sábado, 6 de septiembre de 2014

Una mirada entre caras


Estaba entusiasmada desde el momento en que supe que haría ese viaje. No todo el mundo tiene la posibilidad de acercarse tanto a una leyenda como para convertirla en realidad, y yo lo iba a hacer. Fue mi primer misterio, mi primera mueca de asombro, incredulidad y miedo; esperaba cada noche a mi padre con su diario bajo el brazo para que me contara el siguiente capítulo que cada vez hacía más enrevesada esa temible historia. Ahora tenía la posibilidad de escribir mi propio capítulo final, porque no era necesario que nadie me contase nada; tenía mis ojos, mis manos y mis oídos para vivir una leyenda.

La impaciencia dejó paso a los nervios cuando al fin me encontré en el umbral de la puerta. Era una casa con una pequeña fachada, pintada de cal, de dos alturas, con una puerta que no tenía nada de singular, con una ventana a la izquierda que no tenía nada de particular. La puerta estaba abierta, pero la buena educación llevó a mis nudillos a golpear la madera de la puerta y pedir permiso para entrar. Una voz cascada desde el interior grito un ¡Pase! ahogado, y pasé.

Cuando mis ojos se hicieron a la oscuridad de la entrada, no paraban de revolotear de una esquina a otra, buscando la realidad de unas fotos de periódico antiguas. Allí estaba, ante mí, la leyenda tomaba cuerpo, se hacía real, existía a pesar del silencio que algunas veces maldice los misterios sin resolver.

Giré la cabeza a la izquierda, donde se veía una pequeña puerta pintada en ocre oscuro, o quizá fuese gris. Tanto daba, eran los colores que mi propia abuela elegía para sus puertas, sus sillas, sus ventanas. Estaba acristalada en cuarterones translúcidos, y sobre ellos había una hoja de papel escrita a mano, que era una especie de escritura de propiedad de una sociedad de investigación. Se resumía a algo así como “está usted pisando mis fueros”. La puerta estaba abierta y tras ella, a la derecha, se podía ver la mitad de una mujer mayor, sentada en un sillón orejero, de cabello gris, ojos de color inquisitivo, mirada gris de pesadumbre. Me estaba mirando con cien preguntas, mil dudas y un millón de desconfianzas. Su mirada cambió cuando reconoció a mis acompañantes y sonrió, llamándoles por su nombre. Pero yo no podía ya despegarme de esa mirada. En ese mismo instante descubrí que el misterio no estaba en la casa, sino en ella. Incluso olvidé los enigmas de la entrada y pasé a aquella pequeña habitación sin dejar de mirarla.

“¿Has visto eso?” me preguntó uno de mis acompañantes. Sólo entonces desperté del laberinto de almas antiguas al que me habían arrastrado esos ojos. Los míos se abrieron lo impensable, tantas veces había visto lo que me rodeaba en fotos y videos que resultaba imposible que pudieran tocarse, que fueran reales. Y aquella anciana no paraba de mirarme…

“Mira aquí”, “mira esto”, “¿lo reconoces?”, “¿no te parece increíble?”… Expresiones, preguntas que me sacaron del estupor y me llevaron a recorrer la habitación con la mirada, a sentarme en cuclillas para estar a sólo pocos centímetros de una irrealidad que era completamente real. Inspeccioné cada centímetro sin olvidarme de la vieja señora que reía todo lo que sus bronquios ahogados le permitían, que contaba historias antiguas, dignas de periódico, pero que los periódicos dejaron de considerar dignas. Fue una larguísima conversación de varias horas, inolvidable, porque recuerdo cada expresión de su rostro, cada pensamiento cantado con aquellos ojos, cada palabra que pronunció. Pero esa conversación queda para mí, sólo  contaré lo que me contestó cuando le pregunté por qué dejaba que todo el mundo entrase en su casa:

-Porque tengo aún la esperanza de que algún día alguien entre por la puerta y me diga “Señora, yo sé que es esto y se lo voy a explicar”

Hubo más visitas, más conversaciones y más enigmática devino su mirada. Franca, aviesa, inteligente, inquieta, inquisitiva y sobre todo apasionada y sincera. Llegó a confiar en mí y me permitió fotografiarme a la derecha del misterio, que tenía nombre, como todos aquellos que la rodeaban en silencio, acostumbrados a su mirada y su sillón orejero.  Ni mil teóricos de salón me convencerán de conclusiones contrarias a las que saqué de allí, a las que saqué de ella. Han pasado muchos años desde que falleció, y lamento no haberla conocido antes de sus andares torpes, de su respirar jadeante, de sus canas. Se fue y el misterio se quedó pero espero que alguien al verla llegar le dijese:

-Señora, yo sé que es esto y se lo voy a explicar.