domingo, 17 de agosto de 2014

La vida breve


Érase una vez una breve mujercilla que cada vez regalaba más trozos de su vida, lo que la iba convirtiendo en más y más breve. Se anegó de responsabilidades que iba aceptando de buen grado hasta descubrir que ya no era responsable de sí misma.
 

El nombre de la mujercilla era Zoe, y siempre sospechó que había alguna contradicción entre ella y su nombre, pero ni siquiera tuvo tiempo de buscar en un diccionario. Allí habría encontrado que su nombre significaba vida, y la suya era tan breve…
 

Adoraba las palabras que de forma inconsciente se gestaban en alguna parte de ella, y que algunas veces se rebelaban contra su vida agitada. Sentía un fuerte impulso de escribir, y si no tenía tiempo, desfilaban las palabras una y otra vez por su cabeza hasta llegar a memorizarlas. Ella lo llamaba “romper versos”. En cuanto abría los ojos cada mañana, ahí estaban las palabras vigilando el día que había amanecido. No les bastaba con decir que hacía sol o que estaba nublado, le susurraban dulcemente frases como “hoy se ha escondido la luz de las cosas” si es que iba a llover u “hoy el sol volvió a hacer explotar los colores” si había amanecido un día espléndido.
 

Madrugaba muchísimo para tener un rato de vida que sólo compartía con un café que no hablaba, que no requería más atención que su preparación y que con el vapor que envolvía su rostro cuando le daba pequeños sorbos, parecía decirle: cuéntame más de ti.
 

Después se iba a trabajar a un lugar donde le compraban las palabras que ellos querían que dijese. En realidad le compraban la voz, mientras sus propios pensamientos se agolpaban  y peleaban al borde de su cerebro luchando por encontrar alguna salida de emergencia por la que salir. Más tarde, Zoe se volvía a casa a vivir en expresiones como “¿has hecho los deberes?”, “¿has recogido tu habitación” o “deme un kilo de pechugas de pollo”.
 

También podía vivir a trozos en palabras ajenas, cuando leía algún libro o cuando podía asistir a clases. Aprender le era tan vital como su propio nombre; la curiosidad mató al gato, y ella siempre buscaba matar su curiosidad. Otra cosa que le gustaba mucho era la música. Si no tenía letra, ella podía imaginarla o incluso verbalizar los sentimientos del compositor que él describía a base de notas.
 

Cada noche se iba a vivir un rato a su cama, justo antes de quedarse dormida, cuando se ponía de parto de palabras. A veces eran breves poesías, como su vida; otras eran pequeñas historias. Siempre se quedaba a medias porque el envidioso Morfeo iba a buscarla para terminar él el cuento.
 

A menudo deseaba viajar, porque en cada viaje no sólo aprendía, sino que encontraba nuevas formas de combinar frases, palabras… Sus sentidos eran su propio diccionario y le bastaba tocar, acariciar, escuchar, ver o paladear y oler para abrirlo por lugares mágicos aún sin descubrir.
 

Un día visitó un castillo muy bien conservado y vivió una conjura de principio a fin. Otro día descubrió una hermosa laguna y encontró a su ninfa enamorada de una nevada a deshora. En otra ocasión se sentó sobre un edificio en ruinas y la rodearon hermosos romanos que se desenvolvían entre los pliegues de sus túnicas ajenos al futuro donde ella estaba.
 

Una mañana en que estaba pariendo palabras cometió la locura de encontrarse con un eclipse. No fue fortuito, no fue casual, sino que quiso ir a buscarlo. El universo explotó ante sus ojos. Fue como si alguien le hubiese soplado por la nariz para hacer llegar a su cerebro aire fresco. Despegó lugares de su mente resecos a base de rutina, desperezó palabras en desuso, despertó sensaciones que ella no había puesto ahí. Estalló en algo distinto que no lo era tanto, porque en realidad era ella misma viviendo del todo. Poco a poco sintió que cerraba los  ojos, contenía la respiración y abría los brazos dejándose embadurnar de plenitud, de vida que quería vivir, de la sensación de no querer perder ni un segundo más.
 

Ahora la mujercilla breve se ha vuelto infinita, porque está presente en cada momento de su vida.

Y el eclipse que el universo puso a su disposición, siempre la acompaña.

 

jueves, 14 de agosto de 2014

Lunes


Es lunes… Cinco minutos más, cinco minutos más… Pero no puedo, tengo demasiadas cosas por hacer. Quizá sólo unos segundos para desperezarme de esta breve cabezada. Recuerdo que alguna vez descansé el domingo entero, pero ahora es imposible, tengo tanto por hacer que sólo puedo dormir unos minutos cada eternidad. Tan perfecto como me creo y resulta que necesito desconectar de vez en cuando. Es lo que tiene haberse hecho a sí mismo, sin madre ni padre, ni perro que me ladre. Siempre me hizo gracia esa frase.

 

No sé si organizarme el día o ir improvisando; en realidad me da igual. Cada vez que intento programar el día estos inútiles la lían donde menos lo espero. Delegar de forma responsable es la solución, lo sé, pero ¿dónde están los responsables en los que delegar?

 

Sí, aquel domingo fue el final de una agotadora semana, donde no hubo tiempo ni para una cabezada, pero todo era tan fácil, tan equilibrado, el trabajo iba saliendo de una forma tan perfecta que no podía parar. Pasé aquel domingo contemplando, refocilándome en un trabajo bien hecho, orgulloso del resultado. Era la plenitud, sacar algo maravilloso de la nada. Menuda idea tuve, estaba sembrado.

 

Pero ahora… Voy a arriesgarme a echar un vistazo, apenas unos segundos para ver cómo está todo, aunque me asusta, porque no consigo que nada mejore cada día. Cada jornada es peor que la siguiente y cada vez queda menos de aquella empresa inicial que ya está casi arruinada. Confié en ellos dándoles el mejor sitio para estar, incluso podría haberlo llenado todo de carteles del tipo que ponen las empresas yanquis: “The best place to be”. Ni siquiera tienen espíritu de equipo, es imposible, a pesar de que les envié buenos formadores, lo mejorcito.

 

Nadie me veía aquel domingo, tumbado en el lugar más mullido y cómodo que se me antojó, con sonrisa bobalicona, mirando a un lado y a otro, disfrutando de todo lo que había hecho y de que todo estuviera funcionando como un reloj suizo. Recuerdo que me entretuve mucho con mi nuevo personal. No tenían experiencia, pero vi en ellos tanta pasión, tanta voluntad, tanta entrega, que los hice apoderados de mi gran empresa. Creí que la llevarían a buen término y de forma responsable, que la cuidarían con el mismo mimo con el que yo la construí. Qué iluso fui…

 

Sólo ha sido una ojeada y la tristeza me vuelve a embargar. Si pudiera llorar, lo haría. Más fuegos que apagar; así no hay quien se organice. ¿Cuánto he dormido? ¿Cinco minutos? Quizá menos, pero ya sé lo que me ha despertado. Fueron súplicas, pero de las verdaderas, no de las que me entran por un oído y me salen por otro, si es que tengo oídos… Miles, quizá millones de voces suplicando que les ayude, que solucione las cosas, que acabe con los problemas. Son tantas que no puedo atender a todas; a veces selecciono, a veces improviso y a la postre únicamente consigo gente insatisfecha. Eso a pesar de que en sus escrituras de apoderamiento lo pone bien claro: “libre albedrío”.

Y mientras el maravilloso planeta que creé es destruido por mis criaturas más amadas, aún tengo un lugar para la ironía. Creo que nombraré a San Pedro director del nuevo Servicio de Atención al Cliente. Se va a cagar…