sábado, 26 de abril de 2014

Tippy-Tippy-Tay

Érase un extraño don. Raro, rarísimo, porque la dueña del don no sabía que lo tenía, los afectados nunca pensaron que lo eran, y no se conocen más casos en la historia de la humanidad. Sin embargo, quizá haya muchos, pero a ver quién es el estadístico guapo que computa algo que no se sabe ni que se tiene ni que se padece. La dueña que paseaba su palmito y su ignoto don se llamaba Tippy-Tippy-Tay, capricho de su madre, aficionada al cine y a la música como era. Cuando supo que estaba embarazada, justamente escuchaba esto:

Dudaba entre ese nombre y Ting-a-Ling-a-Ling. La niña, resignada, agradeció que en medio del desastre maternal, acabase con un abreviado Tippy. Vivían muy felices en una pequeña casa que lucía un inmenso cartel, que le daba empaque al proyecto de intento de mansión "Polvo de estrellas". Y es que el papá escuchaba justo esto cuando descubrió que los ojos de esa chica, que luego sería su mujer, eran más brillantes que Sirio en una noche sin luna:

La muchacha siempre pensó que si al menos su padre hubiese puesto el cartel en inglés, se hubiera tenido que ahorrar muchas explicaciones en el colegio, y no habría tenido que aclarar tantas veces a los guías de viajes que aquella no era una casa de alterne para actores y cantantes. 

La mamá de Tippy siempre iba vestida de azul, tenía toda la casa pintada de azul; las cortinas, las camas, los manteles, los cuadros... todo adornado de tantos tonos de azul, que ni mil pintores podrían reconocer tanta variedad. No podía evitar llenarlo todo de ese color desde que su marido le regaló las primeras rosas rojas, aquella mañana de primavera, mientras se podía escuchar por todas partes la canción que alguien, en algún lugar lejano, había puesto en su tocadiscos:


Tippy era una jovencita hermosa, y lo que más resaltaba en su rostro eran esos enormes, almendrados y azules ojos; sombreados por unas negras pestañas,  tan grandes, que su padre, en las tardes calurosas,  le pedía que parpadease varias veces seguidas para refrescar el ambiente. Esos ojos no le venían por parte de madre ni de padre, sino por parte de la canción que sus padres tenían de fondo en aquella habitación, azul, en la que fue concebida:



Con todos estos antecedentes, y muchos más, el don de Tippy era inevitable. Desde que nació, su vida era como una gran banda sonora, donde cada acto, cada gesto, llevaba siempre detrás una canción. A veces la tarareaba, otras la cantaba, sin saber de dónde salía, aunque no la hubiese oído antes nunca jamás de los jamases. Incluso cuando hablaba, si te fijabas bien, podías escuchar detrás de sus palabras algún violín, quizá una flauta, o incluso la filarmónica de Viena entera si lo que decía era importante. Te podías dar por perdido, porque estaba terriblemente enfadada si lo que oías se parecía a esto:



Hasta ahí, digamos que sólo sería una rareza más, de las muchas que brotan en cada uno de nosotros cada vez que el alma decide que ya es primavera. Pero es que había más, porque Tippy era capaz de inducir canciones en las mentes ajenas. No hace falta que te toque, ni que te mire, ni siquiera que te piense; de alguna manera, mete canciones en tu mente que se repiten en tu cabeza sin que puedas sacártelas. Estás pensando en qué hacer de comida, y ahí está la musiquita, estás en la cola del banco con el infame recibo de la luz en la mano, y venga cancioncilla... horas y horas.

Ahora mismo Tippy debe andar enamoriscada, porque no hay forma de sacar esto de mi cabeza:



Si alguna vez os pasa, es que Tippy anda cerca.