Estaba entusiasmada desde el momento en que supe que haría
ese viaje. No todo el mundo tiene la posibilidad de acercarse tanto a una
leyenda como para convertirla en realidad, y yo lo iba a hacer. Fue mi primer
misterio, mi primera mueca de asombro, incredulidad y miedo; esperaba cada
noche a mi padre con su diario bajo el brazo para que me contara el siguiente
capítulo que cada vez hacía más enrevesada esa temible historia. Ahora tenía la
posibilidad de escribir mi propio capítulo final, porque no era necesario que nadie
me contase nada; tenía mis ojos, mis manos y mis oídos para vivir una leyenda.
La impaciencia dejó paso a los nervios cuando al fin me
encontré en el umbral de la puerta. Era una casa con una pequeña fachada,
pintada de cal, de dos alturas, con una puerta que no tenía nada de singular,
con una ventana a la izquierda que no tenía nada de particular. La puerta
estaba abierta, pero la buena educación llevó a mis nudillos a golpear la
madera de la puerta y pedir permiso para entrar. Una voz cascada desde el
interior grito un ¡Pase! ahogado, y pasé.
Cuando mis ojos se hicieron a la oscuridad de la entrada, no
paraban de revolotear de una esquina a otra, buscando la realidad de unas fotos
de periódico antiguas. Allí estaba, ante mí, la leyenda tomaba cuerpo, se hacía
real, existía a pesar del silencio que algunas veces maldice los misterios sin
resolver.
Giré la cabeza a la izquierda, donde se veía una pequeña
puerta pintada en ocre oscuro, o quizá fuese gris. Tanto daba, eran los colores
que mi propia abuela elegía para sus puertas, sus sillas, sus ventanas. Estaba
acristalada en cuarterones translúcidos, y sobre ellos había una hoja de papel
escrita a mano, que era una especie de escritura de propiedad de una sociedad
de investigación. Se resumía a algo así como “está usted pisando mis fueros”.
La puerta estaba abierta y tras ella, a la derecha, se podía ver la mitad de
una mujer mayor, sentada en un sillón orejero, de cabello gris, ojos de color
inquisitivo, mirada gris de pesadumbre. Me estaba mirando con cien preguntas,
mil dudas y un millón de desconfianzas. Su mirada cambió cuando reconoció a mis
acompañantes y sonrió, llamándoles por su nombre. Pero yo no podía ya
despegarme de esa mirada. En ese mismo instante descubrí que el misterio no
estaba en la casa, sino en ella. Incluso olvidé los enigmas de la entrada y
pasé a aquella pequeña habitación sin dejar de mirarla.
“¿Has visto eso?” me preguntó uno de mis acompañantes. Sólo
entonces desperté del laberinto de almas antiguas al que me habían arrastrado
esos ojos. Los míos se abrieron lo impensable, tantas veces había visto lo que
me rodeaba en fotos y videos que resultaba imposible que pudieran tocarse, que
fueran reales. Y aquella anciana no paraba de mirarme…
“Mira aquí”, “mira esto”, “¿lo reconoces?”, “¿no te parece
increíble?”… Expresiones, preguntas que me sacaron del estupor y me llevaron a
recorrer la habitación con la mirada, a sentarme en cuclillas para estar a sólo
pocos centímetros de una irrealidad que era completamente real. Inspeccioné
cada centímetro sin olvidarme de la vieja señora que reía todo lo que sus
bronquios ahogados le permitían, que contaba historias antiguas, dignas de
periódico, pero que los periódicos dejaron de considerar dignas. Fue una
larguísima conversación de varias horas, inolvidable, porque recuerdo cada
expresión de su rostro, cada pensamiento cantado con aquellos ojos, cada
palabra que pronunció. Pero esa conversación queda para mí, sólo contaré lo que me contestó cuando le pregunté
por qué dejaba que todo el mundo entrase en su casa:
-Porque tengo aún la esperanza de que algún día alguien
entre por la puerta y me diga “Señora, yo sé que es esto y se lo voy a explicar”
Hubo más visitas, más conversaciones y más enigmática devino
su mirada. Franca, aviesa, inteligente, inquieta, inquisitiva y sobre todo apasionada
y sincera. Llegó a confiar en mí y me permitió fotografiarme a la derecha del
misterio, que tenía nombre, como todos aquellos que la rodeaban en silencio,
acostumbrados a su mirada y su sillón orejero. Ni mil teóricos de salón me convencerán de
conclusiones contrarias a las que saqué de allí, a las que saqué de ella. Han
pasado muchos años desde que falleció, y lamento no haberla conocido antes de
sus andares torpes, de su respirar jadeante, de sus canas. Se fue y el misterio
se quedó pero espero que alguien al verla llegar le dijese:
-Señora, yo sé que es esto y se lo voy a explicar.