miércoles, 12 de enero de 2022

Las Campanillas

 Las campanillas del patio con su tintineo no eran suficientes para despertarla porque no estaba en su voluntad salir del sueño, dormir era escapar a la realidad.  Sin embargo, soñaba pensando que era extraño que él aún no las hubiese destrozado porque ella adoraba esas campanillas; quizá porque el patio era un viaje demasiado largo para la ira. La ira buscaba cosas más cercanas y siempre amadas por ella. En algún vertedero, o quizá ya en la nada, reposaban los recuerdos de su madre, los escasos caprichos, los vestidos bonitos y sus ilusiones.


Él había aparecido en su sueño sólo por ella. Estaba en la puerta de un cine; ella pasaba por allí. Era lo único que podía hacer, ir de paso, y de paso rápido. Estaba guapo, no había cambiado. Al fin y al cabo el sueño era suyo y así era su recuerdo a pesar de los veinte años que habían pasado. Únicamente tuvo que mirarla como la primera vez para saber que todo seguía igual, que el alma les explotaba en el estómago sin necesidad siquiera de tocarse. Ella se acercó sin hablar y  le acarició, una caricia lenta y larga porque desde hacía veinte años sólo rozaba las cosas; su tacto pasaba de largo por las personas porque guardaba sus caricias para los moratones. Le acariciaba la mejilla con ternura, como hubiera deseado que  la acariciasen a ella donde tanto dolía el último golpe. A su lado estaba la esposa de él  sin inmutarse, siendo testigo ensombrecido y resignado de un secreto que se abría por fin. Esa mujer estaba tan quieta como el bulto real, caliente e incómodo que Ana tenía a  su espalda. El bulto airado se había dormido hacía rato después de la dosis diaria de insultos, gritos, amenazas y algún que otro bofetón; no había sido un día tan malo.  Tampoco la esposa se movió cuando él, su gran amor,  acercó los labios a los suyos sin llegar a besarla, sólo para decirle que había vuelto, que estuviera tranquila, que el tiempo había pasado pero no los sentimientos, que ella también estuvo siempre en sus sueños.

La alegría brilló en los ojos de Ana hasta que se desbordó y acabó rodando por su mejilla, estaba feliz. Él limpió su lágrima. Notó la almohada húmeda pero eso tampoco era suficiente para despertarla, esa almohada era quién cada noche secaba su dolor y su sufrimiento. También le acarició el cabello largo, rizado y sedoso y ella pensó que si la caricia fuese en el mundo real se quedaría a medias, hacía mucho tiempo que lo había dejado  muy corto para que su larga melena no sirviera de cepo y asidero a la ira. Eso debió ser justo después de la primera fractura de cráneo y del primer "lo siento, no volverá a pasar, perdóname,  no quería hacerlo, pero es que me provocas..."


La cogió de la mano con delicadeza, como no podía ser de otra manera, porque las fracturas que sufrió cuando el bulto la tiró contra el suelo no habían curado bien y aún molestaban. Aún así, ella le apretó con fuerza para que no la soltase. En los sueños las palizas  no duelen. La llevó dentro del cine, ante una gran pantalla, pero no se sentaron, sólo le pasó el brazo por los hombros  y le susurró que mirase la película. Ella no quería dejar de mirarle a los ojos pero, muy a su pesar, obediente, se fijó en las imágenes. Le pareció curioso que la película fuera sombría, pero no le resultaba desagradable.  En ella una mujer bailaba con sus amigas una simple coreografía de canción del verano sin parar de… ¿eso eran carcajadas? Sí, ahora recordaba que aquello era reír. Después, las mujeres se sentaron a charlar sobre su trabajo, quejándose de sus jefes, de las horas extras, de los compañeros, de todo.  Era una extraña forma de quejarse porque no paraban de reír. Más tarde la protagonista se marchó a su casa, a la que entraba descuidadamente, dejando los zapatos en la entrada y cantando todavía la cancioncilla del verano. Se la veía cansada incluso a pesar de la poca luz, y así debía ser porque se sentó a plomo en un sofá, colocó los pies sobre la mesita de café y en menos de cinco segundos su respiración comenzó a sonar profunda y monótona. ¿Se había quedado dormida sonriendo? ¿Eso podía hacerse? Ana no despegaba los ojos de la pantalla, estaba hipnotizada. No había acción, sólo se veía a una mujer durmiendo plácidamente y, sin embargo, le parecía emocionante, incluso bella, así que le preguntó con cierta ansiedad: ¿Cómo se llama la película? Los oscuros y hermosos ojos de él llegaron antes que su respuesta, la miró con un gesto de…ternura ¡eso es! y simplemente contestó: “Ana”.

 Ahora sí se dejó llevar hasta la consciencia, emergiendo del sueño como quien emerge del agua con el único ansia de respirar. Cuando abrió los ojos se encontró frente al espejo del cuarto de baño que le devolvía la imagen de la actriz de la película que acababa de soñar, pero con veinte años y doscientas penas más,  No sabía cómo había llegado allí, ni cómo se había puesto sobre los hombros una bata que apenas cubría su cuerpo desnudo  vestido de golpes y cicatrices,  muy delgado porque nunca tuvo claro si era mejor comer para que el bulto no la llamara saco de huesos o no comer para que no le dijese que se estaba gastando su dinero en ponerse como una foca. Alargó la mano, la sana, y notó el suave roce de una piel, otra mano que empezó a tirar de ella despacio. No se asustó, sabía qué era su antiguo amor llamándola desde el sueño. Salió despacio del cuarto de baño, se vistió con el único traje decente que había podido esconder, recogió su bolso y, sin hacer el menor ruido, llegó hasta la puerta de la entrada. Nada más cruzarla  una sombra de arrepentimiento pintó su cara sin maquillaje. Cerró la puerta y dando pequeños pasos atravesó la vivienda y salió al patio.

Ana recogió del árbol  sus preciosas campanillas,  en su lugar dejó colgados sus miedos  y se marchó a vivir su película.