Érase una vez un hombre que no era ni viejo ni joven, ni
feliz ni desgraciado, que ni sonreía ni lloraba, que ni cantaba ni bailaba, pero que no paraba.
Conocía las mejores melodías, leído los mejores libros,
visitado los más bellos países, amado las más hermosas mujeres y disfrutado de
las mejores viandas. Pero estaba angustiado porque algo le faltaba, tenía una
necesidad infinita y ansiosa de algo que desconocía, como si fuera un apetito a deshora.
Un buen día abandonó sus cómodos hábitos diarios, cogió su
mochila y se marchó andando a quién sabe dónde buscando quién sabe qué. Esta
vez no deparó en los lugares que recorría, ni siquiera eternizaba en su cámara
los maravillosos paisajes. Era ajeno a todo lo que le rodeaba, sólo estaba
seguro de que algún día encontraría dónde hallar la solución a su desazón.
Cuando ya estaba a punto de perder la esperanza, un simple
trozo de madera clavado en una zanja, al lado del camino y entre zarzas le
llamó la atención. En la madera sólo podía leerse Z, y apenas visible, una
flecha que apuntaba a un sendero. Decidió seguirlo.
Tras caminar un buen rato, traspasó un túnel pequeño y húmedo,
preocupado y nervioso, pensando que quizá su corazonada acabaría haciéndole
daño. Pero cuando salió de aquél túnel, encontró un espectáculo asombroso.
Justo en la salida, una niña presidía y organizaba orgullosa un pequeño puesto
, donde podía verse un grandísimo bol, unos pequeños vasos y un cazo. La niña
al verlo, presurosa llenó un vasito y se lo ofreció.
-Gracias, ¿qué es?
-Zarzaparrilla, señor.
-¿Cuánto te debo?
-Nada, señor. Es la recompensa por llegar hasta aquí. Sólo
vienen los que buscan algo.
El hombre, asombrado, bebió despacio aquel delicioso zumo,
mirando interrogante a aquella niña de hermosas trenzas, que se limitó a
sonreírle y señalar con su dedo en una dirección.
Continuó entre casas, y pequeños negocios donde podían leerse
carteles como "Zarcillos", "Zapatería",
"Zuecos"... Hasta que un hombre le sacó de su sorpresa:
-Por favor, ¡así noooo!
-¿Disculpe?
-Señor, aquí sólo se anda en zig zag, no sea usted zote...
-Oh, perdone. ¿Podría hacerme un favor?
-Por supuesto.
-Necesito ver a la persona más sabia de esta ciudad.
-Ya sé, usted busca algo. Le angustia la zozobra, lo noto. Y
no es usted tan zafio, ha llegado hasta aquí. Déjeme que coja mi zurrón, y
zumbando le acompaño. ¿Quiere zampar algo por el camino? Llevo unos riquísimos
zarajos. Ah, y zanahorias.
Del asombro, pasó a la sonrisa. Era imposible lo que estaba
pasándole. Pero siguió divertido a aquel hombrecillo que sin z no sería nadie.
-Tenemos que atravesar el zoo.
-¡Por supuesto, cómo no!
Una mujer que por supuesto llevaba trenzas, a su paso gritó:
-¡Zarrapastroso!
-¡Zalamera!- Fue la contestación del hombrecillo.
Entraron al zoo, donde los zorros jugaban a darse zarpazos y
zancudas, zopilotes y zarigüeyas, no paraban de zambullirse divertidos en sus
charcas. A grandes zancadas atravesaron los paseos que llevaban hasta una
glorieta donde una orquesta de zampoñas y zambombas amenizaba a zagales y
zangolotinos, que corrían zancadilleándose los unos a los otros.
Un grupo de guapas muchachas zurcía un enorme mantel. Abrió
mucho los ojos, no lo podía creer. ¡Todas eran zurdas! "Si veo un zulú, me
desmayo, seguro" -pensó divertido-.
Llegaron hasta un bello edificio, traspasaron el zaguán (a
estas alturas cualquiera traspasaba un umbral) y subieron unas hermosas
escaleras... de zinc.
-¿Aquí vive el rey?
-No sea usted zopenco. ¿Cómo vamos a tener rey? Aquí tenemos
Zar, zoquete.
Ante ellos apareció de repente un hombre zambo, vestido con
una preciosa zamarra. El hombrecillo fue a abrir su boca llena aún de zarajos,
pero aquel hombre se adelantó:
- Pero mira que eres zampabollos, Zenón. Deja que me
presente yo solo. Bienvenido, soy el Zar Zaratustra, orgulloso soldado zapador
en mis tiempos mozos. Y no me quedaba a la zaga, me apuntaba a lo que fuera,
hasta al zafarrancho de limpieza. ¿Qué le trae hasta nuestro humilde lugar?
-Tengo todo lo que puedo desear, he disfrutado de todos los
lujos a mi alcance, pero algo me falta, y eso he salido a buscar. ¿Puede usted
ayudarme a encontrarlo?
-No querido amigo, me es imposible ayudarle ya.
-¿Por qué? -preguntó desolado.
-Porque ya lo ha encontrado, querido. Está en su rostro, en
su gesto, en sus ojos. Ya es suyo de nuevo. Llegó aquí zaherido, zaíno, y
mírese ahora... Ha recuperado aquello que tuvo de niño y que hace tantos años
perdió. De nuevo es capaz de asombrarse.
Nuestro hombre se sonrió, asombrado de nuevo al descubrir
que ese rato en aquella ciudad había sido lo más gratificante que recordaba en
mucho tiempo. Miró al Zar, le agradeció hasta la saciedad su ayuda, y se volvió
hacia las escaleras de Zinc.
-¡Eh, que se va sin pagar!
Avergonzado, de nuevo se puso frente a Zaratustra, agachó la
cabeza pesaroso y advirtió que sacaba de
su zamarra un pequeño bastón de mando de zafiro. Lo posó sobre su cabello y dijo:
-Por Zeus, a partir de ahora te llamarás Zacarías, y con ese
nombre honrarás a nuestro país donde quiera
que vayas.
Zacarías volvió al túnel, al sendero, a la carretera. Miró a
su alrededor y vio que todo era distinto, tenía otra luz, otro brillo, otros
colores. Se dio cuenta de que hasta ahora sólo había visto, pero nunca había
mirado.
Y seguía sin saber si estaba cerca de Zamora o de Zaragoza. ©
No hay comentarios:
Publicar un comentario