jueves, 1 de febrero de 2018

La estrella sin sitio

Érase una vez una estrella que no estaba en los planes del universo. Nació de repente en la galaxia que no tocaba y en el momento que no era oportuno. El gran artesano podría haber borrado del cielo aquel astro como quien se quita una miga de la solapa, pero estaba muy atribulado con las tonterías humanas, así que la ignoró.

No era una gran galaxia, ni su espiral espectacular, pero era la más cercana y hacía lo posible para quedarse en ella, además se estaba calentito. Unas veces le hacían hueco aquí, otras veces allí, pero las más se hacía hueco a base de codazos estelares. Y así pasaban los eones, y ella crecía, y necesitaba más sitio, pero no había forma, no estaba cartografiada en la evolución  del big bang.  Llegó a ser una gigante de colores; ni blanca, ni roja, de colores. Al fin y al cabo puesto que no tendría que haber existido, podía ser lo que le diera la gana. Y con tanto darle la gana y con tanto color, acabó siendo la estrella más preciosa de esa galaxia, de la de enfrente y de otras muchas hasta donde al Hubble le alcanzaba la vista. Sus estrellas más cercanas, dicen que tenía madre y hermanos, acabaron viendo cómo una simple estrella se estaba convirtiendo casi un agujero negro, porque atraía envidias, miradas, piropos y admiración de todo astro viviente que por allí pasaba. Estaba bastante feliz, ya no tenía que hacerse sitio, porque hasta le hacían reverencias al pasar.

Sin embargo, no era del todo feliz. Todos aquellos pársecs sintiéndose fuera de lugar, viendo cómo simples planetas gaseosos la miraban con altivez y que hasta los asteroides cuchicheaban a su paso, le habían dejado un cierto halo de tristeza en el brillo.

Un día, intentando olvidar sus lágrimas de plasma de aquella misma tarde, se fue a una fiesta en la nebulosa de la Bombilla, donde se codeaba la crème de la crème de la infinitud universal. Allí estaba vestida con sus mejores colores, tomándose a sorbos una copa de polvo estelar cuando, de repente, apareció un apuesto cometa de larga y brillante cabellera y… ocurrió. Se hicieron ojitos. El núcleo y corazón de nuestra estrella comenzó a latir tan rápido que tuvo miedo de que alguna pequeña explosión acabase con la juerga, así que decidió irse haciendo mutis por el firmamento. El cometa, que sólo estaba de paso, se quedó tan prendado de ella que decidió no dejarla marchar, y haciendo fuerza de gravedad, la atrajo hacia sí y ambos se perdieron en una oscuridad infinita.

El cometa y la estrella, felices, encontraron su lugar en el universo, en las afueras de la galaxia, pero a pocos kilómetros del centro porque ella no quería perder contacto con aquellos que conoció. Con el tiempo, en ese pequeño sistema solar aparecieron dos planetas y la felicidad les hacía bailar elipses sin fin. Pero el cometa estaba de paso, ése era su destino, y un mal día su mano de hielo se derritió y se soltó de su estrella.

El gran artesano parecía seguir haciendo la vista gorda, sin ocuparse de nuestra estrella. Pero no era así. A su alrededor el sistema solar siguió creciendo  con pequeños planetas, fértiles, azules, verdes, bellos que hicieron las delicias de sus llamaradas. También recibía visitas, muchas, de astros de otros rincones atraídos por su calor y su belleza. Nunca estuvo sola.

Pero al igual que el cometa estaba de paso, la estrella completó su ciclo, y una noche de tormenta solar, la gran gigante de colores desapareció, pero no del todo; había creado al fin su propia galaxia y tanto era el calor que había desprendido que nunca reinará el frío en aquel rincón del universo y siempre quedará un rastro de su brillo en aquellos que la conocieron. 

Siempre creeré que el gran artesano le contó al oído dónde podría encontrar a su cometa de elegante cabellera y que ambos estarán recorriendo el infinito hasta el final de los tiempos.