miércoles, 13 de noviembre de 2013

El viejo árbol

Érase una vez un hortelano que decidió buscar la fruta perfecta. Recorrió tierras y parajes hasta encontrar el sitio adecuado para sus frutales, que serían los más cuidados y mimados de toda la comarca.

 Al fin encontró el lugar, en un altiplano sobre los Campos del Espejo. Tenían ese nombre porque cuando llovía se producía la magia. Desde cualquier lugar alto podía verse el cielo reflejado en la tierra, como un gran espejo. Desde allí, podría contemplarlo siempre que quisiera. 

 En medio de aquella tierra se levantaba un árbol viejo, retorcido, pero con una gran copa. Algunas de sus ramas arrastraban hasta el suelo, señal de que nunca había sido podado ni cuidado. Decidió no arrancarlo, al fin y al cabo, ya estaba cuando él llegó. 

 Después de mucho pensar, compró los brotes más exóticos. Plantaría frutas tropicales, las más vistosas, las más hermosas, las más delicadas. Si la fruta debía ser perfecta, también debía ser sorprendente. Los surcos se inundaron de troncos de pasifloras, pomarrosas, acajús, carambolos, mangostanes, tamarindos, rambutanes, banianos, durianes... 

 Cuando el sol aún no había hecho más que asustar a la noche, ya estaba él bajo su árbol viejo, contemplando y acariciando con sus ojos cada pequeño arbolito, ansioso de verlos crecer, casi empujándolos con el mimo que ponía en su mirada. Bajo aquel árbol se refugió de las lluvias que le sorprendieron, se apoyó en su tronco compartiéndole la desidia de las calimas, durmió al arrullo de las caricias al viento de sus hojas. Incluso utilizó sus huecos para guardar los tesoros que con él transportaba: el zurrón, el almuerzo, los pensamientos de la hora de la siesta, los sueños de la recolección y los deseos que sólo se cuentan a la soledad. 

 Nunca cuidó de aquel árbol, no encontró motivo. Al fin y al cabo parecía que siempre había estado ahí, y que su única obligación era procurarle todo lo que necesitaba. Así que repartió los mimos entre sus árboles frutales y su propio deseo de la fruta perfecta. 

 El árbol, al principio receloso, primero se acostumbró a su presencia, para después deleitarse con ella. Sacudía sus hojas mucho antes del amanecer, para ir despabilando su sombra por si el hortelano la necesitaba. Cuando el hortelano prescindía de sus servicios, el tronco parecía arrugarse un poco más, pero al día siguiente sus hojas volvían a dibujar ilusiones en el suelo a la hora del amanecer.

 Los meses pasaron, las lluvias pasaron, los soles pasaron, los espejos aparecieron, las nubes emigraron y volvieron, y al fin llegó el momento de buscar entre los árboles el fruto de los mimos y cuidados del hortelano, tan perfectos como la fruta que esperaba. Recorrió cada uno de los árboles, inspeccionando cada fruto. Cuando ya llevaba la mitad de la cosecha revisada, la sombra que le negaba al ánimo ya se vislumbraba en sus ojos. Durante la última semana sólo había vigilado la plantación desde lejos, tan lejos como para no haber visto que pequeños insectos, tentados por aquel dulzor extraño y tropical, habían colonizado cada pasiflora, cada pomarrosa... todos.

 El viejo árbol sí sabía de aquella invasión natural, porque también a él le observaron inquisitivos, para acabar pasando de largo. No había fruta que saborear. Sus ramas se frotaron pensativas, advirtiendo lo que ocurriría, y usando el poco vigor que le quedaba, quiso ayudar al hortelano. 

El hombre volvió de su surcos abatido y desilusionado, se apoyó en el tronco del viejo árbol y se dejó caer sobre el lecho que para él había construido con sus hojas. Resopló, suspiró, frotó su frente en un gesto de lamento mudo, mientras el árbol, en un último esfuerzo, arrojó a sus pies el único regalo que podía hacerle. Era la manzana más roja, más brillante, más perfecta, que nunca se había visto. No había ninguna tacha en ella, ningún bulto en su carne, ni siquiera un ligero desvío en su tallo. Tenía la redondez de un planeta, el brillo de mil estrellas en el dibujo de su piel, el aroma de un néctar imposible. El hortelano recogió con mucho cuidado aquella fruta preciosa, la contempló durante unos segundos y volvió su mirada hacia el árbol, en el que descubrió algo parecido a un rostro cansado. Entonces recordó sus desidias, su egoísmo, su error al suponer que siempre estaría ahí para él. Creyó oír una exhalación saliendo de aquel hueco donde había guardado sus tesoros y comprendió que el árbol le estaba abandonando.


 Y colorín colorado... el final tienes que ponerlo tú.

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