Érase una vez un país a tres
horas a pie más allá del horizonte. Lo conocían por el nombre de Kuroi y era un
lugar maravilloso. No había día sin una hora de cielo algodonoso, ni noche sin
su ratito de tormenta, ni río que no fuera cantor, ni playa sin calma ni
acantilado sin espuma. Sus árboles habían decidido por consenso tener perenne
la frondosidad y todos sus frutos eran deliciosos.
Allí vivía Iro, y poco nos
importa si era joven, guapa, fea, alta o desgarbada. Era simplemente Iro con
sus cosas de Iro y su personalidad de Iro. Era feliz en aquel país, o al menos
eso creía.
Otoko era el vendedor ambulante
en nómina y traía hasta su pueblo los más extravagantes archiperres. Desde una
caja de melones cherry gritaba las maravillas de los productos que traía en su
cofre de los misterios. Todo el mundo estaba acostumbrado a sus aullidos
quebrados por la tos que se resistía a sus propios jarabes mágicos y a sus aspavientos
de aspirante a actor de teatro japonés, pero tenía su público y a Iro le
divertía.
Como le divertía recorrer los
alrededores del pueblo disfrutando de paisajes y detalles. Sí, se creía feliz
porque no sabía que había una razón para ser infeliz. Y es que el país de Iro era gris.
Literalmente gris: árboles grises, mares grises, cielos grises, animales
grises, personas grises. No existían los colores.
Un buen día, a la hora que tocaba
la brisa otoñal, Otoko se subió en su cajón y gritó a su encantado público:
-¡Bálsamo mágico ocular! ¡Una
gota en cada lagrimal y veréis lo nunca visto! ¡Y sólo hoy a mitad de precio!
Haciendo equilibrios, consiguió
que un joven subiese al cajón para probar aquel líquido meloso y gris.
-Y ahora, vamos a probarlo con
este voluntario al que no conozco de nada –era su sobrino, el mismo desconocido
voluntario de cada día-.
Otoko depositó con sumo cuidado
una gota en cada lagrimal de aquel chaval que no sólo no se retorció entre
horribles espamos, sino que al abrir los ojos exclamó:
-¡Joder, tío, qué pasada!
El sobrino se llevó dos
pescozones, uno por la palabrota y otro por desvelar que tan desconocidos no
eran. No obstante, el gesto de asombro del chico despertó la curiosidad de Iro.
-¿Qué ves, chaval?
-No lo sé, señora, pero el mundo
es distinto y fantástico, podría estar horas mirando. ¡Dame más, tío!
Sus gritos parecieron a los demás habitantes una
exageración sin precedentes para vender sus bálsamos y se fueron dispersando a
pesar de los esfuerzos de charlatán de Otoko. Cuando todos se habían marchado,
sólo quedaba Iro asombrada por los gestos y las palabras del sobrino del
vendedor, y acabó por decidirse.
-Otoko, dame un frasco, pero ay
de ti como me estés timando.
-Señora Iro, créame, esta vez no
es engaño. Volverá a por más.
En casa, ante el espejo, instiló
aquel líquido gris en sus ojos, y con la convicción de que sólo había suero en
el frasco, abrió los ojos.
Lo siguiente que abrió desmesuradamente fue la boca,
como si tuviera que vomitar la sorpresa porque no le cupiese dentro. ¿Qué le
pasaba a su baño? ¿ Por qué las flores de los azulejos eran tan distintas y
bellas? ¿Qué tenía en los labios, en el cabello, en las pupilas? ¿Qué era eso
que parecía llenar de vida todo lo que miraba?
Con la boca abierta,
arriesgándose a ser último destino de algún insecto, recorrió toda la casa y al
salir al jardín cayó de rodillas, alcanzada por la onda expansiva de la
explosión de color de sus flores, del cielo, de los árboles…
Claro que volvió a por más, ese
mismo día, todos los días.
El color se hizo rutina pero no
podía vivir sin él. El efecto duraba poco tiempo, así que siempre llevaba
consigo un frasco del bálsamo mágico, le hacía sentir viva.
Hasta que un día el vendedor no
colocó su cajón de melones enanos en el mercado. Volvió al día siguiente y
tampoco estaba. Ni al otro, ni al otro, ni al otro…
Iro estaba desesperada,
necesitaba esas gotas para poder disfrutar de la vida, para poder sacudirse el
gris que siempre tuvo a su alrededor sin saberlo, para sacarle los colores a
las horas de vigilia y ponerle tintes a los sueños.
Recorrió otros pueblos, preguntó
a sus vecinos y nadie parecía saber nada de Otoko, que quizá en otros lugares
había vendido tantos mejunjes que se había hecho rico y se había jubilado lejos
de allí. Ni rastro de él ni de su producto mágico.
La desesperación dejó paso a la tristeza. Iro se sentó en los peldaños
del jardín, se abrazó las rodillas y pensó que jamás volvería a disfrutar de
nada. Con la cabeza tan hundida como ella, comenzó a llorar.
Lloró un mar Adriático y dos
océanos y medio, lloró hasta deshidratar el aire, lloró hasta embarrar los
jazmines y las ramas de los sauces cómplices de su llanto. Lloró hasta que le brotó la suficiente resignación como
para levantar la cabeza y abrir los ojos esperando un horizonte gris el resto de su vida.
Pero no fue así, a través de la
translucidez de sus lágrimas le llegaron de nuevo los colores de las
margaritas, los pensamientos, las violetas, prímulas, adelfas, crisantemos,
rosas, camelias, petunias, tulipanes. Todos los colores parecían mirarla de
frente, incluso el propio cielo, para que se diera cuenta de que no necesitaba
un Otoko para sentirse viva porque el color estaba, siempre estuvo, en ella.
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