lunes, 1 de junio de 2015

El libro

Érase una vez una mujer que adoraba leer cualquier cosa. Era capaz de leerse hasta el prospecto de la aspirina e incluso cuentan que  también los programas electorales. Su némesis lectora eran los manuales de instrucciones, por una especie de tonta rebeldía, afán de investigación personal y un práctico y arcaico pensamiento de que las cosas entran mejor cuando te das de cabezazos con ellas, o contra ellas.

Le llegó la feria del libro como le había llegado la primavera, a su tiempo y esperándola, así que se fue a disfrutar de aquellos montones de papel preñados de palabras que hacían sus delicias. No acababa de decidirse por ninguno en especial, y tampoco tenía un criterio para elegirlos. Las grandes sorpresas lectoras no se las habían procurado las listas de los bestsellers ni las cabeceras de los grandes almacenes. Era algo más intuitivo, quizá primitivo, lo que le había llevado a elegir libros como aquel que hizo de su tiempo de siesta un terror infinito. La habitación de Noemí...

Ella que siempre se jactaba de no pasar miedo con los libros, tuvo que optar por leerlo acompañada porque de no hacerlo, en cuanto lo abría su casa se llenaba de espíritus y fantasmas, y los azulejos se le ponían perdiditos de ectoplasma.

Leyó portadas, contraportadas, lomos, acarició cueros, cartones, papeles, las ilustraciones la inquietaban, le hacía reír o la asombraban, pero todos se iban deslizando desde sus manos hasta la quietud de la mesa o la estantería.

Hasta que encontró un libro pequeño, con pocas páginas, encuadernado en un sobrio cartón forrado de una tela rústica y áspera de color azul noche. Nada de sinopsis, ni foto de autor de pose interesante, ni ilustración, sólo un título "El fin de tu mundo". Esta vez, y sin preguntar a su cerebro, su mano derecha lo asió firme y lo dirigió hacia el vendedor, mientras sus labios preguntaban el precio.

El vendedor, arqueando las cejas en un breve "de dónde ha salido eso" le pidió cinco euros como el que pide la voluntad, no sabiendo valorar qué estaba vendiendo. Por si la memoria provocaba el arrepentimiento del librero, ella salió deprisa de aquel maremágnum de casetas, buscó un banco a la sombra y abrió el libro por donde él tuvo a bien.

"A ti, que leyendo me haces realidad", decía la convocatoria en una típica cursiva. Comenzó a leer.

Capítulo I

"Aquella mujer abrió el libro y el mundo se volvió nada a su alrededor, todos sus sentidos estaban dispuestos a transformarse según la voluntad del autor, según el antojo de los personajes, y así entregó su libre albedrío a las letras que todo lo llenaban. El día era caluroso y ella odiaba el calor, le hubiese venido bien una brisa fresca que no hubiera tenido a su piel más pendiente de los grados que de las palabras, pero podía soportarlo. Los tacones tampoco colaboraban, habían sido una mala elección para un paseo como aquel. Una discusión cercana y absurda, llenaba el aire de malas ondas que le recordaban gritos en el hogar, voces de destemplanza e inquietud desapacible..."

Durante varios capítulos el libro le hablaba de circunstancias desagradables, pesadas responsabilidades, preocupaciones, sin tema concreto, sin nudo, sin desenlace, sólo era un continuo relatar de situaciones cotidianas y muy familiares.

Al cabo de media hora, cerró el libro, los ojos, y abrió los pulmones a un suspiro. Esta vez su intuición había fallado. Menudo rollo. Volvería a su horrible trabajo sin el alivio de alguna fantasía literaria que llevarse al corazón. Pero algo ocurrió cuando abrió los ojos. Tuvo que repetir la operación varias veces, porque algo estaba fallando. El cielo estaba teñido de colores inverosímiles y hermosos, los malvas se deslizaban entre nubes anaranjadas que parecían colgadas de un cielo que no era azul cielo. Miró a su alrededor frunciendo la nariz. Por todas partes flores irreconocibles derrochaban su perfume favorito, suavemente, como se destilan los recuerdos. Se puso en pie y con el primer paso echó en falta el dolor inevitable provocado por sus zapatos de tacón...

Todo eran novedades, hasta las sonrisas que cruzaba con los desconocidos, la brisa fresca en el rostro, e incluso cuando le pareció oír su nombre tras ella no pudo creer que su pareja estuviese a pocos metros, esperando simplemente para poder abrazarla en un minuto robado a la rutina.
Cada detalle de la realidad parecía pintado para ella con sus propios deseos, con los colores de sus sueños. En cuanto entró en el autobús en el que rezaba el cartel "Paseo Alfonso XII- Playa" (¿Playa? ¿En Madrid?) abrió de nuevo el libro.

De nuevo más situaciones aburridas, tediosas y tan familiares. Lo cerró y la magia volvió. Aquel aburrido libro de aburridos capítulos, de aburridos personajes, aquel tedio de rutinas cautivaba sus ojos mientras su mundo iba camino del fin.

Nada odiaba más cuando leía que llegar al final del libro, porque era como llevar a la imaginación al coma inducido, a la muerte de ilusiones fabricadas. Pero necesitaba saber cómo acababa éste, y se lo llevó a la cama. Sin desenlace, cuando ya los ojos se le cerraban, el libro le contaba que "como cada noche, le dio la bienvenida al cansancio apagando la luz de su lámpara".
FIN.

Desencantada, apagó la luz de la pequeña lámpara y se durmió.
A la mañana siguiente, lo primero que llegó fue el dolor de espalda que el día anterior había desaparecido, la magia había acabado con aquellas tres malditas letras.

Pero un buen lector, no se cansa de leer una y otra vez su libro favorito... y eso hizo cada día.