jueves, 6 de noviembre de 2014

El tiempo perdido

Érase una vez un hombre que se alimentaba de tiempo y saciaba su sed con sueño. En cuanto despertaba, calculaba cuánto podía comer hasta que tuviese sed. Organizaba el día en mil agendas para asegurarse de que no perdía ni un minuto, que ni un segundo quedase en manos de una molicie que le robase su adorado y exquisito manjar. Tanto trasegaba, que acababa sediento de sueño, y en el mismo momento en que cerraba los ojos, se convertía en una piedra inerte que no soñaba, que no daba rienda suelta a las pesadillas y las fantasías que habitan detrás de los párpados cerrados.

Él no lo sabía, pero había sido víctima de un encantamiento. Era una hechicera temible, formidable, porque infundía sus encantamientos como quien envenena con paciencia: en pequeñas dosis que el pobre hombre no podía notar. 

Los días pasaban empachados de tiempo, cada vez con menos resquicios. Algunas veces se sorprendía, durante un corto espacio de tiempo sin hambre, leyendo, aprendiendo misterios o viendo sus películas favoritas. Hasta que la hechicera se daba cuenta y, de un respingo, le hacía deglutir minutos. 
En uno de esos intervalos de tiempo que no devoraba, leyó un libro que le pareció maravilloso, como el país que describía. Cuando de entre las páginas saltó a su mente un personaje, un conejo apresurado y preocupado por llegar tarde, le pareció reconocerlo como en una maraña de ensueño, como un recuerdo perdido, como una cara que ves por la calle y te suena de algo. 

Desde ese momento, la sensación le asaltaba de vez en cuando, dejaba de comerse el segundero y se preguntaba "y yo, ¿a dónde llego tarde?". Pero el hechizo era poderoso. 

Un día se acostó casi sin sed, pero aún así el sueño vino a reparar su cansancio. A la mañana siguiente, cuando despertó, algunas imágenes le bombardearon el cerebro, como extraños fuegos artificiales. En ellas, pudo ver una especie de hada borrosa que a veces cantaba, otras susurraba y, sobre todo, reía. Intentó apresurarse en estar listo para salir a trabajar, hambriento de consumir minutos. Sin embargo, cada vez que se daba prisa, aquellas imágenes ralentizaban su ritmo.

Así ocurrió durante todo el día. Lo peor es que ese sueño le quitaba el hambre, porque le distraía. Cerraba los ojos buscando ese rostro velado, intentando escuchar qué tarareaba, qué susurraba...

Bien entrada la noche volvió a casa. Creía estar volviéndose loco, porque hasta en el cielo desestrellado de humo y luz, como si de una pantalla gigante se tratase, los retazos del sueño se proyectaban. Y quería más de aquello, fuese lo que fuese.

Dejó las llaves, el móvil y el maletín sobre la mesa del salón. En ese instante oyó una risa que se parecía a la de su sueño. Receloso, fue buscando de dónde salía. Sus pasos le llevaron hasta una habitación llena de muñecos, trenes, naves espaciales, dinosaurios y coches rojos. Sobre la cama, con una sonrisa inmensa, el hada le sonreía. Saltó de la cama, fue corriendo hacia él y le abrazó con todas sus fuerzas mientras susurraba:

- ¡Hoy puedo verte antes de dormir! ¡Te quiero, papi!

Y entonces, el Hada del Tiempo Ganado rompió el encantamiento y así, el hombre dejó de comerse el tiempo que no era suyo, sino de la gente que le quería para compartirlo con él. 
Se cuenta que incluso volvió a cantar sus viejas canciones francesas.