martes, 14 de agosto de 2018

La mirada de bronce

Saamp nació con dos dones, el primero eran sus ojos, una mirada verde de agua mansa, de lago quieto, rodeado de largos y flexibles cañizos que bailaban al unísono una danza lenta de brisa suave. Si clavaba en ti su mirada, te invitaba a sumergirte en ella, no podías negarte, era como una mano tendida a la que tenías que asirte, confiada y amiga.

Su segundo don era la forma en que usaba su flauta, no había serpiente que no quedase hipnotizada por esas notas tan sensuales que parecían parar el tiempo, el mundo y hasta el ritmo de los astros.
Saamp se ganaba así la vida, meciendo música y cobras en un baile íntimo y mágico. Aquellos que se paraban en las calles de Rajastán a contemplar el misterio del encantamiento, se sorprendían al ver que, desde el mismo momento en que Saamp destapaba la cesta, la serpiente miraba directamente a sus ojos. Desde ese instante, el punji comenzaba a destilar su música y el animal parecía danzar siguiendo sus sutiles movimientos. Era el encantador más famoso de toda la comarca, pareciese que el mismo Gogol Vir, el santo patrón de las serpientes, fuese guiando el sinuoso punji de Saamp.

Kobara nunca confió en nadie, por eso nunca tuvo que atacar a nadie. Ni ella misma sabía cómo sonaba su lengua, y sólo se erguía cuando la curiosidad la obligaba a asomarse. Era lenta, silenciosa, como si pasease por la vida en lugar de vivir. Era hermosa, brillante, elegante, de vivos colores y su mirada sabía hablar por ella. En su lento viaje había visitado ruinas y templos y había conocido la leyenda de Gogol Vir. Este sacerdote fue mordido por una serpiente, que al darse cuenta de lo que había hecho, le pidió que comiera su carne para que sus poderes mágicos pasaran a él. Sin embargo, unos ladrones entraron en su casa y robaron la carne, adquiriendo ellos estos poderes. Desde el momento en que conoció que los encantadores eran los descendientes de aquellos ladrones, Kobara sintió el mayor de los desprecios por ellos, pero también curiosidad.

En esos días a Kobara le costaba mucho trabajo esconderse en grietas y árboles, porque la ciudad se estaba llenando de gente. Se celebraba el Nag Pachami, el festival de las serpientes.

La cobra, no quería acercarse a aquel lugar, pero el odio y la curiosidad son malos consejeros de la prudencia, y acabó deslizándose entre las hierbas altas que rodeaban el sitio en el que los yoguis exhibían sus encantamientos.

Fue observándolos uno a uno, sintiendo vergüenza por aquellas serpientes desdentadas y sumisas, que perdían dignidad en cada uno de sus vaivenes. Por primera vez escuchó su propia lengua sibilante mientras fijaba la mirada oscura en los hijos de los ladrones. De repente, esa mirada oscura se cruzó con la de Saamp, quien aún no había comenzado su exhibición. Saamp, fascinado,  recorrió con sus pupilas las escamas color oliva de aquella cobra real, volviendo constantemente al bronce de su mirada. Kobara penetró en su mente a través de esos lagos verdes y quietos y supo que Saamp se preguntaba cuál sería el color de su torso. Ella se alzó, y desplegó el intenso color amarillo que siempre mantenía oculto. Los que estaban a su alrededor, al darse cuenta de que a su lado había una impresionante cobra, se alejaron espantados, pero Saamp y Kobara parecían ajenos a todo. Él quería encantarla, ella quería demostrarle que nunca sería así.

Kobara se desplazó despacio, magnífica, hasta quedarse frente a Saamp, sus ojos del color del bronce a la altura de los de él, y él supo lo que tenía que hacer. Cogió su punji, y con la mayor delicadeza, comenzó el ritual. Kobara permanecía erguida, demostrándole que, si quería que bailase, debía esforzarse más.  La gente contemplaba la escena, pensando de que gran encantador había fracasado, pero, de repente, de aquella flauta empezaron a salir los más delicados y maravillosos sonidos.

Kobara, satisfecha, onduló su cuerpo despacio. Saamp creyó que la magia estaba hecha y también ondulaba su punji esperando ser quien marcase los movimientos de Kobara. Pero ella, sin dejar de mirarle a los ojos, oscilaba y se balanceaba inspirada por aquellas notas, así que él acabó por moverse al ritmo de ella, encantado por aquella serpiente desafiante.

Cuando la melodía terminó, las personas a su alrededor eran ya muchísimas y todas aplaudían creyendo que habían podido contemplar la mejor exhibición del  mejor encantador de serpientes. Él estaba feliz por el éxito, pero Kobara, irguiéndose aún más, por encima de su cabeza, se aproximó tanto a su cara que él pudo mirar el fondo de sus ojos y así comprendió que nunca, jamás, podría encantar a esta serpiente.

Él abrió su cesto, invitándola a entrar. Ella se perdió entre las hierbas altas de aquel lugar.






jueves, 1 de febrero de 2018

La estrella sin sitio

Érase una vez una estrella que no estaba en los planes del universo. Nació de repente en la galaxia que no tocaba y en el momento que no era oportuno. El gran artesano podría haber borrado del cielo aquel astro como quien se quita una miga de la solapa, pero estaba muy atribulado con las tonterías humanas, así que la ignoró.

No era una gran galaxia, ni su espiral espectacular, pero era la más cercana y hacía lo posible para quedarse en ella, además se estaba calentito. Unas veces le hacían hueco aquí, otras veces allí, pero las más se hacía hueco a base de codazos estelares. Y así pasaban los eones, y ella crecía, y necesitaba más sitio, pero no había forma, no estaba cartografiada en la evolución  del big bang.  Llegó a ser una gigante de colores; ni blanca, ni roja, de colores. Al fin y al cabo puesto que no tendría que haber existido, podía ser lo que le diera la gana. Y con tanto darle la gana y con tanto color, acabó siendo la estrella más preciosa de esa galaxia, de la de enfrente y de otras muchas hasta donde al Hubble le alcanzaba la vista. Sus estrellas más cercanas, dicen que tenía madre y hermanos, acabaron viendo cómo una simple estrella se estaba convirtiendo casi un agujero negro, porque atraía envidias, miradas, piropos y admiración de todo astro viviente que por allí pasaba. Estaba bastante feliz, ya no tenía que hacerse sitio, porque hasta le hacían reverencias al pasar.

Sin embargo, no era del todo feliz. Todos aquellos pársecs sintiéndose fuera de lugar, viendo cómo simples planetas gaseosos la miraban con altivez y que hasta los asteroides cuchicheaban a su paso, le habían dejado un cierto halo de tristeza en el brillo.

Un día, intentando olvidar sus lágrimas de plasma de aquella misma tarde, se fue a una fiesta en la nebulosa de la Bombilla, donde se codeaba la crème de la crème de la infinitud universal. Allí estaba vestida con sus mejores colores, tomándose a sorbos una copa de polvo estelar cuando, de repente, apareció un apuesto cometa de larga y brillante cabellera y… ocurrió. Se hicieron ojitos. El núcleo y corazón de nuestra estrella comenzó a latir tan rápido que tuvo miedo de que alguna pequeña explosión acabase con la juerga, así que decidió irse haciendo mutis por el firmamento. El cometa, que sólo estaba de paso, se quedó tan prendado de ella que decidió no dejarla marchar, y haciendo fuerza de gravedad, la atrajo hacia sí y ambos se perdieron en una oscuridad infinita.

El cometa y la estrella, felices, encontraron su lugar en el universo, en las afueras de la galaxia, pero a pocos kilómetros del centro porque ella no quería perder contacto con aquellos que conoció. Con el tiempo, en ese pequeño sistema solar aparecieron dos planetas y la felicidad les hacía bailar elipses sin fin. Pero el cometa estaba de paso, ése era su destino, y un mal día su mano de hielo se derritió y se soltó de su estrella.

El gran artesano parecía seguir haciendo la vista gorda, sin ocuparse de nuestra estrella. Pero no era así. A su alrededor el sistema solar siguió creciendo  con pequeños planetas, fértiles, azules, verdes, bellos que hicieron las delicias de sus llamaradas. También recibía visitas, muchas, de astros de otros rincones atraídos por su calor y su belleza. Nunca estuvo sola.

Pero al igual que el cometa estaba de paso, la estrella completó su ciclo, y una noche de tormenta solar, la gran gigante de colores desapareció, pero no del todo; había creado al fin su propia galaxia y tanto era el calor que había desprendido que nunca reinará el frío en aquel rincón del universo y siempre quedará un rastro de su brillo en aquellos que la conocieron. 

Siempre creeré que el gran artesano le contó al oído dónde podría encontrar a su cometa de elegante cabellera y que ambos estarán recorriendo el infinito hasta el final de los tiempos.