jueves, 28 de noviembre de 2013

Más allá de Orión

Érase una vez un sueño que estaba guardado en una caja. Era imposible, porque de no serlo, habría sido guardado en la caja de proyectos, no en la de sueños. No era un sueño ni grande ni pequeño, porque los sueños no tienen tamaño, ni olor, ni sabor, ni color. Aunque en esto último los expertos en sueñología no están de acuerdo. Algunos creen que son grises, con toda la gama de grises, como los dibujos a carboncillo que parecen fotografías de sueños. Otros creen que tienen todos los colores del arco iris, porque es el sueño que tiene el sol cuando llueve.


Este sueño nació como todos, un día de infancia, después del asombro que llegó tras la sorpresa, justo un momento después de lo inesperado. Era un día lluvioso, tan oscuro que ni siquiera el sol podía soñar con arco iris. También era frío y ventoso, pero en esa casa cálida no lo parecía. Entre gritos de hermanos aburridos a quienes la meteorología había castigado sin el desahogo de la calle, un niño miraba una tele que no paraba de ofrecer sueños (según los primeros expertos en sueñología, porque era una tele en blanco y negro). Había sido muy aburrido lo que habían puesto hasta ahora, pero de repente apareció algo nebuloso en la pantalla. Y tan nebuloso. Era la nebulosa de Orión. El niño olvidó el tiempo, los gritos, los hermanos, el aburrimiento... y descubrió el fantástico mundo de las estrellas. Alguien en televisión explicó que aquello era la cuna donde nacían, donde fuerzas incomprensibles del universo juntaban los cachitos del polvo donde nacen las lucecitas del cielo. Continuó aprendiendo esos secretos hasta que el programa terminó. Entonces se dirigió a la ventana con la misma expresión que tenía mientras lo veía: todo muy abierto, los ojos, la boca, la mente. Los expertos dicen que es para que el conocimiento entre mejor, pero, en mi opinión, es para que el asombro no explote dentro. En ese momento gritó "¡Está ahí, está ahí! ¡Puedo verla!". Toda la familia acudió corriendo a la ventana, pensando o lo peor, o lo morboso o lo increíble, dependiendo de quién fuera el miembro del clan. Cuando aclaró que lo que estaba ahí era Orión tuvo la suerte de ser el centro de atención de su numerosa familia, porque todo fueron chopitos, collejas y "tú estás tonto" en una variante de estilos. Menos su padre, que se alejó discretamente y al momento apareció con unos potentes prismáticos. Era uno de esos accesorios misteriosos del prohibidísimo Reino de los Padres, así que el niño se sintió más que afortunado.


En ese mismo instante nació el sueño: pilotar una nave más allá de Orión. El niño guardó el sueño en la caja de los sueños. Fabricar un sueño no lleva un momento, mientras se hace, el sueño se saca de la caja una y mil veces, se retoca, se puntualiza, se reforma, se diseña; eran las dos de la madrugada y aún no había acabado.


Los años pasaron para el sueño y para el niño. De vez en cuando lo sacaba de la caja, lo miraba, lo disfrutaba, y después seguía con sus quehaceres. Pero cada vez "quehacía" más y lo sacaba menos. Era culpa del tiempo, que no sabe avanzar sin faltar. También avanzaba para su familia, y en el caso de su padre, el tiempo llegó a puerto. Tuvo unos momentos para despedirse de su familia antes de desembarcar en la eternidad, y cuando llegó el turno del niño, que ya era un hombre, el padre le acarició, y le susurró un "te quiero, hijo" esperado y un "mis prismáticos son tuyos" sorprendente.


Y así el hombre recuperó el sueño, que aún estaba en la caja, medio muerto de aburrimiento, a la sombra de lo imposible. Desde ese instante, a menudo abandonaba cualquier cosa, papeles, familia, preocupaciones, cañas con los amigos, decisiones importantes, hábitos de limpieza, responsabilidades, cenas de fiambre... para abrir la caja de los sueños un rato y rediseñar aquel viaje, pilotando una nave más allá de Orión.


Lo consiguió, porque cada vez que abría la caja, allí estaba el niño, traspasando las fronteras de lo nebuloso, viviendo mil aventuras y descubriendo planetas. Una vez descubrió uno cuadrado, y le dieron un Nobel. En otra ocasión visitó otro que había sido colonizado por muñecos tentetieso. También ganó una asombrosa batalla contra una nave rebelde que disparaba cabello de ángel salado.
Volver a ser un niño a voluntad, eso sí parece un sueño imposible.

miércoles, 13 de noviembre de 2013

El viejo árbol

Érase una vez un hortelano que decidió buscar la fruta perfecta. Recorrió tierras y parajes hasta encontrar el sitio adecuado para sus frutales, que serían los más cuidados y mimados de toda la comarca.

 Al fin encontró el lugar, en un altiplano sobre los Campos del Espejo. Tenían ese nombre porque cuando llovía se producía la magia. Desde cualquier lugar alto podía verse el cielo reflejado en la tierra, como un gran espejo. Desde allí, podría contemplarlo siempre que quisiera. 

 En medio de aquella tierra se levantaba un árbol viejo, retorcido, pero con una gran copa. Algunas de sus ramas arrastraban hasta el suelo, señal de que nunca había sido podado ni cuidado. Decidió no arrancarlo, al fin y al cabo, ya estaba cuando él llegó. 

 Después de mucho pensar, compró los brotes más exóticos. Plantaría frutas tropicales, las más vistosas, las más hermosas, las más delicadas. Si la fruta debía ser perfecta, también debía ser sorprendente. Los surcos se inundaron de troncos de pasifloras, pomarrosas, acajús, carambolos, mangostanes, tamarindos, rambutanes, banianos, durianes... 

 Cuando el sol aún no había hecho más que asustar a la noche, ya estaba él bajo su árbol viejo, contemplando y acariciando con sus ojos cada pequeño arbolito, ansioso de verlos crecer, casi empujándolos con el mimo que ponía en su mirada. Bajo aquel árbol se refugió de las lluvias que le sorprendieron, se apoyó en su tronco compartiéndole la desidia de las calimas, durmió al arrullo de las caricias al viento de sus hojas. Incluso utilizó sus huecos para guardar los tesoros que con él transportaba: el zurrón, el almuerzo, los pensamientos de la hora de la siesta, los sueños de la recolección y los deseos que sólo se cuentan a la soledad. 

 Nunca cuidó de aquel árbol, no encontró motivo. Al fin y al cabo parecía que siempre había estado ahí, y que su única obligación era procurarle todo lo que necesitaba. Así que repartió los mimos entre sus árboles frutales y su propio deseo de la fruta perfecta. 

 El árbol, al principio receloso, primero se acostumbró a su presencia, para después deleitarse con ella. Sacudía sus hojas mucho antes del amanecer, para ir despabilando su sombra por si el hortelano la necesitaba. Cuando el hortelano prescindía de sus servicios, el tronco parecía arrugarse un poco más, pero al día siguiente sus hojas volvían a dibujar ilusiones en el suelo a la hora del amanecer.

 Los meses pasaron, las lluvias pasaron, los soles pasaron, los espejos aparecieron, las nubes emigraron y volvieron, y al fin llegó el momento de buscar entre los árboles el fruto de los mimos y cuidados del hortelano, tan perfectos como la fruta que esperaba. Recorrió cada uno de los árboles, inspeccionando cada fruto. Cuando ya llevaba la mitad de la cosecha revisada, la sombra que le negaba al ánimo ya se vislumbraba en sus ojos. Durante la última semana sólo había vigilado la plantación desde lejos, tan lejos como para no haber visto que pequeños insectos, tentados por aquel dulzor extraño y tropical, habían colonizado cada pasiflora, cada pomarrosa... todos.

 El viejo árbol sí sabía de aquella invasión natural, porque también a él le observaron inquisitivos, para acabar pasando de largo. No había fruta que saborear. Sus ramas se frotaron pensativas, advirtiendo lo que ocurriría, y usando el poco vigor que le quedaba, quiso ayudar al hortelano. 

El hombre volvió de su surcos abatido y desilusionado, se apoyó en el tronco del viejo árbol y se dejó caer sobre el lecho que para él había construido con sus hojas. Resopló, suspiró, frotó su frente en un gesto de lamento mudo, mientras el árbol, en un último esfuerzo, arrojó a sus pies el único regalo que podía hacerle. Era la manzana más roja, más brillante, más perfecta, que nunca se había visto. No había ninguna tacha en ella, ningún bulto en su carne, ni siquiera un ligero desvío en su tallo. Tenía la redondez de un planeta, el brillo de mil estrellas en el dibujo de su piel, el aroma de un néctar imposible. El hortelano recogió con mucho cuidado aquella fruta preciosa, la contempló durante unos segundos y volvió su mirada hacia el árbol, en el que descubrió algo parecido a un rostro cansado. Entonces recordó sus desidias, su egoísmo, su error al suponer que siempre estaría ahí para él. Creyó oír una exhalación saliendo de aquel hueco donde había guardado sus tesoros y comprendió que el árbol le estaba abandonando.


 Y colorín colorado... el final tienes que ponerlo tú.

lunes, 4 de noviembre de 2013

El Oscuro ©


Ya estaba de nuevo ahí, a los pies de la cama, esperando a que mis ojos estuvieran completamente abiertos y mi cuerpo absolutamente inmóvil, para deslizar una de sus manos animales sobre la colcha. Palpó mi pierna, dejando en mi piel el rastro repugnante de su tacto. Estaba envuelto en negro, una especie de gran jirón de oscuridad con forma de túnica, que aún sombreaba mucho más el rostro que nunca había podido ver.

"Sigue con lo tuyo". Fue lo que me dijo justo en mi oído. Él tenía la capacidad de estar lejos y hablarme cerca. Y lo mío era permanecer quieta en la cama, con el cuerpo de piedra, y los ojos muy abiertos observando mi habitación, sus sombras conocidas, los rojos reflejos del despertador de la mesilla, los números parpadeantes que señalaban que eran las 03:33.

De esa manera inmediata que sólo él conocía y que yo cada noche esperaba, se colocó sobre mi rostro, tan cerca que podía oler su aliento a nada, a la nada más absoluta. Era un rostro de vacío y oscuridad que me aterrorizaba hasta temer que mi corazón no pudiese soportarlo; para entonces era ya un tambor martilleando en la garganta. Lo natural sería gritar, pero a mi cuerpo sólo le estaba permitido, en medio de esa inmensa parálisis, emitir una especie de gruñidos que no podían despertar a mi compañero de lecho.

Sin embargo, escuchaba su respiración pausada, notaba el peso de su mano en mi brazo, e intentando ignorar a mi visitante, concentré toda mi energía en moverme para despertarlo y que él me sacase de aquella montaña rusa de terror. "Sabes que no puedes", fue lo que el oscuro me susurró al oído, con una voz femenina y chirriante esta vez, como una bruja de cuento, pero real.

Su garra se posó sobre mi pecho y comenzó a presionarlo. Nada era más repugnante que sentir que me tocaba, nada más pavoroso que saber que estaba a merced de sus antojos, sin poder hacer nada. "Cuando sufras ese trastorno del sueño, concéntrate en controlar la respiración, y volverás a quedarte dormida". Lo conseguí. Mis ojos se cerraron a la voluntad del sueño, haciendo desaparecer al imaginario oscuro.

03:42 era el nuevo parpadeo del reloj cuando me desperté. Estaba exhausta por el miedo y decidí levantarme a beber agua, a bañarme con la luz blanca y purificadora de la cocina. A oscuras atravesé la habitación y salí al pasillo. Al fondo, frente a mí, el negro hueco de la puerta del salón me esperaba, pero había algo extraño. El hueco estaba lleno de una figura que pareció volverse hacia mí. Apenas podía ver nada, pero cada poro de mi piel presintió que a gran velocidad aquello venía en mi dirección, sin que pudiera evitarlo. Justo antes de atravesarme o golpearme, un reflejo de la calle me mostró aquel rostro, el del oscuro, y supe entonces que siempre habitó fuera de mis sueños. ©