viernes, 20 de diciembre de 2013

El soldado cobarde

Érase una vez un soldado que no tenía valor. Era soldado por pura convicción... de su padre. Y como además de no tener valor, tampoco quería discutir, pues ahí le tienes con su uniforme y su fusil. Era el hazmerreír de sus compañeros que, en lugar de soldado raso, le llamaban el soldado liso. El período de instrucción no había ido del todo mal, porque era pulcro, aseado, minucioso y detallista. Tenía el arma como la patena, los zapatos brillaban más que las condecoraciones del general, y hacía unas camas dignas de auxiliar de hospital. ¿La normativa? Chupada. ¿Que el entrenamiento físico era duro? Duro era quitar los bajeros de las vides, ordeñar veinte vacas al amanecer o correr todos los días 15 km para ir al colegio más cercano a su aldea.

El desfile y la formación... Ahí flaqueaba un poco. Porque en verdad era muy flaco, pero eso le venía muy bien a su talla, algunos centímetros por debajo de la media. Así que teníamos un soldado cobarde, y poca cosa, la antítesis del soldado. Algunas veces sus compañeros de barracón le invitaron a salir con ellos de farra y aceptó porque quería integrarse, y vaya que si lo hacía. Se integró muy bien como objetivo de burlas y chanzas, pero todo lo tomaba con buen humor, pensando "no, soy un mal pensado, en realidad no se ríen de mí". Sabía en su interior que sí lo hacían, pero ¿Quién era el valiente capaz de enfrentarse a ellos? Él, desde luego, no.

Había en su camareta un soldado bastante callado y juicioso que destacaba en todo lo que él mermaba. Se quedaba por las noches leyendo en su camastro, y nunca salía a emborracharse o a buscar chicas. Sin embargo, aunque pedía a gritos que lo hicieran, nadie le llamó nunca "el raro" o algo similar. Sólo con la mirada quitaba las ganas de cualquier mención, porque su gesto era brusco y huraño. Se veía más amenaza sólo en el gesto de una de sus cejas que en los mil disparates del sargento instructor.

Una noche, nuestro soldado cobarde llegó con el tiempo justo antes el toque de silencio y la borrachera justa tras mil burlas crueles. El soldado huraño lo miró de arriba a abajo y sólo murmuró: "qué pena". Antonio despabiló de repente su borrachera y quedó inmóvil, reflexionando lo suficiente como para darle la razón. Su facha era desastrosa, y estaba aliñada con algo que debía ser vómito, y de la última hora sólo recordaba risas que sufrió sin compartir. Daba pena.

Le despertaron tambores de guerra y sin salir de un extraño sueño que ahora era real, fue transportado, trasladado, y casi abandonado en medio de un fuego cruzado. Podía ver a sus enemigos en medio de aquel campo mutado a batalla, escondiéndose tras lo que hasta entonces habían sido apacibles rocas o mudos árboles. Su miedo congénito tomó las riendas y lo escondió donde buenamente pudo, y lo hizo sordo a los gritos de su sargento que ordenaba ¡ATACAR, ATACAR, ATACAR! Lloró temor sobre su fusil, buscó valentía en su corazón, pero los vapores de la cobardía no le dejaban ver bien...

Desde su guarida, mientras planeaba la huída que le salvase de tanto horror, podía ver a sus compañeros de borrachera ingrata con gesto de querer herir incluso a mordiscos, lanzándose sobre otras personas... vaya, sí, eran personas. Soldados de color rojo y verde caían frente a él, algunos de ellos mostrando lo más íntimo de su existencia, sus entrañas. Otros caían cercenados, mutilados, desfigurados, escenificando un infierno de sufrimiento que no parecía real, que no es capaz ni de vivir en las pesadillas. Entonces, sus ojos se tomaron un pequeño descanso para reconocer entre los árboles a su izquierda al soldado huraño. Estaba con una rodilla en tierra, apenas escondido entre unas ramas desnudas de otoño y metralla. Algo que volaba llamó su atención, era una granada pirueteando en una perfecta parábola para aterrizar justo al lado del soldado al que una vez dio pena y que tan ocupado estaba intentando cargar su arma, que ni se dio cuenta del letal obsequio enemigo.
Pensó que para ser pequeño y delgado, algo debía pesar demasiado dentro de él, porque el recorrido desde su escondite hasta la fruta metálica duraba demasiado, a pesar de que hubiese jurado que sus piernas corrían. Cuando su cuerpo reposó sobre el suelo, se descubrió asombrándose de que se había relajado como para dormir, tanto que ni siquiera oyó la explosión entre su lecho improvisado y su cuerpo.

A pesar de los diagnósticos, abrió los ojos y fue consciente de cómo su cuerpo gritaba, quejándose de laceraciones, heridas, roturas, desgarros, pérdidas. Echó en falta que no le doliesen las piernas, echó en sobra tubos e inmovilidad, y buscó respuestas. Se las dieron entre un médico y una enfermera. La granada se había quedado con sus piernas, parte de sus intestinos y su antiguo rostro. La vida lo había reciclado sin mucho cuidado, dejándolo desfigurado, paralítico y esclavo higiénico de una bolsa perpetua. Lloró mares silenciosos, sin el oleaje de los quejidos, ni las tormentas de las maldiciones, hasta que los calmantes decidieron que ya era suficiente.

Su siguiente despertar estaba siendo minuciosamente vigilado. Su único ojo guardaba la memoria del que se quedó en el campo de batalla, porque pudo distinguir al soldado huraño y al sargento, y algo debió tener el primer parpadeo para abrirles a los dos una sonrisa al unísono, aunque él no entendiese nada.

Antonio fue condecorado con una medalla por su valentía, con el reconocimiento de sus compañeros, y con la eterna e incondicional amistad de Hugo, aquel al que salvó. El error fue no darle la popularidad de un futbolista o un político, porque así mucha gente hubiera comprendido lo que en realidad significa ser valiente.



Relato inspirado en una historia real.









1 comentario:

  1. No hay palabras mas bellas para describir a un valiente... preciosas tus palabras, como preciosa su valentía...

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