Érase una vez el reino más dulce, donde se encontraba el
pueblo más dulce en el que se hallaba la pastelería más dulce, donde trabajaba
el pastelero más dulce. Hasta aquella pastelería de fachada con cristales de
azúcar y madera de merengue tostado, acudían, embozados, hasta los reyes
enemigos a darse un atracón de los mejores dulces del mundo.
El pastelero, era el último de una antigua estirpe de
maestros del azúcar, que generación tras generación, seguían cumpliendo el
secreto rito de bautizar a los varones primogénitos con sirope y ungirlos con
miel para que heredasen los secretos milenarios de sus antepasados. Pero
Miguel, que era el nombre de nuestro pastelero, había sido bendecido con una
sola hija, y aunque era la alegría de sus suspiros, con ella el rito no había
funcionado.
Un día, Miguel se encontraba en el obrador contemplando a su
hija que iba y venía azorada intentando montar unas claras a punto de nieve y
maldiciendo entre dientes no poder ayudar a su padre como ella quisiera, porque
sus dulces siempre salían amargos. Miguel, invadido por la ternura, empezó a
moldear en la masa que tenía entre manos una bella muñeca de galleta. La manga
pastelera bordaba en su vestido orlas de
crema, cosía botones de nacarado caramelo y trenzaba cabellos de flan. Cuando hubo acabado con la galleta, María, su
hija, no pudo reprimir un gritito de asombro al comprobar cuánto se parecían
ella y la galleta.
Miguel no decía nada, seguía afanado en su trabajo. Ahora
quería regalarle compañía a la galleta, y decidió usar pan de ángel para el
molde del conejito de chocolate que haría. Fue el más perfecto conejito de
Pascua que había hecho nunca, y entre aplausos de su hija, sacó a los dos al
expositor de su tienda, orgulloso de su trabajo.
María se había encaprichado de aquellas dulces maravillas, y
como no quería que nadie las comprase, las puso en el más oscuro y apartado
lugar de la tienda. A su paso, casi podía escuchar el asombro del resto de los
bollos allí presentes, tal era el resultado.
Miguel descubrió la artimaña, pero no dijo nada. Al fin y al
cabo había sido su hija quien inspirase aquellas delicias, y mirarlas le hacía
sonreír. Y eso mismo descubrió. Que sus figuras sonreían cada día un poco más.
Apartados de la vista de las gentes, la galleta y el conejito se miraban largas
horas, su sonrisa cada vez era más amplia, hasta que un buen día, el conejito
debió mirarla sólo de vez en cuando, porque si lo hacía mucho tiempo, notaba
que el chocolate se comenzaba a derretir, y a ella parecían haberle pintado las
mejillas con sirope de fresa.
María era testigo del dulce milagro, de cómo se iban enamorando poco a poco, sin necesidad
de tacto ni palabras, sólo estando juntos y contemplándose. Ella hablaba con
ellos, les contaba cosas y chismorreos de otros dulces, y hasta le parecía
adivinar que su sonrisa se volvía divertida.
Miguel, que también se dió cuenta, cada vez temió más que
alguien se encaprichase de ellos, y los llevó al obrador, apartados de todos,
para que allí disfrutasen de su amor. Pero la galleta palideció, y el chocolate
del conejito dejó de lucir brillante, porque necesitaban del bullicio del
pequeño mundo del expositor, así que allí volvieron.
Era el día de San Valentín, y nuestro pastelero había
trabajado toda la noche, elaborando brazos de gitano con forma de corazón,
tartas de fresa asaeteadas con flechas de chocolate, bizcochos con forma de Cupido
atacante, y otras delicias para los enamorados del pueblo. Todas se vendieron,
excepto el conejito y la galleta, que parecían quedarse allí para testimoniar el
amor aunque no fuera San Valentín.
Los días pasaron, sin mayores acontecimientos entre los
dulces y la familia pastelera, hasta que un fatídico día la campanilla de la
puerta sonó anunciando la llegada de una madre y su hijo. Era un 29 de febrero.
Mientras la madre contaba al pastelero
que su hijo no le comía bien, y que necesitaba el mejor de sus manjares para
abrirle el apetito de la merienda, el díscolo niño repasaba a fondo las
estanterías del expositor, escrutando sin hambre qué capricho inútil le pagaría
su mamá.
Y se fijó en el conejito. Hizo todo lo que sabía para decir
que quería esa figura de chocolate: gritó, lloró, aulló y pataleó al tiempo con tanta
algarabía, que el pastelero, sin pensarlo, voló a envolver el conejo de Pascua
para minimizar daños y acortar la estancia del desagradable visitante.
Cuando se giró desde la puerta después de despedir a su
clientela, encontró un panorama desolador... las magdalenas lloraban, las
ensaimadas se tiraban de sus cabellos de ángel, los borrachos cantaban
"cuando un amigo se va" y los suizos, que hacían guardia ante un colosal pastel de boda, chapurreaban
expresiones que nadie entendía.
María corrió al oír semejante murmullo alborotado, su mirada
curiosa, y su corazón sabedor de que algo había separado a los dulces amantes.
Y en efecto, descubrió que la muñeca de galleta había cambiado su sonrisa por
un gesto de pena inmensa, y que de sus ojos comenzaba a brotar algo oscuro...
Ella recogió sus lágrimas, que no eran otra cosa más que
minúsculas gotas de delicioso chocolate, que parecían pequeñas trufas. Y así
las bautizó, convirtiéndose en ese mismo momento en maestra pastelera como su
padre. Cada día las depositaba en una
bandeja para la gente que, ansiosa por deleitarse con su sabor, hacía cola
frente a la pastelería. Todos los días, excepto el 29 de febrero, que acabó casi
desapareciendo del calendario, y sólo acude a él cada cuatro años. Ese día, no
hay pasteles. Miguel cuelga un cartel en el vidrio de azúcar de la puerta donde
puede leerse "Cerrado por tristeza". ©
No hay comentarios:
Publicar un comentario