Érase una vez una estrella que no estaba en los planes del
universo. Nació de repente en la galaxia que no tocaba y en el momento que no
era oportuno. El gran artesano podría haber borrado del cielo aquel astro como
quien se quita una miga de la solapa, pero estaba muy atribulado con las
tonterías humanas, así que la ignoró.
No era una gran galaxia, ni su espiral espectacular, pero
era la más cercana y hacía lo posible para quedarse en ella, además se estaba
calentito. Unas veces le hacían hueco aquí, otras veces allí, pero las más se
hacía hueco a base de codazos estelares. Y así pasaban los eones, y ella
crecía, y necesitaba más sitio, pero no había forma, no estaba cartografiada en
la evolución del big bang. Llegó a ser una gigante de colores; ni
blanca, ni roja, de colores. Al fin y al cabo puesto que no tendría que haber
existido, podía ser lo que le diera la gana. Y con tanto darle la gana y con
tanto color, acabó siendo la estrella más preciosa de esa galaxia, de la de
enfrente y de otras muchas hasta donde al Hubble le alcanzaba la vista. Sus
estrellas más cercanas, dicen que tenía madre y hermanos, acabaron viendo cómo
una simple estrella se estaba convirtiendo casi un agujero negro, porque atraía
envidias, miradas, piropos y admiración de todo astro viviente que por allí pasaba. Estaba bastante feliz, ya no tenía que hacerse sitio, porque hasta le
hacían reverencias al pasar.
Sin embargo, no era del todo feliz. Todos aquellos pársecs
sintiéndose fuera de lugar, viendo cómo simples planetas gaseosos la miraban
con altivez y que hasta los asteroides cuchicheaban a su paso, le habían dejado
un cierto halo de tristeza en el brillo.
Un día, intentando olvidar sus lágrimas de plasma de aquella
misma tarde, se fue a una fiesta en la nebulosa de la Bombilla, donde se
codeaba la crème de la crème de la infinitud universal. Allí estaba vestida con
sus mejores colores, tomándose a sorbos una copa de polvo estelar cuando, de
repente, apareció un apuesto cometa de larga y brillante cabellera y… ocurrió.
Se hicieron ojitos. El núcleo y corazón de nuestra estrella comenzó a latir tan
rápido que tuvo miedo de que alguna pequeña explosión acabase con la juerga,
así que decidió irse haciendo mutis por el firmamento. El cometa, que sólo
estaba de paso, se quedó tan prendado de ella que decidió no dejarla marchar, y
haciendo fuerza de gravedad, la atrajo hacia sí y ambos se perdieron en una
oscuridad infinita.
El cometa y la estrella, felices, encontraron su lugar en el
universo, en las afueras de la galaxia, pero a pocos kilómetros del centro
porque ella no quería perder contacto con aquellos que conoció. Con el tiempo,
en ese pequeño sistema solar aparecieron dos planetas y la felicidad les hacía
bailar elipses sin fin. Pero el cometa estaba de paso, ése era su destino, y un
mal día su mano de hielo se derritió y se soltó de su estrella.
El gran artesano parecía seguir haciendo la vista gorda, sin
ocuparse de nuestra estrella. Pero no era así. A su alrededor el sistema solar
siguió creciendo con pequeños planetas,
fértiles, azules, verdes, bellos que hicieron las delicias de sus llamaradas.
También recibía visitas, muchas, de astros de otros rincones atraídos por su
calor y su belleza. Nunca estuvo sola.
Pero al igual que el cometa estaba de paso, la estrella
completó su ciclo, y una noche de tormenta solar, la gran gigante de colores
desapareció, pero no del todo; había creado al fin su propia galaxia y tanto
era el calor que había desprendido que nunca reinará el frío en aquel rincón
del universo y siempre quedará un rastro de su brillo en aquellos que la conocieron.
Siempre creeré que el gran artesano le contó al oído dónde
podría encontrar a su cometa de elegante cabellera y que ambos estarán
recorriendo el infinito hasta el final de los tiempos.
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