lunes, 30 de septiembre de 2013

Los pistachos ©

Tac tac tac tac. El cuchillo taconeaba preciso y contento sobre la tabla de madera. A ella le encantaba dividir su cuerpo de su cabeza y hacer que los dos funcionasen sin que uno molestase a otro. Las verduras eran guillotinadas rítmicamente metamorfoseándose en aromáticos pedazos y los recuerdos volaban en formación sobre su cabeza. Las manos inundadas de jugos y la cara de sonrisas. Uno de los recuerdos se convirtió en el ave guía, que le trajo a la memoria algo que nunca antes le había ocurrido hasta la noche anterior: le despertó su propia risa. El motivo tenía el mismo nombre que aparecía vistoso sobre las alas de sus recuerdos.
Se lavó las manos y las secó con las flores rojas que se permitió en el delantal, dada como era a lo sobrio. El cuerpo le giró la muñeca derecha, la mente leyó "las diez menos cuarto" y ambos volvieron a sus quehaceres.
Comprobó que el albariño estuviera a la temperatura perfecta y recordó el extraño calor en sus estómago la primera vez que se vieron, hacía ya casi un mes. Su mejor amiga y también vecina tenía el coche averiado en el parking del trabajo y fue a buscarla. El trabajaba en el mismo edificio que su amiga, se conocían de vista, y cuando llegó al parking lo encontró arreglando caballerosa e inútilmente la avería. 
Desde entonces se habían visto en varias ocasiones, su amiga se había preocupado de que así fuera. Siempre le decía que tenía que olvidar y volver a confiar, que no todos los hombres eran como aquel desgraciado. Este no lo era, sus caricias tímidas, sus besos tiernos y las confesiones en restaurantes y cafeterías así se lo aseguraban.
Sacó los ingredientes para el postre y no pudo evitar poner un poco de nata en la yema del dedo. Cuando llegó a su boca el tacto le recordó sus labios, tan suaves... 
Aun le faltaban cosas por hacer y las diez llegarían pronto. Un zumbido le avisó de un mensaje en su móvil: "Llegaré un poco más tarde, cosas del trabajo. Estoy deseando cenar y cenarte y no en ese orden".
Fingiéndose a sí misma escandalizada, se deleitó en la confección del postre. Las fresas eran dulces, rojas, perfectas. El baño de chocolate que había preparado era una delicia. Las serviría en tartaletas de chocolate blanco... "¿Y si además las rebozo con pistacho picado?"
En alguna parte había leído que eran afrodisíacos y le pareció una idea estupenda, así que se puso a buscarlos. Nada, todos los armarios abiertos de par en par y los pistachos sin aparecer. Las diez y veinte.
Al fin recordó que sí, que los había comprado cuando acompañó a Laura a la tienda, y que se habían quedado en las bolsas de su amiga. Ella no estaba en casa, le había contado que saldría a cenar con sus compañeras. Pensó en ponerle otro aderezo al plato, rebuscó por todas partes pero seguía pensando que la mejor idea era la de los pistachos y no todo estaba perdido.
A menudo pasaban una a casa de la otra a través de la terraza común. Nunca cerraban los ventanales, no era necesario, eran íntimas como hermanas. Así que salió a la terraza, y empujó suavemente el ventanal. Todo estaba oscuro y en silencio. Sus pies descalzos se guiaban en la oscuridad del apartamento, tan acostumbrados estaban al recorrido. Entró en la cocina y cuando ya había localizado una bolsa con el emblema del supermercado, donde seguro dentro estaban sus pistachos le pareció oír una voz masculina. Se quedó muy quieta. Su mente pensaba que alguien había entrado en la casa y su cuerpo deslizaba una mano en el cajón de los cuchillos.
Sí, era una voz de hombre, hablaba en susurros cada vez más cercanos. Todo el vello de su cuerpo se erizó de miedo, los dedos se contrajeron en una garra segura sobre el mango del cuchillo y despacio se desplazó hasta un hueco en la entrada de la cocina, donde podía ver el salón en sombras. Allí se agazapó a la espera, temblando y maldiciendo los pistachos. No quería ni respirar. Pudo ver cómo una sombra oscura sin forma definida entraba en el salón. Llevaba algo en la mano que no pudo identificar porque aquella sombra le daba la espalda. Evitaba los gemidos de miedo mordiéndose los labios, y entonces...
Del bolsillo de su delantal de flores salieron unos zumbidos que llegaron a los oídos de la sombra. El hombre se volvió rápido y echó a correr en dirección a ella. Ella gritó y su cuerpo, obediente y disciplinad,o se lanzó a defenderla apuñalando de forma torpe pero tenaz aquella sólida sombra amenazante.
Las luces se encendieron antes de bajar el telón. Sobre el suelo él, el de las caricias tímidas y los besos tiernos, estaba en el suelo, completamente desnudo, inmóvil, ensangrentado y aferrado al móvil. Su amiga, también desnuda, estaba en medio del salón, con las manos abiertas aferrando su rostro, como mirando sin querer ver, ahogando el grito del horror y la traición. ©

 

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