jueves, 27 de octubre de 2016

Casi feliz


Érase una vez un país a tres horas a pie más allá del horizonte. Lo conocían por el nombre de Kuroi y era un lugar maravilloso. No había día sin una hora de cielo algodonoso, ni noche sin su ratito de tormenta, ni río que no fuera cantor, ni playa sin calma ni acantilado sin espuma. Sus árboles habían decidido por consenso tener perenne la frondosidad y todos sus frutos eran deliciosos.  

Allí vivía Iro, y poco nos importa si era joven, guapa, fea, alta o desgarbada. Era simplemente Iro con sus cosas de Iro y su personalidad de Iro. Era feliz en aquel país, o al menos eso creía.

Otoko era el vendedor ambulante en nómina y traía hasta su pueblo los más extravagantes archiperres. Desde una caja de melones cherry gritaba las maravillas de los productos que traía en su cofre de los misterios. Todo el mundo estaba acostumbrado a sus aullidos quebrados por la tos que se resistía a sus propios jarabes mágicos y a sus aspavientos de aspirante a actor de teatro japonés, pero tenía su público y a Iro le divertía.

Como le divertía recorrer los alrededores del pueblo disfrutando de paisajes y detalles. Sí, se creía feliz porque no sabía que había una razón para ser infeliz. Y es que el país de Iro era gris. Literalmente gris: árboles grises, mares grises, cielos grises, animales grises, personas grises. No existían los colores.

Un buen día, a la hora que tocaba la brisa otoñal, Otoko se subió en su cajón y gritó a su encantado público:

-¡Bálsamo mágico ocular! ¡Una gota en cada lagrimal y veréis lo nunca visto! ¡Y sólo hoy a mitad de precio!

Haciendo equilibrios, consiguió que un joven subiese al cajón para probar aquel líquido meloso y gris.

-Y ahora, vamos a probarlo con este voluntario al que no conozco de nada –era su sobrino, el mismo desconocido voluntario de cada día-.

Otoko depositó con sumo cuidado una gota en cada lagrimal de aquel chaval que no sólo no se retorció entre horribles espamos, sino que al abrir los ojos exclamó:

-¡Joder, tío, qué pasada!

El sobrino se llevó dos pescozones, uno por la palabrota y otro por desvelar que tan desconocidos no eran. No obstante, el gesto de asombro del chico despertó la curiosidad de Iro.

-¿Qué ves, chaval?

-No lo sé, señora, pero el mundo es distinto y fantástico, podría estar horas mirando. ¡Dame más, tío!

Sus gritos  parecieron a los demás habitantes una exageración sin precedentes para vender sus bálsamos y se fueron dispersando a pesar de los esfuerzos de charlatán de Otoko. Cuando todos se habían marchado, sólo quedaba Iro asombrada por los gestos y las palabras del sobrino del vendedor, y acabó por decidirse.

-Otoko, dame un frasco, pero ay de ti como me estés timando.

-Señora Iro, créame, esta vez no es engaño. Volverá a por más.

En casa, ante el espejo, instiló aquel líquido gris en sus ojos, y con la convicción de que sólo había suero en el frasco, abrió los ojos.

Lo siguiente que abrió desmesuradamente fue la boca, como si tuviera que vomitar la sorpresa porque no le cupiese dentro. ¿Qué le pasaba a su baño? ¿ Por qué las flores de los azulejos eran tan distintas y bellas? ¿Qué tenía en los labios, en el cabello, en las pupilas? ¿Qué era eso que parecía llenar de vida todo lo que miraba?

Con la boca abierta, arriesgándose a ser último destino de algún insecto, recorrió toda la casa y al salir al jardín cayó de rodillas, alcanzada por la onda expansiva de la explosión de color de sus flores, del cielo, de los árboles…

Claro que volvió a por más, ese mismo día, todos los días.

El color se hizo rutina pero no podía vivir sin él. El efecto duraba poco tiempo, así que siempre llevaba consigo un frasco del bálsamo mágico, le hacía sentir viva.

Hasta que un día el vendedor no colocó su cajón de melones enanos en el mercado. Volvió al día siguiente y tampoco estaba. Ni al otro, ni al otro, ni al otro…

Iro estaba desesperada, necesitaba esas gotas para poder disfrutar de la vida, para poder sacudirse el gris que siempre tuvo a su alrededor sin saberlo, para sacarle los colores a las horas de vigilia y ponerle tintes a los sueños.

Recorrió otros pueblos, preguntó a sus vecinos y nadie parecía saber nada de Otoko, que quizá en otros lugares había vendido tantos mejunjes que se había hecho rico y se había jubilado lejos de allí. Ni rastro de él ni de su producto mágico.

La desesperación dejó paso  a la tristeza. Iro se sentó en los peldaños del jardín, se abrazó las rodillas y pensó que jamás volvería a disfrutar de nada. Con la cabeza tan hundida como ella, comenzó a llorar.

Lloró un mar Adriático y dos océanos y medio, lloró hasta deshidratar el aire, lloró hasta embarrar los jazmines y las ramas de los sauces cómplices de su llanto. Lloró hasta que le brotó la suficiente resignación como para levantar la cabeza y abrir los ojos esperando un horizonte gris el resto de su vida.  

Pero no fue así, a través de la translucidez de sus lágrimas le llegaron de nuevo los colores de las margaritas, los pensamientos, las violetas, prímulas, adelfas, crisantemos, rosas, camelias, petunias, tulipanes. Todos los colores parecían mirarla de frente, incluso el propio cielo, para que se diera cuenta de que no necesitaba un Otoko para sentirse viva porque el color estaba, siempre estuvo, en ella.

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