Érase una vez una breve mujercilla que cada vez regalaba más
trozos de su vida, lo que la iba convirtiendo en más y más breve. Se anegó de
responsabilidades que iba aceptando de buen grado hasta descubrir que ya no era
responsable de sí misma.
El nombre de la mujercilla era Zoe, y siempre sospechó que
había alguna contradicción entre ella y su nombre, pero ni siquiera tuvo tiempo
de buscar en un diccionario. Allí habría encontrado que su nombre significaba
vida, y la suya era tan breve…
Adoraba las palabras que de forma inconsciente se gestaban
en alguna parte de ella, y que algunas veces se rebelaban contra su vida
agitada. Sentía un fuerte impulso de escribir, y si no tenía tiempo, desfilaban
las palabras una y otra vez por su cabeza hasta llegar a memorizarlas. Ella lo
llamaba “romper versos”. En cuanto abría los ojos cada mañana, ahí estaban las
palabras vigilando el día que había amanecido. No les bastaba con decir que
hacía sol o que estaba nublado, le susurraban dulcemente frases como “hoy se ha
escondido la luz de las cosas” si es que iba a llover u “hoy el sol volvió a
hacer explotar los colores” si había amanecido un día espléndido.
Madrugaba muchísimo para tener un rato de vida que sólo
compartía con un café que no hablaba, que no requería más atención que su
preparación y que con el vapor que envolvía su rostro cuando le daba pequeños
sorbos, parecía decirle: cuéntame más de ti.
Después se iba a trabajar a un lugar donde le compraban las
palabras que ellos querían que dijese. En realidad le compraban la voz,
mientras sus propios pensamientos se agolpaban
y peleaban al borde de su cerebro luchando por encontrar alguna salida
de emergencia por la que salir. Más tarde, Zoe se volvía a casa a vivir en expresiones
como “¿has hecho los deberes?”, “¿has recogido tu habitación” o “deme un kilo
de pechugas de pollo”.
También podía vivir a trozos en palabras ajenas, cuando leía
algún libro o cuando podía asistir a clases. Aprender le era tan vital como su
propio nombre; la curiosidad mató al gato, y ella siempre buscaba matar su
curiosidad. Otra cosa que le gustaba mucho era la música. Si no tenía letra,
ella podía imaginarla o incluso verbalizar los sentimientos del compositor que
él describía a base de notas.
Cada noche se iba a vivir un rato a su cama, justo antes de
quedarse dormida, cuando se ponía de parto de palabras. A veces eran breves
poesías, como su vida; otras eran pequeñas historias. Siempre se quedaba a
medias porque el envidioso Morfeo iba a buscarla para terminar él el cuento.
A menudo deseaba viajar, porque en cada viaje no sólo
aprendía, sino que encontraba nuevas formas de combinar frases, palabras… Sus
sentidos eran su propio diccionario y le bastaba tocar, acariciar, escuchar,
ver o paladear y oler para abrirlo por lugares mágicos aún sin descubrir.
Un día visitó un castillo muy bien conservado y vivió una
conjura de principio a fin. Otro día descubrió una hermosa laguna y encontró a
su ninfa enamorada de una nevada a deshora. En otra ocasión se sentó sobre un
edificio en ruinas y la rodearon hermosos romanos que se desenvolvían entre los
pliegues de sus túnicas ajenos al futuro donde ella estaba.
Una mañana en que estaba pariendo palabras cometió la locura
de encontrarse con un eclipse. No fue fortuito, no fue casual, sino que quiso
ir a buscarlo. El universo explotó ante sus ojos. Fue como si alguien le
hubiese soplado por la nariz para hacer llegar a su cerebro aire fresco.
Despegó lugares de su mente resecos a base de rutina, desperezó palabras en
desuso, despertó sensaciones que ella no había puesto ahí. Estalló en algo
distinto que no lo era tanto, porque en realidad era ella misma viviendo del
todo. Poco a poco sintió que cerraba los
ojos, contenía la respiración y abría los brazos dejándose embadurnar de
plenitud, de vida que quería vivir, de la sensación de no querer perder ni un
segundo más.
Ahora la mujercilla breve se ha vuelto infinita, porque está
presente en cada momento de su vida.
Y el eclipse que el universo puso a su disposición, siempre
la acompaña.