miércoles, 12 de enero de 2022

Las Campanillas

 Las campanillas del patio con su tintineo no eran suficientes para despertarla porque no estaba en su voluntad salir del sueño, dormir era escapar a la realidad.  Sin embargo, soñaba pensando que era extraño que él aún no las hubiese destrozado porque ella adoraba esas campanillas; quizá porque el patio era un viaje demasiado largo para la ira. La ira buscaba cosas más cercanas y siempre amadas por ella. En algún vertedero, o quizá ya en la nada, reposaban los recuerdos de su madre, los escasos caprichos, los vestidos bonitos y sus ilusiones.


Él había aparecido en su sueño sólo por ella. Estaba en la puerta de un cine; ella pasaba por allí. Era lo único que podía hacer, ir de paso, y de paso rápido. Estaba guapo, no había cambiado. Al fin y al cabo el sueño era suyo y así era su recuerdo a pesar de los veinte años que habían pasado. Únicamente tuvo que mirarla como la primera vez para saber que todo seguía igual, que el alma les explotaba en el estómago sin necesidad siquiera de tocarse. Ella se acercó sin hablar y  le acarició, una caricia lenta y larga porque desde hacía veinte años sólo rozaba las cosas; su tacto pasaba de largo por las personas porque guardaba sus caricias para los moratones. Le acariciaba la mejilla con ternura, como hubiera deseado que  la acariciasen a ella donde tanto dolía el último golpe. A su lado estaba la esposa de él  sin inmutarse, siendo testigo ensombrecido y resignado de un secreto que se abría por fin. Esa mujer estaba tan quieta como el bulto real, caliente e incómodo que Ana tenía a  su espalda. El bulto airado se había dormido hacía rato después de la dosis diaria de insultos, gritos, amenazas y algún que otro bofetón; no había sido un día tan malo.  Tampoco la esposa se movió cuando él, su gran amor,  acercó los labios a los suyos sin llegar a besarla, sólo para decirle que había vuelto, que estuviera tranquila, que el tiempo había pasado pero no los sentimientos, que ella también estuvo siempre en sus sueños.

La alegría brilló en los ojos de Ana hasta que se desbordó y acabó rodando por su mejilla, estaba feliz. Él limpió su lágrima. Notó la almohada húmeda pero eso tampoco era suficiente para despertarla, esa almohada era quién cada noche secaba su dolor y su sufrimiento. También le acarició el cabello largo, rizado y sedoso y ella pensó que si la caricia fuese en el mundo real se quedaría a medias, hacía mucho tiempo que lo había dejado  muy corto para que su larga melena no sirviera de cepo y asidero a la ira. Eso debió ser justo después de la primera fractura de cráneo y del primer "lo siento, no volverá a pasar, perdóname,  no quería hacerlo, pero es que me provocas..."


La cogió de la mano con delicadeza, como no podía ser de otra manera, porque las fracturas que sufrió cuando el bulto la tiró contra el suelo no habían curado bien y aún molestaban. Aún así, ella le apretó con fuerza para que no la soltase. En los sueños las palizas  no duelen. La llevó dentro del cine, ante una gran pantalla, pero no se sentaron, sólo le pasó el brazo por los hombros  y le susurró que mirase la película. Ella no quería dejar de mirarle a los ojos pero, muy a su pesar, obediente, se fijó en las imágenes. Le pareció curioso que la película fuera sombría, pero no le resultaba desagradable.  En ella una mujer bailaba con sus amigas una simple coreografía de canción del verano sin parar de… ¿eso eran carcajadas? Sí, ahora recordaba que aquello era reír. Después, las mujeres se sentaron a charlar sobre su trabajo, quejándose de sus jefes, de las horas extras, de los compañeros, de todo.  Era una extraña forma de quejarse porque no paraban de reír. Más tarde la protagonista se marchó a su casa, a la que entraba descuidadamente, dejando los zapatos en la entrada y cantando todavía la cancioncilla del verano. Se la veía cansada incluso a pesar de la poca luz, y así debía ser porque se sentó a plomo en un sofá, colocó los pies sobre la mesita de café y en menos de cinco segundos su respiración comenzó a sonar profunda y monótona. ¿Se había quedado dormida sonriendo? ¿Eso podía hacerse? Ana no despegaba los ojos de la pantalla, estaba hipnotizada. No había acción, sólo se veía a una mujer durmiendo plácidamente y, sin embargo, le parecía emocionante, incluso bella, así que le preguntó con cierta ansiedad: ¿Cómo se llama la película? Los oscuros y hermosos ojos de él llegaron antes que su respuesta, la miró con un gesto de…ternura ¡eso es! y simplemente contestó: “Ana”.

 Ahora sí se dejó llevar hasta la consciencia, emergiendo del sueño como quien emerge del agua con el único ansia de respirar. Cuando abrió los ojos se encontró frente al espejo del cuarto de baño que le devolvía la imagen de la actriz de la película que acababa de soñar, pero con veinte años y doscientas penas más,  No sabía cómo había llegado allí, ni cómo se había puesto sobre los hombros una bata que apenas cubría su cuerpo desnudo  vestido de golpes y cicatrices,  muy delgado porque nunca tuvo claro si era mejor comer para que el bulto no la llamara saco de huesos o no comer para que no le dijese que se estaba gastando su dinero en ponerse como una foca. Alargó la mano, la sana, y notó el suave roce de una piel, otra mano que empezó a tirar de ella despacio. No se asustó, sabía qué era su antiguo amor llamándola desde el sueño. Salió despacio del cuarto de baño, se vistió con el único traje decente que había podido esconder, recogió su bolso y, sin hacer el menor ruido, llegó hasta la puerta de la entrada. Nada más cruzarla  una sombra de arrepentimiento pintó su cara sin maquillaje. Cerró la puerta y dando pequeños pasos atravesó la vivienda y salió al patio.

Ana recogió del árbol  sus preciosas campanillas,  en su lugar dejó colgados sus miedos  y se marchó a vivir su película.


martes, 14 de agosto de 2018

La mirada de bronce

Saamp nació con dos dones, el primero eran sus ojos, una mirada verde de agua mansa, de lago quieto, rodeado de largos y flexibles cañizos que bailaban al unísono una danza lenta de brisa suave. Si clavaba en ti su mirada, te invitaba a sumergirte en ella, no podías negarte, era como una mano tendida a la que tenías que asirte, confiada y amiga.

Su segundo don era la forma en que usaba su flauta, no había serpiente que no quedase hipnotizada por esas notas tan sensuales que parecían parar el tiempo, el mundo y hasta el ritmo de los astros.
Saamp se ganaba así la vida, meciendo música y cobras en un baile íntimo y mágico. Aquellos que se paraban en las calles de Rajastán a contemplar el misterio del encantamiento, se sorprendían al ver que, desde el mismo momento en que Saamp destapaba la cesta, la serpiente miraba directamente a sus ojos. Desde ese instante, el punji comenzaba a destilar su música y el animal parecía danzar siguiendo sus sutiles movimientos. Era el encantador más famoso de toda la comarca, pareciese que el mismo Gogol Vir, el santo patrón de las serpientes, fuese guiando el sinuoso punji de Saamp.

Kobara nunca confió en nadie, por eso nunca tuvo que atacar a nadie. Ni ella misma sabía cómo sonaba su lengua, y sólo se erguía cuando la curiosidad la obligaba a asomarse. Era lenta, silenciosa, como si pasease por la vida en lugar de vivir. Era hermosa, brillante, elegante, de vivos colores y su mirada sabía hablar por ella. En su lento viaje había visitado ruinas y templos y había conocido la leyenda de Gogol Vir. Este sacerdote fue mordido por una serpiente, que al darse cuenta de lo que había hecho, le pidió que comiera su carne para que sus poderes mágicos pasaran a él. Sin embargo, unos ladrones entraron en su casa y robaron la carne, adquiriendo ellos estos poderes. Desde el momento en que conoció que los encantadores eran los descendientes de aquellos ladrones, Kobara sintió el mayor de los desprecios por ellos, pero también curiosidad.

En esos días a Kobara le costaba mucho trabajo esconderse en grietas y árboles, porque la ciudad se estaba llenando de gente. Se celebraba el Nag Pachami, el festival de las serpientes.

La cobra, no quería acercarse a aquel lugar, pero el odio y la curiosidad son malos consejeros de la prudencia, y acabó deslizándose entre las hierbas altas que rodeaban el sitio en el que los yoguis exhibían sus encantamientos.

Fue observándolos uno a uno, sintiendo vergüenza por aquellas serpientes desdentadas y sumisas, que perdían dignidad en cada uno de sus vaivenes. Por primera vez escuchó su propia lengua sibilante mientras fijaba la mirada oscura en los hijos de los ladrones. De repente, esa mirada oscura se cruzó con la de Saamp, quien aún no había comenzado su exhibición. Saamp, fascinado,  recorrió con sus pupilas las escamas color oliva de aquella cobra real, volviendo constantemente al bronce de su mirada. Kobara penetró en su mente a través de esos lagos verdes y quietos y supo que Saamp se preguntaba cuál sería el color de su torso. Ella se alzó, y desplegó el intenso color amarillo que siempre mantenía oculto. Los que estaban a su alrededor, al darse cuenta de que a su lado había una impresionante cobra, se alejaron espantados, pero Saamp y Kobara parecían ajenos a todo. Él quería encantarla, ella quería demostrarle que nunca sería así.

Kobara se desplazó despacio, magnífica, hasta quedarse frente a Saamp, sus ojos del color del bronce a la altura de los de él, y él supo lo que tenía que hacer. Cogió su punji, y con la mayor delicadeza, comenzó el ritual. Kobara permanecía erguida, demostrándole que, si quería que bailase, debía esforzarse más.  La gente contemplaba la escena, pensando de que gran encantador había fracasado, pero, de repente, de aquella flauta empezaron a salir los más delicados y maravillosos sonidos.

Kobara, satisfecha, onduló su cuerpo despacio. Saamp creyó que la magia estaba hecha y también ondulaba su punji esperando ser quien marcase los movimientos de Kobara. Pero ella, sin dejar de mirarle a los ojos, oscilaba y se balanceaba inspirada por aquellas notas, así que él acabó por moverse al ritmo de ella, encantado por aquella serpiente desafiante.

Cuando la melodía terminó, las personas a su alrededor eran ya muchísimas y todas aplaudían creyendo que habían podido contemplar la mejor exhibición del  mejor encantador de serpientes. Él estaba feliz por el éxito, pero Kobara, irguiéndose aún más, por encima de su cabeza, se aproximó tanto a su cara que él pudo mirar el fondo de sus ojos y así comprendió que nunca, jamás, podría encantar a esta serpiente.

Él abrió su cesto, invitándola a entrar. Ella se perdió entre las hierbas altas de aquel lugar.






jueves, 1 de febrero de 2018

La estrella sin sitio

Érase una vez una estrella que no estaba en los planes del universo. Nació de repente en la galaxia que no tocaba y en el momento que no era oportuno. El gran artesano podría haber borrado del cielo aquel astro como quien se quita una miga de la solapa, pero estaba muy atribulado con las tonterías humanas, así que la ignoró.

No era una gran galaxia, ni su espiral espectacular, pero era la más cercana y hacía lo posible para quedarse en ella, además se estaba calentito. Unas veces le hacían hueco aquí, otras veces allí, pero las más se hacía hueco a base de codazos estelares. Y así pasaban los eones, y ella crecía, y necesitaba más sitio, pero no había forma, no estaba cartografiada en la evolución  del big bang.  Llegó a ser una gigante de colores; ni blanca, ni roja, de colores. Al fin y al cabo puesto que no tendría que haber existido, podía ser lo que le diera la gana. Y con tanto darle la gana y con tanto color, acabó siendo la estrella más preciosa de esa galaxia, de la de enfrente y de otras muchas hasta donde al Hubble le alcanzaba la vista. Sus estrellas más cercanas, dicen que tenía madre y hermanos, acabaron viendo cómo una simple estrella se estaba convirtiendo casi un agujero negro, porque atraía envidias, miradas, piropos y admiración de todo astro viviente que por allí pasaba. Estaba bastante feliz, ya no tenía que hacerse sitio, porque hasta le hacían reverencias al pasar.

Sin embargo, no era del todo feliz. Todos aquellos pársecs sintiéndose fuera de lugar, viendo cómo simples planetas gaseosos la miraban con altivez y que hasta los asteroides cuchicheaban a su paso, le habían dejado un cierto halo de tristeza en el brillo.

Un día, intentando olvidar sus lágrimas de plasma de aquella misma tarde, se fue a una fiesta en la nebulosa de la Bombilla, donde se codeaba la crème de la crème de la infinitud universal. Allí estaba vestida con sus mejores colores, tomándose a sorbos una copa de polvo estelar cuando, de repente, apareció un apuesto cometa de larga y brillante cabellera y… ocurrió. Se hicieron ojitos. El núcleo y corazón de nuestra estrella comenzó a latir tan rápido que tuvo miedo de que alguna pequeña explosión acabase con la juerga, así que decidió irse haciendo mutis por el firmamento. El cometa, que sólo estaba de paso, se quedó tan prendado de ella que decidió no dejarla marchar, y haciendo fuerza de gravedad, la atrajo hacia sí y ambos se perdieron en una oscuridad infinita.

El cometa y la estrella, felices, encontraron su lugar en el universo, en las afueras de la galaxia, pero a pocos kilómetros del centro porque ella no quería perder contacto con aquellos que conoció. Con el tiempo, en ese pequeño sistema solar aparecieron dos planetas y la felicidad les hacía bailar elipses sin fin. Pero el cometa estaba de paso, ése era su destino, y un mal día su mano de hielo se derritió y se soltó de su estrella.

El gran artesano parecía seguir haciendo la vista gorda, sin ocuparse de nuestra estrella. Pero no era así. A su alrededor el sistema solar siguió creciendo  con pequeños planetas, fértiles, azules, verdes, bellos que hicieron las delicias de sus llamaradas. También recibía visitas, muchas, de astros de otros rincones atraídos por su calor y su belleza. Nunca estuvo sola.

Pero al igual que el cometa estaba de paso, la estrella completó su ciclo, y una noche de tormenta solar, la gran gigante de colores desapareció, pero no del todo; había creado al fin su propia galaxia y tanto era el calor que había desprendido que nunca reinará el frío en aquel rincón del universo y siempre quedará un rastro de su brillo en aquellos que la conocieron. 

Siempre creeré que el gran artesano le contó al oído dónde podría encontrar a su cometa de elegante cabellera y que ambos estarán recorriendo el infinito hasta el final de los tiempos.



jueves, 27 de octubre de 2016

Casi feliz


Érase una vez un país a tres horas a pie más allá del horizonte. Lo conocían por el nombre de Kuroi y era un lugar maravilloso. No había día sin una hora de cielo algodonoso, ni noche sin su ratito de tormenta, ni río que no fuera cantor, ni playa sin calma ni acantilado sin espuma. Sus árboles habían decidido por consenso tener perenne la frondosidad y todos sus frutos eran deliciosos.  

Allí vivía Iro, y poco nos importa si era joven, guapa, fea, alta o desgarbada. Era simplemente Iro con sus cosas de Iro y su personalidad de Iro. Era feliz en aquel país, o al menos eso creía.

Otoko era el vendedor ambulante en nómina y traía hasta su pueblo los más extravagantes archiperres. Desde una caja de melones cherry gritaba las maravillas de los productos que traía en su cofre de los misterios. Todo el mundo estaba acostumbrado a sus aullidos quebrados por la tos que se resistía a sus propios jarabes mágicos y a sus aspavientos de aspirante a actor de teatro japonés, pero tenía su público y a Iro le divertía.

Como le divertía recorrer los alrededores del pueblo disfrutando de paisajes y detalles. Sí, se creía feliz porque no sabía que había una razón para ser infeliz. Y es que el país de Iro era gris. Literalmente gris: árboles grises, mares grises, cielos grises, animales grises, personas grises. No existían los colores.

Un buen día, a la hora que tocaba la brisa otoñal, Otoko se subió en su cajón y gritó a su encantado público:

-¡Bálsamo mágico ocular! ¡Una gota en cada lagrimal y veréis lo nunca visto! ¡Y sólo hoy a mitad de precio!

Haciendo equilibrios, consiguió que un joven subiese al cajón para probar aquel líquido meloso y gris.

-Y ahora, vamos a probarlo con este voluntario al que no conozco de nada –era su sobrino, el mismo desconocido voluntario de cada día-.

Otoko depositó con sumo cuidado una gota en cada lagrimal de aquel chaval que no sólo no se retorció entre horribles espamos, sino que al abrir los ojos exclamó:

-¡Joder, tío, qué pasada!

El sobrino se llevó dos pescozones, uno por la palabrota y otro por desvelar que tan desconocidos no eran. No obstante, el gesto de asombro del chico despertó la curiosidad de Iro.

-¿Qué ves, chaval?

-No lo sé, señora, pero el mundo es distinto y fantástico, podría estar horas mirando. ¡Dame más, tío!

Sus gritos  parecieron a los demás habitantes una exageración sin precedentes para vender sus bálsamos y se fueron dispersando a pesar de los esfuerzos de charlatán de Otoko. Cuando todos se habían marchado, sólo quedaba Iro asombrada por los gestos y las palabras del sobrino del vendedor, y acabó por decidirse.

-Otoko, dame un frasco, pero ay de ti como me estés timando.

-Señora Iro, créame, esta vez no es engaño. Volverá a por más.

En casa, ante el espejo, instiló aquel líquido gris en sus ojos, y con la convicción de que sólo había suero en el frasco, abrió los ojos.

Lo siguiente que abrió desmesuradamente fue la boca, como si tuviera que vomitar la sorpresa porque no le cupiese dentro. ¿Qué le pasaba a su baño? ¿ Por qué las flores de los azulejos eran tan distintas y bellas? ¿Qué tenía en los labios, en el cabello, en las pupilas? ¿Qué era eso que parecía llenar de vida todo lo que miraba?

Con la boca abierta, arriesgándose a ser último destino de algún insecto, recorrió toda la casa y al salir al jardín cayó de rodillas, alcanzada por la onda expansiva de la explosión de color de sus flores, del cielo, de los árboles…

Claro que volvió a por más, ese mismo día, todos los días.

El color se hizo rutina pero no podía vivir sin él. El efecto duraba poco tiempo, así que siempre llevaba consigo un frasco del bálsamo mágico, le hacía sentir viva.

Hasta que un día el vendedor no colocó su cajón de melones enanos en el mercado. Volvió al día siguiente y tampoco estaba. Ni al otro, ni al otro, ni al otro…

Iro estaba desesperada, necesitaba esas gotas para poder disfrutar de la vida, para poder sacudirse el gris que siempre tuvo a su alrededor sin saberlo, para sacarle los colores a las horas de vigilia y ponerle tintes a los sueños.

Recorrió otros pueblos, preguntó a sus vecinos y nadie parecía saber nada de Otoko, que quizá en otros lugares había vendido tantos mejunjes que se había hecho rico y se había jubilado lejos de allí. Ni rastro de él ni de su producto mágico.

La desesperación dejó paso  a la tristeza. Iro se sentó en los peldaños del jardín, se abrazó las rodillas y pensó que jamás volvería a disfrutar de nada. Con la cabeza tan hundida como ella, comenzó a llorar.

Lloró un mar Adriático y dos océanos y medio, lloró hasta deshidratar el aire, lloró hasta embarrar los jazmines y las ramas de los sauces cómplices de su llanto. Lloró hasta que le brotó la suficiente resignación como para levantar la cabeza y abrir los ojos esperando un horizonte gris el resto de su vida.  

Pero no fue así, a través de la translucidez de sus lágrimas le llegaron de nuevo los colores de las margaritas, los pensamientos, las violetas, prímulas, adelfas, crisantemos, rosas, camelias, petunias, tulipanes. Todos los colores parecían mirarla de frente, incluso el propio cielo, para que se diera cuenta de que no necesitaba un Otoko para sentirse viva porque el color estaba, siempre estuvo, en ella.

domingo, 17 de enero de 2016

El mejor rey

Érase una vez un rey que podía presumir de ser el mejor rey del mundo. Por supuesto reinaba el mejor país del mundo Su nombre era Tontóritz IV y sus dominios eran conocidos como Babariak, pero los envidiosos reinos que lo rodeaban resumían llamándole el rey Tonto de Baba.
Tonto siempre estaba alegre, organizaba las mejores y más suntuosas fiestas y su corte tenía el aspecto de una pasarela de moda. Al fin y al cabo, en su país no había amanecer sin sol, primavera que no explotase, ni otoño sin la lluvia justa. Hasta parecían caer los copos de nieve necesarios, ni uno más.
Los habitantes del país lucían siempre una sonrisa preñada de abundancia, bienestar y esa felicidad que acaba haciéndose costumbre.
Todo era maravilloso en aquel país.
Pero hete aquí que una primavera se pasó de lista, se salió de madre y organizó una maratón de tormentas y granizo como nunca se había visto. Ni una plantación de cereal, fruta, verdura... nada escapó a la macrofiesta de rayos, truenos y piedras de hielo. Ese año, simplemente, no hubo cosecha y muchos animales cayeron víctimas de un fenómeno meteorológico impronosticable hasta para el perfecto hombre del tiempo de aquel país perfecto.
Los habitantes de Baba pronto sufrieron las consecuencias y los alcaldes pidieron audiencia con el rey:
- Majestad, como sabéis, Babariak ha sido víctima de una terrible desgracia. No hay cosechas que recoger y nuestros animales no tienen pasto con qué alimentarse.
Los dientes de oro de la opulenta sonrisa de Tonto brillaron con un paternalismo aún más deslumbrante que su condescendencia:
- Queridos alcaldes, conozco muy bien la situación pero no por ello me alarmo y así deberíais hacer vosotros. Somos el mejor país del mundo, siempre hemos nadado en la abundancia, y me consta que habréis guardado prudentemente, como perfectas hormigas, por si algún día la mala suerte confundía su camino y pasaba por nuestro reino. Confío en vosotros y sé que sabréis administraros para que esta situación acabe siendo una anécdota.
De esta manera concluyó la audiencia, no sin cierta desazón y decepción por parte de los alcaldes, que buscaban más una solución que una adulación a sus capacidades.
Manejaron la situación como pudieron, pero ya no sonreían tanto. Se les nubló a todos el cielo y la sonrisa, y sus fiestas ya no eran como antes, aunque aún tenían la esperanza en la siguiente cosecha.
Tampoco llegó. La sequía agrietó sus tierras y dejó los campos como una piel madura y maltratada. El sol castigaba paisajes y hombres, y a nadie le apetecía salir de la sombra de sus hogares.
De nuevo los alcaldes pidieron audiencia al rey.
-Majestad, la situación es grave. No tenemos de nuevo cosecha, nuestros animales se mueren, nuestros artesanos ya no hacen magia con sus manos porque nadie les compra, los músicos sólo parecen aullar penas con sus instrumentos y ni siquiera los niños ríen. Ya no nos queda nada de lo guardado y con vergüenza, porque somos un pueblo orgulloso, demandamos vuestra ayuda.
- Mis queridos alcaldes, cómo lamento esas penosas palabras que brotan de vuestros labios. Soy vuestro rey, orgulloso de su pueblo, conocedor de su fortaleza, su capacidad de solucionar problemas y de afrontar cuantas desdichas la cruel fortuna os depare. De nuevo confío en vosotros, porque os conozco, mil veces antes me demostrasteis que nada os vencerá y seguiréis siendo el aguerrido país que mi orgullo publica al resto de reinantes. Id y trabajad como sólo vosotros sabéis hacerlo, sed ejemplo, como siempre lo fuisteis.
- Pero Majestad...
- Permitidme que termine aquí la audiencia. He de preparar un viaje a un lejano reino y aún no hice acopio de mis mejores ropajes.
Mientras los alcaldes, cabizbajos, iniciaban el camino de regreso a sus desgracias locales, una figura salió de las sombras de los cortinajes. Era Litz, el chambelán.
- Majestad, permitid mi atrevimiento, pero quizá sería apropiado hacer algo para ayudarles en sus cuitas. Parecían realmente preocupados -dijo Litz.
- Oh, sí, sí... tenéis razón. Ya sé lo que haré. Organizad una fiesta para todos, y que corra de cuenta de palacio, así verán que realmente me preocupo por ellos; son mi pueblo, y lo amo inmensamente.
Dicho esto, el rey siguió organizando su equipaje.
Litz, organizó una fiesta según el decreto real, a la que pocos asistieron porque aunque humildes, el orgullo les impedía lucir harapos y rostros maquillados por el hambre.  Pero el gran ausente fue Litz. Durante dos lunas, y tres siestas de Horom (el abuelo que había ganado año tras año el récord de tiempo de siesta hasta que fue establecido medida estándar de tiempo), Litz desapareció del reino.
Una noche, mientras los alcaldes se reunían al amor del fuego y la hermandad que surge de las desgracias compartidas, el chambelán apareció acompañado de varios hombres desconocidos, y pidió la palabra.
La noche fue larga, aquellos hombres hablaron durante horas, mientras los alcaldes sólo escuchaban y algunos incluso corrieron a sus casas a buscar lápiz y papel que diese memoria a tanta palabra dicha. Al amanecer, los propios mandamases de cada pueblo soplaron el cuerno de las convocatorias con una fuerza que no correspondía a la que se esperaba de una noche en vela. Después de los largos pregones, la actividad en todos los rincones del reino de Baba era frenética.
Desde los balcones de palacio, Litz sonreía. En el caserón de invitados reposaban los grandes maestros que había buscado en los confines del mundo durante su ausencia. Aquellas personas, durante esa noche interminable, habían instruido a los alcaldes en cosas tan dispares como las plantaciones de secano, el aprovechamiento de los pozos, cómo tratar el grano para que no enfermase, la alimentación productiva de las reses, o la manufactura de telas con nuevos materiales.
Así, con tanto que hacer, llegó el día de San Batracio. Era la fiesta nacional, cuando todo el pueblo de Baba se reunía para celebrar con su rey  la victoria sobre los Boaks, unos estúpidos que insistía en mover las piedras de las lindes del reino para ir ganando unos metros a su país cada anochecer.
Su Majestad Tonto, apareció en el balcón sepultado entre armiños y joyas, proyectando su voz para que en ningún rincón del mundo dejase de escucharse que era el mejor rey del mejor país.
Terminó su arenga, con los brazos alzados, la mirada arrogante en el cielo y las orejas esperando la gran ovación. Pero no pasó nada. Ni un vítor, ni un loor, ni un.. nada. El rey torció la boca hacia las sombras de los cortinajes, aún en la misma postura.
- Litz, ¿qué pasa? ¿Algún encantamiento les ha dejado mudos?
El chambelán se acercó a la baranda para comprobarlo, y en ese momento, un grito tronó, recorrió las nubes, las auroras boreales, la tundra, las simas, los desiertos, las mares océanas...
Y por todo el mundo se escuchó "Viva el rey Litz, el mejor rey del mejor país".


lunes, 1 de junio de 2015

El libro

Érase una vez una mujer que adoraba leer cualquier cosa. Era capaz de leerse hasta el prospecto de la aspirina e incluso cuentan que  también los programas electorales. Su némesis lectora eran los manuales de instrucciones, por una especie de tonta rebeldía, afán de investigación personal y un práctico y arcaico pensamiento de que las cosas entran mejor cuando te das de cabezazos con ellas, o contra ellas.

Le llegó la feria del libro como le había llegado la primavera, a su tiempo y esperándola, así que se fue a disfrutar de aquellos montones de papel preñados de palabras que hacían sus delicias. No acababa de decidirse por ninguno en especial, y tampoco tenía un criterio para elegirlos. Las grandes sorpresas lectoras no se las habían procurado las listas de los bestsellers ni las cabeceras de los grandes almacenes. Era algo más intuitivo, quizá primitivo, lo que le había llevado a elegir libros como aquel que hizo de su tiempo de siesta un terror infinito. La habitación de Noemí...

Ella que siempre se jactaba de no pasar miedo con los libros, tuvo que optar por leerlo acompañada porque de no hacerlo, en cuanto lo abría su casa se llenaba de espíritus y fantasmas, y los azulejos se le ponían perdiditos de ectoplasma.

Leyó portadas, contraportadas, lomos, acarició cueros, cartones, papeles, las ilustraciones la inquietaban, le hacía reír o la asombraban, pero todos se iban deslizando desde sus manos hasta la quietud de la mesa o la estantería.

Hasta que encontró un libro pequeño, con pocas páginas, encuadernado en un sobrio cartón forrado de una tela rústica y áspera de color azul noche. Nada de sinopsis, ni foto de autor de pose interesante, ni ilustración, sólo un título "El fin de tu mundo". Esta vez, y sin preguntar a su cerebro, su mano derecha lo asió firme y lo dirigió hacia el vendedor, mientras sus labios preguntaban el precio.

El vendedor, arqueando las cejas en un breve "de dónde ha salido eso" le pidió cinco euros como el que pide la voluntad, no sabiendo valorar qué estaba vendiendo. Por si la memoria provocaba el arrepentimiento del librero, ella salió deprisa de aquel maremágnum de casetas, buscó un banco a la sombra y abrió el libro por donde él tuvo a bien.

"A ti, que leyendo me haces realidad", decía la convocatoria en una típica cursiva. Comenzó a leer.

Capítulo I

"Aquella mujer abrió el libro y el mundo se volvió nada a su alrededor, todos sus sentidos estaban dispuestos a transformarse según la voluntad del autor, según el antojo de los personajes, y así entregó su libre albedrío a las letras que todo lo llenaban. El día era caluroso y ella odiaba el calor, le hubiese venido bien una brisa fresca que no hubiera tenido a su piel más pendiente de los grados que de las palabras, pero podía soportarlo. Los tacones tampoco colaboraban, habían sido una mala elección para un paseo como aquel. Una discusión cercana y absurda, llenaba el aire de malas ondas que le recordaban gritos en el hogar, voces de destemplanza e inquietud desapacible..."

Durante varios capítulos el libro le hablaba de circunstancias desagradables, pesadas responsabilidades, preocupaciones, sin tema concreto, sin nudo, sin desenlace, sólo era un continuo relatar de situaciones cotidianas y muy familiares.

Al cabo de media hora, cerró el libro, los ojos, y abrió los pulmones a un suspiro. Esta vez su intuición había fallado. Menudo rollo. Volvería a su horrible trabajo sin el alivio de alguna fantasía literaria que llevarse al corazón. Pero algo ocurrió cuando abrió los ojos. Tuvo que repetir la operación varias veces, porque algo estaba fallando. El cielo estaba teñido de colores inverosímiles y hermosos, los malvas se deslizaban entre nubes anaranjadas que parecían colgadas de un cielo que no era azul cielo. Miró a su alrededor frunciendo la nariz. Por todas partes flores irreconocibles derrochaban su perfume favorito, suavemente, como se destilan los recuerdos. Se puso en pie y con el primer paso echó en falta el dolor inevitable provocado por sus zapatos de tacón...

Todo eran novedades, hasta las sonrisas que cruzaba con los desconocidos, la brisa fresca en el rostro, e incluso cuando le pareció oír su nombre tras ella no pudo creer que su pareja estuviese a pocos metros, esperando simplemente para poder abrazarla en un minuto robado a la rutina.
Cada detalle de la realidad parecía pintado para ella con sus propios deseos, con los colores de sus sueños. En cuanto entró en el autobús en el que rezaba el cartel "Paseo Alfonso XII- Playa" (¿Playa? ¿En Madrid?) abrió de nuevo el libro.

De nuevo más situaciones aburridas, tediosas y tan familiares. Lo cerró y la magia volvió. Aquel aburrido libro de aburridos capítulos, de aburridos personajes, aquel tedio de rutinas cautivaba sus ojos mientras su mundo iba camino del fin.

Nada odiaba más cuando leía que llegar al final del libro, porque era como llevar a la imaginación al coma inducido, a la muerte de ilusiones fabricadas. Pero necesitaba saber cómo acababa éste, y se lo llevó a la cama. Sin desenlace, cuando ya los ojos se le cerraban, el libro le contaba que "como cada noche, le dio la bienvenida al cansancio apagando la luz de su lámpara".
FIN.

Desencantada, apagó la luz de la pequeña lámpara y se durmió.
A la mañana siguiente, lo primero que llegó fue el dolor de espalda que el día anterior había desaparecido, la magia había acabado con aquellas tres malditas letras.

Pero un buen lector, no se cansa de leer una y otra vez su libro favorito... y eso hizo cada día.







jueves, 6 de noviembre de 2014

El tiempo perdido

Érase una vez un hombre que se alimentaba de tiempo y saciaba su sed con sueño. En cuanto despertaba, calculaba cuánto podía comer hasta que tuviese sed. Organizaba el día en mil agendas para asegurarse de que no perdía ni un minuto, que ni un segundo quedase en manos de una molicie que le robase su adorado y exquisito manjar. Tanto trasegaba, que acababa sediento de sueño, y en el mismo momento en que cerraba los ojos, se convertía en una piedra inerte que no soñaba, que no daba rienda suelta a las pesadillas y las fantasías que habitan detrás de los párpados cerrados.

Él no lo sabía, pero había sido víctima de un encantamiento. Era una hechicera temible, formidable, porque infundía sus encantamientos como quien envenena con paciencia: en pequeñas dosis que el pobre hombre no podía notar. 

Los días pasaban empachados de tiempo, cada vez con menos resquicios. Algunas veces se sorprendía, durante un corto espacio de tiempo sin hambre, leyendo, aprendiendo misterios o viendo sus películas favoritas. Hasta que la hechicera se daba cuenta y, de un respingo, le hacía deglutir minutos. 
En uno de esos intervalos de tiempo que no devoraba, leyó un libro que le pareció maravilloso, como el país que describía. Cuando de entre las páginas saltó a su mente un personaje, un conejo apresurado y preocupado por llegar tarde, le pareció reconocerlo como en una maraña de ensueño, como un recuerdo perdido, como una cara que ves por la calle y te suena de algo. 

Desde ese momento, la sensación le asaltaba de vez en cuando, dejaba de comerse el segundero y se preguntaba "y yo, ¿a dónde llego tarde?". Pero el hechizo era poderoso. 

Un día se acostó casi sin sed, pero aún así el sueño vino a reparar su cansancio. A la mañana siguiente, cuando despertó, algunas imágenes le bombardearon el cerebro, como extraños fuegos artificiales. En ellas, pudo ver una especie de hada borrosa que a veces cantaba, otras susurraba y, sobre todo, reía. Intentó apresurarse en estar listo para salir a trabajar, hambriento de consumir minutos. Sin embargo, cada vez que se daba prisa, aquellas imágenes ralentizaban su ritmo.

Así ocurrió durante todo el día. Lo peor es que ese sueño le quitaba el hambre, porque le distraía. Cerraba los ojos buscando ese rostro velado, intentando escuchar qué tarareaba, qué susurraba...

Bien entrada la noche volvió a casa. Creía estar volviéndose loco, porque hasta en el cielo desestrellado de humo y luz, como si de una pantalla gigante se tratase, los retazos del sueño se proyectaban. Y quería más de aquello, fuese lo que fuese.

Dejó las llaves, el móvil y el maletín sobre la mesa del salón. En ese instante oyó una risa que se parecía a la de su sueño. Receloso, fue buscando de dónde salía. Sus pasos le llevaron hasta una habitación llena de muñecos, trenes, naves espaciales, dinosaurios y coches rojos. Sobre la cama, con una sonrisa inmensa, el hada le sonreía. Saltó de la cama, fue corriendo hacia él y le abrazó con todas sus fuerzas mientras susurraba:

- ¡Hoy puedo verte antes de dormir! ¡Te quiero, papi!

Y entonces, el Hada del Tiempo Ganado rompió el encantamiento y así, el hombre dejó de comerse el tiempo que no era suyo, sino de la gente que le quería para compartirlo con él. 
Se cuenta que incluso volvió a cantar sus viejas canciones francesas.