lunes, 30 de septiembre de 2013

El guardián ©


 

La noche había sido perfecta. No, no es cierto, las vacaciones eran perfectas. Tampoco: su juventud era perfecta. Eran las 5 de la mañana, y cinco chicos la habían acompañado a casa envuelta en el aire de agosto, en el olor de verbena, en las maravillosas vistas de las Perseidas, y en el  sonido de su propia risa, provocadas por las bromas de sus amigos, que competían;:quién sería el más simpático, quién le haría reír más, a quién dirigiría su última sonrisa…

 

Cerró el portón no sabiendo quién ponía más resistencia, si ella porque acababa el día, si ellos porque se iban con la incertidumbre del puesto ganado en la competición, si el portón cansado de tantos días acabados durante tantísimos años.

 

 Atravesó el patio donde seguía arropada por los olores de los membrillos, los higos maduros, las rosas tardías, la hierbabuena y otras plantas indefinibles que su abuela había adoptado por el simple placer de su olor y su belleza. Cuando llegó a la puerta de la casa la sonrisa seguía inquebrantable, lo más apropiado a los 17 años.

 

 A oscuras y con la firmeza de la experiencia, pasó por el comedor, las habitaciones y el pasillo, sin tropezar, sin ser consciente de su sigilo, de su agilidad de gata. Rápidamente se aseó, porque, aunque  la sonrisa seguía, ahora la  amenazaba el cansancio. Entró en su dormitorio, sorteó la cama donde dormía su tía y se acostó. En esa gran cama de hierro forjado, sobre el colchón de lana tan mullido que parecía querer tragársela y las limpísimas y blanquísimas sábanas de algodón, orgullo de su abuela, poco a poco fue desgranando el día, saboreando, deleitando, paladeando y repasando, los pequeños e inmensos placeres de un día de vacaciones a los 17 años. Entretanto notaba cómo sus músculos se relajaban, sus miembros se acomodaban y su sonrisa se iba perdiendo en un gesto que era lo más parecido a la felicidad. En medio de un barullo de imágenes que anuncian que el sueño estaba cerca,... pudo oírlo perfectamente.

 

Hacía siete años que no lo oía, quizá durante siete años no recordó haberlo oído alguna vez, y sin embargo lo reconoció. No lo supo hasta esa noche, pero era capaz de reconocer ese silbido entre mil silbidos más, probablemente entre todos los silbidos del mundo. La mezcla de emociones fue atroz, jamás hubiera pensado que un terror como aquél, tan profundo, tan inmenso, pudiera estar rodeado de esa añoranza que casi rozaba el regocijo por haber vuelto a oírlo. Ni siquiera sabía si primero había aparecido la alegría, o el pavor, o ambos a la vez. Tampoco podía discernir si debía estar contenta o aterrorizada por haber vuelto a escuchar a su padre fallecido siete años antes. Es posible que lo peor fuese el significado del silbido, escuchado durante tantos años cinco días a la semana, once meses al año. Papá silbaba para decir: HE VUELTO A CASA.

 

Los  golpes fueron casi inmediatos, algo que sólo puede describirse como rabioso, airado, furioso, descargó varios golpes sobre su espalda. Las sensaciones se agolpaban, la sorpresa, el entumecimiento de sus omóplatos, el miedo, el miedo, el miedo... No reaccionó, en realidad su cerebro, sus músculos, sus nervios sólo dejaron paso al instinto, replegó sus piernas cubriendo el vientre, el estómago y parte de su pecho, el resto quedaba a salvo por los brazos cruzados por las muñecas, brazos que acababan en unos puños apretados, cerrados. Los golpes cesaron como empezaron, de repente, pero ella se mantuvo en postura fetal, inmóvil, casi sin respirar, sin siquiera abrir los ojos. Podía notar cómo la luz del amanecer la invitaba a mirar, le susurraba sobre su párpados que ya podía observar a su alrededor a plena luz para buscar al intruso, fuese lo que fuese, pero no se sintió capaz de hacerlo hasta que a las ocho en punto el despertador de su tía sonó y escuchó cómo se desperezaba en la cama. Tal había sido la tensión, que al relajarse su cuerpo se relajó su mente y durmió.

 

No lo contó, ni siquiera estuvo tentada de hacerlo porque antes tenía que encontrar sentido a todo. Si su padre realmente había vuelto , cosa imposible, ¿lo había hecho para aterrorizarla, para golpearla?. No era razonable, por tanto no era verdad. Sin embargo no paraba de buscar, de querer comprobar que había otra realidad que no tenía razón para existir, invisible a sus ojos, pero perfectamente sensible a otros sentidos. A partir de aquella noche, algunas veces sus sueños se mezclaban con  realidades porque sus ojos estaban abiertos y ella lo sabía. Desde su cama, y en la más absoluta inmovilidad, veía objetos flotando por delante de ella, objetos absurdos llenos de los colores, los relieves y las texturas de la realidad. Otras veces abría los ojos, para comprobar fascinada que sus dedos le decían que tocaba las sábanas pero su vista le ofrecía paisajes de terciopelo de mullidos sillones. Todas las vértebras de su columna vertebral le indicaban que estaba tumbada, pero en sus pupilas, a la luz de la suave bombilla que siempre estaba encendida durante la noche, se reflejaban sus piernas sentadas sobre aquellos sillones verdes. Y todo precedido por un sonoro; YA ESTOY EN CASA.

 
Pasaron los años, fue a la universidad, conoció al hombre de su vida, se casó... Todo muy normal, si no fuese porque acudió a reuniones de ouija, leyó montones de libros sobre parapsicología, practicó la escritura automática… Nada resolvió sus dudas, su afán de saber, sus miedos. Sólo en una ocasión, algo se atrevió a darle una pista.
 

Fue en una sesión de ouija. El espíritu invitado para la ocasión realizaba las piruetas paranormales que el momento exigía. Las carreras del vaso sobre la mesa, los afanes del transcriptor por no confundir las letras, los intentos de encontrar coherencia entre las contestaciones y las absurdas preguntas que entonces parecían propicias, y una larga lista de despropósitos por los que no tenía el menor interés. De repente, en su cerebro, sin la más mínima premeditación, surgió una pregunta para este impredecible ente anacrónico e inubicable: ¿es mi padre? Pero no habló. La pregunta que en realidad se escuchó físicamente en el tablero la pronunció una rubia tan superficial como la capa de su tinte: ¿Seré feliz con mi nuevo novio?  El transcriptor cazó una a una las letras de la respuesta y las anotó cuidadosamente. Ella tuvo que leerlo, a pesar de que su vista ya las había asimilado, unido en sílabas, reunido en palabras y ensamblado en frases; Sí, es tu padre, y quiere protegerte. Nada más. Pasaron años de nada más.

 

El bebé era precioso. Era una niña de grandes ojos, labios carnosos y rosados y una nariz que parecía haber sido puesta por si acaso tenía que respirar. Llevaba en casa poco más de una semana y había provocado el más absoluto y alegre de los caos. 52 Centímetros, cuatro kilos y ella sola había trastocado horarios, comidas, sueño, costumbres, ocios.

 

Como cada noche fue depositada en su cuco con la esperanza de que el hábito la domesticaría. No mucho, sólo un poquito, ¿quizá dormir tres horas seguidas? Su cansancio de bebé, o tal vez sus ganas de seguir creciendo y viviendo la condujeron a un sueño plácido como su rostro y ella vio la oportunidad para… ¿quizá dormir tres horas seguidas?

 

Habían pasado unos cuarenta minutos desde que se quedó dormida. Podía verlo en el reloj de su despertador, desde la inmovilidad de una nueva visión. Las visiones nocturnas, sus visiones nocturnas, habían desaparecido desde que se quedó embarazada, pero ella sabía que ya estaban ahí otra vez. La costumbre le había quitado parte de las sensaciones de miedo, angustia, sorpresa, pero esta vez volvían multiplicadas por un infinito número de veces, la enésima potencia del terror. A través de sus ojos que parecían muertos porque el resto de su rostro estaba inerme y petrificado, la monstruosidad que la había perseguido durante años empezó a vislumbrarse en medio de la semioscuridad. Ya la tenía cara a cara, y vio que era negra como la noche, enmarcada por los objetos familiares de la alcoba. Su rostro eran jirones de negro, jirones en su boca y en sus ojos, jirones entre sus dedos como garras, desgarros de abismo enmarcaban su mueca. Estaba sobre el cuco. No, realmente envolvía la camita de su hija, estaba por encima, alrededor, dentro. Parecía que se la estaba tragando,  rodeándola y haciéndola tan negra como su esencia. Notó como aquella oscuridad diabólica parecía elevarse llevándose consigo al bebé, a su bebé. Desde el grito que no se formaba en su garganta, lloraba de rabia, de dolor y de impotencia. Se la estaba llevando.

 

Cuando sintió que sólo quería morir, cuando su cerebro pensó que era la única salida para ponerse al mismo nivel de realidad que aquella cosa, lo oyó. Era aquel silbido largo, alegre y esperado, y entonces de alguna manera, la oscuridad, la negrura, empezó a disiparse, a difuminarse; le pareció que aquellas manchas infinitas, aquellos cuencos vacíos de negro que eran sus ojos mostraban un gesto de dolor. Y poco a poco desapareció. A través de la suave luz de la pequeña bombilla encendida, se aclaraba de nuevo la rosada y sedosa piel de su bebé. Por encima de su cuco, flotando en la nada, también creyó ver aquel rostro amable, feliz, el mismo que había visto durante años, cinco veces a la semana, once meses al año, cuando abría la puerta de la calle porque su papá… YA ESTABA EN CASA. ©

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