viernes, 21 de febrero de 2014

La cobra

Érase una vez un niño que quería ser herpetólogo. Adoraba las serpientes, le parecían los seres más fascinantes del mundo: fríos, escurridizos, misteriosos, atrayentes y siempre dispuestos al más feroz ataque.

Un día el pequeño Adán se separó más de lo debido de sus compañeros de excursión. Algo, tras unas zarzas, le llamaba poderosamente la atención. Con cuidado de no herirse, acabó descubriendo, entre hojas macilentas y restos de moras desaprovechadas, un pequeño bebé de cobra. No lo pensó dos veces, y recogió en la palma de su mano aquel cuerpecillo desanimado y frío. Lo guardó en uno de los bolsillos de su cazadora y terminó la excursión preocupado e ilusionado.

Adán tuvo que echar mano de todos sus libros de herpetología para poder reanimar a la pobre cobra, pero le puso tal cariño y dedicación, que a los pocos días aquel animal ya hasta hacía silbar su lengua al ritmo de los silbidos del niño. Por supuesto en su familia nadie sabía nada de aquel hallazgo. Estaba seguro de que su madre le organizaría una buena bronca y él no quería alterar la paz de aquel hogar en el que tan calentito y seguro estaba.  La pequeña serpiente no sólo era su secreto, era su compañera, su amiga, la que se enroscaba a él durante la noche para compartir calor, y además le hacía sentirse seguro. Siempre iba con él, en su pequeño bolsillo secreto, del que Cobra podía salir rápidamente si veía que algo o alguien amenazaba a Adán.

Un día su padre lo llevó a una vieja librería, de las que parecen haber sido traspasadas desde un cuento, donde el olor a libro lo inunda todo, donde la sabiduría, la fantasía, la diversión y las aventuras están  incrustadas hasta en la madera de las estanterías. Bajo el cristal de una vieja vitrina había un ejemplar antiquísimo de paleontología sobre el descubrimiento del iguanodonte. Era una joya inalcanzable. Se apoyó sobre el vidrio y suspiró. En el reflejo del cristal descubrió que otra niña de su edad estaba haciendo exactamente lo mismo que él.

-¡Lo que daría por tenerlo! -exclamaron los dos a la vez.

También a la vez se echaron a reír, y durante unos segundos contemplaron su reflejo, el uno al otro.

-Ven, voy a enseñarte algo -dijo ella.

Eva le cogió de la mano y lo condujo hasta otro lugar mágico lleno de páginas que hablaban de princesas, espadachines y piratas malvadísimos que acababan perdiendo los combates porque por alguna razón, todos los malvadísimos son unos ególatras y pierden el tiempo hablando de sí mismos. Y claro, los buenos buenísimos, mucho más humildes,  aprovechan la distracción para atizar los mejores mandobles... pero me estoy desviando...

La cuestión es que Adán y Eva se hicieron los mejores amigos del mundo unas veinte páginas después de haberse visto por primera vez. Pasaban muchos ratos juntos, y en ellos Adán fue descubriendo juegos que ella conocía y que para él habían sido ignorados de tanto tiempo en casa envuelto en ideas de serpientes. Cuando estaban juntos, Cobra se quedaba en casa, en una caja de zapatos bajo la cama y eso no le gustaba mucho a esta sibilina amiga. Así que, con aquella lengua bífida e hipnotizante, durante las noches frías, comenzó a susurrar a Adán.

La culebra se quejaba de su soledad, de su ostracismo en aquella caja, advertía al niño de todos los peligros que le acechaban y del que ella no podría salvarlo. Todos los seres humanos eran grandes amenazas para aquel microuniverso que se habían creado, y que Cobra no estaba dispuesta a perder.

Una tarde, Adán se atrevió a llevar a su amiga a jugar. Con gran suspense, abrió la solapa del bolsillo secreto para realizar las presentaciones pertinentes entre Eva y la bicha. No es necesario decir que el respingo de Eva fue antológico, el susto morrocotudo y la impresión de esas que no se borran. Por más que él insistió en la maravillosa personalidad de la serpiente, Eva le hizo prometer que no volvería a arrimarse a ella con el bolsillo lleno de "eso".

Aunque él prometió no hacerlo, cada vez llevaba más a menudo a su herpética amiga a jugar. Eva lo sabía, y poco a poco empezaron a dejar de jugar al parchís, las cartas, las palmas, y todo aquello que necesitara de cercanía. Cada vez había más distancia entre ellos cuando jugaban, hasta que la niña, apenada, le pidió que no volviese a traerla nunca más.

Adán se encontró en una disyuntiva: o Eva o la Cobra. Nada le gustaba más en el mundo que reírse con su amiga, pero no podía abandonar a aquel bicho a su suerte, porque sería abandonarse él mismo también a aquellas terribles amenazas de las que la cobra le hacía partícipe durante las conversaciones nocturnas. O al menos eso era lo que él creía.

Pensó ser el más inteligente del mundo al idear un plan: abrochar los botones del bolsillo, así podría jugar con Eva. Pero Eva tenía de tonta lo justo para pasar el día, y aunque no veía asomar aquella repulsiva cabeza triangular, sí notaba aquel cuerpo repugnante serpentear bajo la tela. Ella comprendió cuál había sido la decisión de su amigo, y con una pena increíble, acabó por cambiar de parque.

¿Cómo termina el cuento? Adán seguirá recibiendo cada noche el frío de ese cuerpo misterioso y atrayente, y Eva conocerá a otros y otras amantes de iguanodontes con los que disfrutar de juegos y amistad. Pero nadie sabe si fue la elección correcta. ¿Cuál hubiese sido la tuya?