nada estaba fuera de su sitio, todo era un equilibrio puro, sólo lo necesario sin florituras ni excesos, excepto la ventana. Cada mañana, cada hora, cada rato o de un minuto a otro, las vistas desde su gran ventanal cambiaban. Un día era el mar el que acunaba su sueño, otro eran las acacias acicalando sus hojas con el viento, otro era el frío de las cumbres nevadas quien la despabilaba... y las noches estaban amparadas por la cruz del sur o la cruz del norte, o era la vía láctea la que llegaba hasta el espejo del tocador perdiéndose en su reflejo.

Desde esa ventana vio que llegaba otro viajero que parecía haber sido sorprendido, en mitad de su camino a alguna parte, por aquel monumental castillo. Solo portaba un pequeño maletín.  De alguna manera, ella acabó abriéndole la puerta antes de que él pudiese tocar el llamador. La magia es así.

Él también supo cuál era su habitación, y como no había tenido tiempo de hacer el equipaje, en medio de una pared apareció una estantería con sus libros favoritos. Ya estaba instalado.

Los días pasaron para ellos a una velocidad que aún no ha sido definida por físico alguno, porque allí dentro la física no puede intervenir, no se necesita. Cada mañana, de algún modo que no necesitaban saber, se encontraban compartiendo el desayuno, las conversaciones, el café, las ilusiones, los sueños, los croissants de mantequilla, el té, las risas y los paseos por el trozo de mundo que tocase en el jardín. Y así pasaron los días, o los meses, o los pársecs, o los eones, quién sabe.

Una noche el mayordomo principal les pasó por debajo de la puerta una invitación formal a la fiesta que se celebraría en el jardín:

"El castillo mágico tiene el placer de invitarles a la velada que se celebra esta misma noche en el jardín oeste. Les prometemos una grata contemplación de fuegos y estrellas con truco de magia para finalizar el programa. No es necesario ir de etiqueta, pero sería un detalle de elegancia por su parte el que la señorita llevase puestos sus zapatos especiales."

Se encontraron en el hall principal, se sonrieron aunque no sabían si era martes o jueves y salieron juntos por la puerta del jardín oeste. En cuanto ella puso los pies en el suave césped, un ligero resplandor amarillo empezó a surgir entre la hierba con cada paso que  daba. Divertidos, siguieron el camino hasta llegar a un claro entre árboles mágicos que aplaudían la llegada de cada asistente. En el suelo, suaves y acogedoras mantas hechas con crin de unicornio daban la bienvenida a quien quisiera ocuparlas. En una de ellas se tumbaron, y esperaron el espectáculo.

El cielo se inundó de colores de nebulosa, de cúmulo globular, de aurora boreal; las constelaciones se pusieron la cara de sus mitos, incluso Casiopea sonrió a los invitados, Saturno danzó con su anillo como un derviche, Andrómeda giró sobre sí misma varias veces y se expandió como fuegos artificiales para volver a su espiral después... Cuando todo terminó, hogueras con fuegos de todos los colores del arco iris se encendieron a la vez.

Ellos creían que todo había terminado con aquellas hogueras, apoteósis de magia magistral, y se miraron encantados de haber podido asistir a algo así. Entonces, descubrieron los increíbles brillos del arco iris en las pupilas del otro y pensaron que aún seguía el castillo haciendo de las suyas. Sus rostros se acercaron hipnotizados por la belleza de sus miradas hasta que al final sus labios se tocaron.  Cerraron los ojos, dejaron de ver el fuego, los planetas, el jardín oeste y se besaron.

Cuando el beso terminó, sorprendidos, volvieron a mirarse. Entonces ella notó algo entre los labios,  que él retiró con los dedos. Era una pequeña estrella de mar de plata. Se rieron incrédulos y volvieron a besarse. Esta vez fue él quien deslizó entre los labios un nenúfar de plata.

Y así, cuando llegaron al castillo para recoger sus pertenencias y marcharse, llevaban los bolsillos cargados de magia: un delfín, un pez japonés, un corazón, una llave antigua, una muñequita...

Olvidaron cómo habían llegado, olvidaron para qué habían ido, pero siempre recordaron que entre ellos alguien había puesto magia.